Los conjuntos y director checos, junto a un elenco de claroscuros, pusieron en pie una versión ampliamente mutilada de la última ópera del gran compositor francés, en un notable éxito en el estreno del Rameau escénico en el ciclo Universo Barroco
Ese genio tardío llamado Rameau
Por Mario Guada | @elcriticorn
Madrid, 26-V-2024, Auditorio Nacional de Música. Centro Nacional de Difusión Musical [Universo Barroco]. Abaris ou Les Boréades, RCT 31, de Jean-Philippe Rameau. Arcangelo. Deborah Cachet [soprano], Caroline Weynants [soprano], Philippe Talbot [tenor], Sébastien Droy [tenor], Tomáš Král [barítono], Tomáš Šelc [bajo], Christian Immler [bajo-barítono], Lukáš Zema [barítono], Helena Hozová, Pavla Radostová, Tereza Zimková [sopranos] • Collegium Vocale 1704 • Collegium 1704 | Václav Luks [dirección].
Se trata sin duda de una obra de gran envergadura, digna sucesora de las tragedias anteriores y en ningún caso de un refrito de ideas anquilosadas. Es triste que una ópera tan importante haya tenido que esperar más de doscientos años para su estreno, y sólo un poco menos para su primera edición académica.
Graham Sadler: Rameau's Last Opera: Abaris, ou Les Boréades [The Musical Times, 1976].
Por increíble que parezca, la música de Jean-Philippe Rameau (1683-1764), uno de los compositores fundamentales no solo en la Europa de finales del Barroco, sino en toda la historia de la música –soy un acérrimo admirador de su obra, pero en absoluto estoy exagerando acerca de su enorme condición–, sigue siendo apenas una anécdota entre el público español. Una anomalía de descomunales dimensiones a la que habría que ir poniendo remedio. Por tanto, es de recibo felicitar al Centro Nacional de Difusión Musical [CNDM] por poner en liza, dentro del ciclo Universo Barroco, una de sus composiciones operísticas, el género que dominó y por el que ha pasado a la historia como uno de los más grandes. Ahora bien, quizá hubiera resultado de mayor interés programar a una agrupación verdaderamente especialista en el repertorio. Si bien es cierto que los conjuntos checos y su director han grabado hace no mucho esta ópera, en absoluto se les puede considerar unos profundos conocedores del repertorio barroco francés ni de la figura de Rameau, como sí hay otros muchos, franceses en su mayoría, pero no sólo –el caso de los húngaros Orfeo Orchestra y Purcell Choir, comandados por György Vashegyi, serían un buen ejemplo–. Otra anomalía. Ahora bien, existen muchos condicionantes a la hora de escuchar en Madrid a esta agrupación y no a otra, que van más allá del criterio o el conocimiento sobre quiénes son los que pueden llevar de la mejor manera posible obras como esta al escenario. Esa es la realidad, no debemos darle más vueltas.
Para cuando Jean-Philippe Rameau compuso su primera ópera, una excepcional tragédie lyrique titulada Hippolyte et Aricie [1733], contaba nada menos que con medio siglo de vida. Para entonces ya había teorizado, con notable éxito, sobre buena parte del hecho musical, especialmente la armonía, y estaba muy considerado como pensador de la música, un probado organista –tocó el instrumento varios años de su vida, aunque curiosamente no ha llegado hasta nosotros música para el instrumento compuesta por él– y un excelente compositor de obras en «géneros menores», como la música para clave, la cantata profana o el grand motet. Sin embargo, la gran música escénica se le llevaba tiempo escapando, y parece que más por la convicción de que a este género había que llegar con la madurez y preparación necesarias –como dejó escrito en alguna ocasión– que por una cuestión de incapacidad, como así ha quedado patente una vez que inauguró su carrera como operista, la cual se alargaría hasta el final de su longeva vida. Su llegada a París, capital del país y gran urbe cultural, cambió su vida y su carrera, y allí comenzó a coquetear con la música escénica, creando algunas obras de escasa importancia para los teatros callejeros instalados en ferias de algunos barrios de la ciudad. Hasta que en 1733 estrenó su primera tragedia y todo cambió… Pero esa es otra historia. Lo que aquí nos ocupa es precisamente su final, el último capítulo de toda una vida y una muy exitosa carrera de «Euclide-Orphée» –como fue apodado por Voltaire– en la que, como ya vaticinó en su día André Campra, logró «eclipsarlos a todos».
Para el comentario sobre la obra utilizaremos primero el texto aparecido en las notas de la grabación que estas mismas agrupaciones y director realizaron para el sello Château de Versailles Spectacles en 2020, firmada por un autor o autora que no se especifica: «Cuando compuso Les Boréades, Jean-Philippe Rameau ya había alcanzado la cima del reconocimiento. Tras publicar obras teóricas y piezas para clave compuestas para los teatros de las Foires parisiennes, debutó en la Académie Royale de Musique en 1733, a la edad de cincuenta años, con Hippolyte et Aricie, y cosechó allí numerosos éxitos, entre ellos Les Indes galantes. Recibió numerosos encargos de la corte, entre ellos Platée. Y fue en la corte donde estuvo a punto de estrenar su última ópera, en 1763, para celebrar el final de la Guerra de los Siete Años. Se copiaron las partituras, y luego… no hubo representaciones. Durante mucho tiempo se pensó que fue la muerte de Rameau en septiembre de 1764 lo que interrumpió los ensayos. Sin embargo, Sylvie Bouissou ha revelado que no fue así: en realidad, la obra ya estaba en los atriles en abril de 1763, más de un año antes, e iba a incluirse en el programa de las fiestas de la corte en Choisy en junio de 1763. Finalmente, la ópera fue sustituida por otra. ¿Fue el aspecto subversivo de su texto lo que provocó el abandono de Les Boréades? En general, se admite que el libreto de esta tragédie-en-musique se atribuye a Louis de Cahusac, que colaboraba regularmente con Rameau desde 1745. Su última colaboración tuvo lugar en 1754. Después de esta fecha, el compositor no produjo ninguna obra completamente nueva, sino únicamente ‘reelaboraciones’ de partituras más antiguas, como Castor et Pollux en 1754 (la primera versión data de 1737) o Zoroastre en 1756. En 1759 muere Cahusac. En 1760, se representa Les Paladins de Rameau con libreto de Duplat de Monticourt, una comedie-ballet que ‘no tuvo éxito’. Parece, pues, verosímil que Rameau retomara el proyecto que había elaborado anteriormente con Cahusac. El contenido masónico de Les Boréades, la presencia de temas y procesos queridos por el libretista y el paralelismo estructural con Zoroastre señalado por Catherine Kintzler hablan en favor de este análisis. Además, Rameau tenía ochenta años: es muy posible que considerara Les Boréades como una obra testamentaria».
Portada y partitura orquestal de la ouverture de Les Boréades, de Jean-Philippe Rameau [manuscrito, c. 1771, Bibliothéque national de France, Paris].
«Sea cual sea el momento en que se escribió este libreto, se ha dicho, hay en él indicios de masonería, pero los de Zaïs o Zoroastre también los tenían. ¿Los versos que ensalzan la libertad? Los había en la Isis de Lully y Quinault en 1677. Y la libertad de la que hablamos aquí es la del corazón, la que se opone al compromiso con el amor. ¿Un desafío al poder? Ya lo habíamos leído entre las líneas de Atys. Si un siglo más tarde el mundo había cambiado –Voltaire acababa de publicar su Treatrise on Tolerance–, los temas de los libretos de ópera eran tan corrientes que parece poco probable que sólo por eso la obra fuera retirada in extremis. Los documentos atestiguan que Les Boréades se ensayó en París el 25 de abril de 1763 y en Versalles el 27. ¿Fue la dificultad de ejecución lo que paralizó todo? Porque la obra es extremadamente difícil, y de un virtuosismo de concepción orquestal inaudito en la época, especialmente el ritmo, con las pausas que aparecen por doquier, y el complejo tratamiento de los recitativos acompañados. A pesar de esta modernidad de la escritura, no cabe duda de que la estética a la que Rameau estaba apegado empezaba a parecer anticuada. Hacia 1752, la Querelle des Bouffons preconizaba una simplicidad inspirada en la opera buffa italiana. Aunque este gusto no era universalmente compartido, parece haberse vuelto preponderante: apenas hay ninguna reposición conocida de las obras de Rameau en la Académie Royale de Musique después de su muerte. En 1762, la Comédie-Italienne se fusiona con la Opéra-Comique y se institucionaliza. Se convertiría en el bastión de un Philidor, de un Grétry, en resumen, de una estética que miraba hacia el Clasicismo. Sin embargo, pronto llegaría el advenimiento de Gluck a la ópera. En junio de 1763, Ismène et Isménias, de Jean-Benjamin de Laborde (1734-1794), sustituye a Les Boréades. Echemos un vistazo a la partitura; la diferencia de estética es sorprendente. Laborde pertenece a una generación que buscaba la modernidad de inspiración italiana; su obra pone la melodía en primer plano, mucho más que Rameau. Está más en sintonía con los tiempos sin dejar de ser lo suficientemente tradicional como para no plantear grandes dificultades de ejecución. Y Laborde era poderoso: Gobernador del Louvre desde 1762, se compró el mismo año el cargo de Primer Valet de Cámara del Rey. Así pues, es sin duda una mezcla de factores lo que contribuyó a la retirada de Les Boréades: hay que tener en cuenta no sólo las características individuales de las obras, su complejidad, sino también la evolución del gusto y el propio gusto personal. Lo irónico es que, en su juventud, Laborde había sido alumno de Rameau».
Por otro lado, un profundo conocedor y estudioso de la obra operística de Rameau, como es Graham Sadler, escribió en 1976 un artículo titulado Rameau's Last Opera: Abaris, ou Les Boréades, que apareció en The Musical Times [Vol. 116, n.º 1586, pp. 327-329] y en el que comenta algunos aspectos interesantes sobre la factura de la ópera: «Sería inútil pretender que Les Boréades esté totalmente libre de signos de cansancio o tensión, pero los pocos números que delatan la edad del compositor lo hacen por falta de pulido más que de ideas. En cuanto al estilo, la música tiene naturalmente más en común con Zoroastre y los ballets y pastorales de finales de los años 1740 y 1750 que con las tragedias anteriores. La música instrumental está llena de los contrastes caleidoscópicos de temas, partituras y texturas que Rameau desarrolló en esos años, pero en general está libre de esa escritura italianizante más bien vacía que a veces empaña las últimas obras. Si las danzas tienden a estar un poco por debajo de su mejor nivel, el abanico de ideas sigue siendo amplio, y a sus ochenta años Rameau todavía puede conseguir al menos dos pinturas tonales que no tienen precedentes en su obra: la deliciosa evocación de un reloj en marcha en las Gavottes pour les Heures et les Zephirs (IV, 4) y los gemidos y suspiros de los vientos subterráneos que se esfuerzan por desatarse (V, 1). El segundo acto contiene un último ejemplo de la figura del ballet cultivada por Rameau y Cahusac para acercar el divertimento a la acción. Se trataba de una representación mímica de algún incidente relevante para la trama, en este caso el rapto de Orithie por Borée. La muchacha y sus compañeros bailan un Air andante et gratieux y un animado Rigaudon, este último interrumpido bruscamente por escalas que suben intercaladas con gritos lastimeros de las flautas cuando el dios se la lleva (la ironía dramática de esto es inconfundible). La música vocal es de un alto nivel general. Las arias y coros tienen una amplitud y variedad que no siempre se encuentran en sus últimas obras. Las airs de monologue, es cierto, son más cortas y menos ricas que en años anteriores, pero la conocida acritud de la disonancia y la audacia de la línea están ahí, especialmente en los saltos en picado de ‘Songe affreux’ (III, 1), en la que Alphise intenta exorcizar la visión del estrago prometido por Borée si se casa con Abaris. Lo más notable de todo es el aria en el que Abaris expresa su dolor al contemplar la devastación dejada por los vientos tras la desaparición de Alphise (‘Lieux desoles’, IV, 2). Su total desolación se transmite en una línea vocal rota por frecuentes silencios y un acompañamiento de poco más que fragmentos de suspiros. Hay pocos pasajes en Rameau más originales o conmovedores, ni siquiera ‘Lieux funestes’ de Dardanus (versión de 1744, IV, 1), que es su pariente más cercano».
Continúa Sadler: «Entre las ariettes hay tres ejemplos de esa rareza en Francia que es el aria de símil o metáfora [aria en la que el texto establece una comparación entre la situación o los pensamientos del cantante y algún fenómeno natural o actividad del mundo en general, con la música proporcionando la ilustración adecuada para ello], introducida para variar los divertissements. En una, ‘Que l'amour embellit la vie’ (V, 5), el amor se asemeja a un arroyo que serpentea por un prado; en la parte central, la imagen cambia a los estragos que siguen al represamiento del torrente. Otro, ‘Un horizon serein’ (I, 4), compara un día aparentemente tranquilo interrumpido por tormentas con los engañosos lazos del matrimonio. De nuevo se pretende ironizar, ya que la negativa de Alphise a casarse es la causa de la tempestad del tercer acto. La ariette propiamente dicha, un da capo con una primera sección de 104 compases, es colosal para los estándares franceses, y exige una considerable destreza vocal. Pero no se trata de una mera pieza de lucimiento; las dos imágenes contrastadas han dado lugar a algunas de las composiciones más audaces y de concepción más amplia de Rameau. Lo que más impresiona en Les Boréades es la integración de los distintos elementos musicales en pos de la continuidad dramática. En ninguna otra tragedia, salvo posiblemente en Zoroastre, Rameau ha difuminado tanto la ya débil distinción entre recitativo, solo, conjunto y sinfonía. En dos extensos pasajes en particular no sólo se eliminan casi por completo las barreras, sino que la música está unida por un material temático recurrente. El primero es la tempestad que se desata a mediados del tercer acto y se prolonga con pocas pausas hasta bien entrado el cuarto. Con 226 compases, es la mayor secuencia dramática musicalmente unificada de Rameau, y abarca varios coros y conjuntos y dos sinfonías, incluido el entr'acte (en sus obras anteriores, Rameau sustituyó varias veces el baile repetido convencional por un entr'acte dramáticamente relevante, pero el presente ejemplo es, con mucho, el mejor). La otra se encuentra en el acto V, escena 2, donde Borée y sus secuaces atormentan a Alphise. Las mismas escalas enérgicas de 6/8 y los saltos vigorosos unen el aria del dios ‘Qu'elle gemisse’, un air vif instrumental y una sucesión de conjuntos amenazadores. Estos conjuntos son interrumpidos constantemente por recitativos, pero la transición de uno a otro se maneja con gran habilidad. Ambos pasajes impresionan tanto por su intensidad creciente como por su integración musical».
Concluye así: «Otro signo de la preocupación del compositor por la integración de la música y el drama es la vinculación de la obertura con la trama. En algunos aspectos, esta ópera marca un ligero retroceso, ya que las oberturas del programa de Zoroastre y Acante et Céphise se anticipan verdaderamente a Gluck al preparar al público para la ópera en su conjunto. Les Boréades vuelve a una tipología desarrollada a finales de la década de 1740, en la que la obertura se limita a prefigurar los acontecimientos de la escena inicial. Su antecesora directa es Naïs (1749), en la que la música de la obertura (una representación del tema del prólogo) continúa durante el primer capítulo. Sin embargo, como todas las óperas posteriores a 1749, Les Boréades carece de prólogo, por lo que su obertura está directamente ligada a la acción principal. Se inscribe en la forma italianizante de tres movimientos en la que están escritas la mayoría de sus oberturas posteriores. Al no haber telón en la ópera, la escena inicial del bosque sería visible en todo momento, lo que, con los toques de trompa y las fanfarrias de los movimientos exteriores, nos prepara para la entrada de una partida de caza encabezada por Alphise. De hecho, Rameau encaja el final de la obertura con el recitativo de apertura: el último acorde está marcado con un lento diminuendo, y una nota autógrafa sugiere que Alphise podría empezar a cantar antes de que termine el acorde. El vínculo con la obertura no termina ahí; los toques de trompa interrumpen el recitativo a intervalos a lo largo de la primera escena, lo que lleva a una clara alusión a los compases finales de la obertura en la introducción de la escena 2. Aunque Gluck conocía los intentos anteriores de vincular la obertura con la escena inicial, algunos de sus partidarios no, ya que Castillon tuvo que recordarles, tras el estreno de Iphigenie en Aulide (1774), que ‘se había cometido una injusticia [con Rameau] al presentar esta idea como totalmente nueva’. Si hubiera aparecido en las llamadas Oeuvres completes (editorial Durand), Les Boréades nunca habría sido tan desconocida hoy en día. Se trata sin duda de una obra de gran envergadura, digna sucesora de las tragedias anteriores y en ningún caso de un refrito de ideas anquilosadas. Es triste que una ópera tan importante haya tenido que esperar 211 años para su estreno, y sólo un poco menos para su primera edición académica».
El coro y orquesta checos aparecieron con una nutrida plantilla para la ocasión, con veintiún cantores [5/5/5/6] y una orquesta en la que destacó la presencia de una cuerda generosa [6/6/5/3/2], además de maderas a 2 habituales –ya con clarinetes en la orquesta–, una pareja de trompas, un clave y una muy variopinta percusión. Magnífica labor coral, a pesar de que la ausencia de hautes-contres, esto es, los tenores agudos que cantan la línea de altos en una mixtura de voz de cabeza y pecho, lo que desvirtuó notablemente la sonoridad típicamente francesa y restó importancia a la línea de altos –con poco peso en el balance general–. Como en toda buena ópera francesa –y especialmente en Rameau–, la presencia del coro no es en absoluto baladí ni un mero complemento sonoro, sino que debe ser vista, bien como un personaje más, bien como otra sección orquestal. Y con esa intención parece que el enérgico Václav Luks trató al Collegium Vocale 1704, sin duda de lo más interesante en esta velada. Sonoridad sólida, pero bastante dúctil, con bonito color, poderosa emisión y bien presente en el balance con el tutti orquestal, planteó, tanto en los momentos a coro pleno como en los pasajes con semicoro o coros a 3, una lectura vívida y firme, enérgica, pero notablemente dramática, remarcando muchos de los sentimientos de los distintos personajes o aportando nuevas perspectivas a estos. Algunos momentos álgidos de su participación llegaron en arias y coros como «Chantons le Dieu qui nous éclaire», «C’est la liberté», «Ciel! Quels accords harmonieux!», «Jouissons de nos beaux ans», «Nuit redoutable! Jour affreux!», «Parcourez la terre» o «Volez, que l’amour vous seconde!». Un trabajo muy loable que fue ampliamente reconocido por el público. Del coro salieron algunos solistas en papeles menores, que cumplieron con pundonor y corrección, más en los casos femeninos –más breves y de mejor enjundia– que en las voces graves. Así cumplieron Helena Hozová como L’Amour, Teresa Zimková como Nymphe y Pavla Radostová en el rol de Polymnie.
Por su parte, la agrupación orquestal Collegium 1704, que lleva en la obra la mayor parte del peso, más incluso que los solistas vocales, rindió con un notable nivel general, aunque con matices según los momentos del drama, y eso que se eliminaron numerosas danzas que le hubieran permitido brillar en más ocasiones. Como digo, si bien no es su estilo más afín, mantuvo la tensión adecuadamente en muchos momentos del drama y es una orquesta bien trabajada, de eso no cabe duda, por lo que mostró momentos de elevado nivel, aunque sin lograr una conexión con Rameau y su obra como sí han alcanzado otras agrupaciones europeas en los últimos años, especialmente francesas, pero no sólo. Ya desde la Obertura - Menuet - Allegro que inaugura la ópera el colorido de la paleta orquestal marcó la deriva por la que transitarían las dos horas siguientes, con una cuerda de notable tersura y nitidez liderada por Helena Zemanová y Vadym Makarenko, la prestancia de una firme sección de violas [Polina Babinkova cmo líder] y la profundidad de unos violonchelos [Libor Mašek, Hana Fleková y Petr Mašlaň] y contrabajos [Tilman Schmidt y Miriam Shalinsky] que llevaron gran parte del peso armónico de la velada. Correcto trabajo general de las maderas, destacando sobremanera la labor de los traversos de Julie Braná y Lucie Dušková, de elegante fraseo, bonito sonido y un manejo del fiato excelente en muchas de las arias. Correctos, aunque sin destacar excesivamente, los oboes de Katharina Andres y Petra Ambrosi, con unos evocadores clarinetes de Ernst Schlader y Christine Foidl. Sin duda, mención especial requieren David Doucot y Györgyi Farkas en los fagotes, siempre tan fundamentales e independientes en las partituras de Rameau –su presencia en la maravillosa Entrée de Polymnie, una de las partituras más bellas jamás compuestas y que ofrecieron como bis para concluir la velada– fue robusta, aunque un tanto directa. Bonito color y sólida presencia de las trompas [Máté Börzsönyi y María Antonia Riezu González]. En la sección del continuo, además de la ya mencionada cuerda grave, cabe destacar la labor de Pablo Kornfeld en un clave bastante flexible, con presencia y riqueza expresiva en el desarrollo del bajo. Mención aparte, por lo desmesurado tanto de su presencia como de la exuberancia mostrada, la percusión de Michael Metzler, que tañó multitud de instrumentos y estuvo excesivo en los momentos tempestuosos, pero también en las danzas más refinadas, incluso muy presente –de manera bastante incomprensible– en varios coros. Percusión sí, por supuesto, es importante en Rameau, pero no libertad total para entorpecer muchos momentos el discurso melódico, como fue su caso.
Analicemos algunos momentos concretos sobre el concurso de la agrupación orquestal, así como la dirección del fundador de la agrupación, Václav Luks: paleta orquestal en general bien trabajada; articulaciones bastante claras en cuerda y maderas; sin excesivo contraste dinámico en los primeros números orquestales; pero sin resultar una visión en absoluto plana; correcto equilibro entre vientos y cuerda en el Menuet, con un sonido un punto incisivo en las maderas en el Allegro subsiguiente; faltó en varios momentos remarcar con mayor hondura los bajos, además de las imponentes singularidades armónicas salidas de la mente del francés; en la suites de vientos y tempestades [Orage, tonnerre et tremblement de terre] el equilibro con la ya mencionada percusión excesiva, además de algunas articulaciones poco claras en cuerdas y maderas, no lograron extraer las líneas con la claridad requerida; la labor en cuanto a las disonancias logró lucir en algunos puntos más que en otros, pero en general se mostró una intención de darles un aporte expresivo importante; la Entrée de Polymnie, con los fagotes muy ponderados, llegó en un tempo algo ligero, aunque aún deleitoso, con tersura en la cuerda, un bajo bien remarcado y un cuidado fraseo; uno de los momentos más emocionantes de toda la tragédie llegó en el aria de Borée y el coro masculino «Quel éclat! Quels brillants concerts!», muy empastado y con una finura orquestal excelente. En general, la segunda parte de la velada con los actos III, IV y V subió el nivel de la primera parte, también porque el drama se intensifica y presenta muchos de los momentos de mayor enjundia creativa. Esto se vio reflejado incluso en varios momentos puramente orquestales, como en el Andante del acto V, el Air vif, los Menuets, así como las Contradanses conclusivas. Por su parte, Luks es un director detallista, que acoge con firmeza la filigrana, aunque posee un gesto particular, no siempre muy académico, pero sí vívido y expresivo. Aunque intentó plasmar en sus huestes cierto color francés, faltó un poco la organicidad en las danzas y esa gracilidad natural en el ritmo que sí presentan las agrupaciones especializadas, con un tempo en ocasiones un punto pesante y no especialmente contrastante entre algunas danzas que así lo requieren; por otro lado, la elección de todas las voces no resultó plenamente acertada, al menos no para este repertorio, como veremos más adelante. Además, la decisión de mutilar buena parte del drama, aunque muchos de los pasajes fueran danzas –algunas de ellas de un finura y genialidad melódica fastuosa–, restó importancia a una obra monumental que no merece ser mostrada al público de forma parcial.
En cuanto al apartado vocal, notablemente más interesante resultó la presencia de las mujeres que de las voces masculinas, también en los roles principales. Así, de mayor relevancia resultó la participación de las sopranos belgas Deborah Cachet y Caroline Weynants, sin duda más cómodas y acostumbradas a interpretar ópera barroca francesa que la mayor parte de sus colegas en el escenario. Esta última se puso en la piel de Sémire, consejera de la soberana y que no tiene presencia más allá del primer acto. Provista de un línea de canto robusta en la zona media, con poderosa proyección y una notable prestancia, su gran momento fue la ariette «Un horizon serein», que cantó con cuidada dicción, agudo de peso, bastante luminoso, en un correcto discurso entre los pasajes más furibundos y los más sutiles, defendiendo las agilidades con inteligencia, aunque no especialmente fluidas en el fraseo, apoyada además por un dúo de traversos exquisitos, junto a una cuerda lustrosa en sonido y muy solvente en la gestión de las articulaciones. Cachet encarnó a la gran protagonista del drama, Alphise, elaborando un discurso narrativo inteligente en la siempre compleja escritura difuso entre el récit y el air que pone en liza aquí Rameau, con un agudo firme y límpido, apoyada por algunas interpolaciones instrumentales de gran interés, como la de las trompas en las primeras arias del acto I. Estuvo severa y brillante en «Ministres saints, le trouble, l’épouvante», con gran prestancia escénica y realizando una labor en dicción y prosodia muy interesante, acompañada de un tutti muy enérgico y bien contrastado. «Songe affreux, image cruelle» fue vocalmente uno de los puntos álgidos de la velada, brillante en emisión y con poderosa musicalidad, sustentada con sumo gusto por la orquesta. En «Vole, triomphe, doux espoir» hizo gala de un importante refinamiento canoro, con un agudo nítido y cálido, junto a una cuerda ágil en el fraseo y acogedora en sonido. Se movió con gracilidad en el final del acto III, y estuvo muy correcta vocalmente, también expresiva, aunque sin lograr emocionar, en el apartado dramático. Su dúo con Abaris [«Que ces moments sont doux!»], sin terminar de conmover, estuvo bien planteado en equilibrio, conexión vocal, afinación y un fraseo legato bien confeccionado, apoyados con interesante concurso orquestal, de notable aporte en color a cargo de las trompas.
El tenor francés Philippe Talbot acogió el rol de Abaris –protagonista masculino, enamorado de Alphise e hijo secreto de Apollon–, con más pundonor que excelencia, en un repertorio que quizá no le es especialmente adecuado para su vocalidad. No es, en puridad, un haute-contre, y aunque posee un agudo esbelto y agradable, donoso en el fraseo y canta con gusto general, le faltó la ligereza y naturalidad en el paso entre registro de cabeza y pecho, con el agudo nítido y de etérea prestancia que ha caracterizado a algunos de los grandes en dicha vocalidad –Jean-Paul Fouchécourt, Howard Crook, Cyril Auvity o Paul Agnew, por mencionar a algunos–. Mantuvo la tensión y un timbre bello en la zona media-aguda, subiendo con comodidad, aunque tirando más de pecho que de ligereza, pero cuidó bastante a nivel textual los diversos récits, así como algunos de los pasajes más melódicos, destacando las airs «Qu’ai-je dit, malheureux!» o «Chantez le Dieu qui nous éclaire», con agudo solvente, aunque con excesivo peso. En el inicio del acto III mostró un canto fluido en las agilidades, limpio en el agudo, pero algo falto de delicadeza, la que sí tuvo en el acto IV [«Tout cède aux efforts de l’orage»], con mayor finura y naturalidad arriba, timbre muy agradable y notablemente expresivo. En su hermosa ariette «Je vole, amour, où tu m’appelles», sin embargo, el agudo se tornó un punto tirante, aunque recuperó la prestancia en la ariette final «Que l’amour embellit la vie», pero faltó de un punto más de ligereza y fluidez en el agudo, la que sí aportaron al resultado general la presencia de cuerda y continuo aquí. Dicción general correcta, agilidad en los melismas suficiente pulida y una expresividad correcta, aunque sin alardes, completaron una actuación correcta, pero que no logró brillar al nivel del papel.
Los restantes papeles masculinos, a excepción de Immler, resultaron escasamente interesantes, comenzando por el también francés Sébastien Droy, que ofreció un Calisis –pretendiente de Alphise e hijo de Borée– totalmente desfigurado, merced a un agudo tirante, bastante sucio en diversos momentos, tosco y en absoluto elegante ya desde sus arias del primer acto [«Alphise, que cet heureux jour» y «Un regard de ce qu’on aime»]. En su gran momento, el aria con coro «Jouissons de nos beaux ans», sufrió mucho arriba, mostrando unas agilidades mecánicas y poco agradables, tanto como su timbre, en un momento imponente que solventó la presencia del coro.
El barítono checo Tomáš Král fue lo más interesante de entre las voces solistas salidas del coro, encarnando a un Adamas –sacerdote de Apollon– robusto, correcto y de cierta distinción, con un grave de cuidada emisión, aunque no muy poderosa y escasamente audible en algunos pasajes, así como una zona media más noble, con un trabajo interesante en el aspecto textual y dramático. Por su parte, su compatriota Tomáš Šelc, bajo de grave más sólido, aunque emisión algo farragosa, firmó un Borilée –otro de los pretendientes de Alphise e hijo de Borée– cumplidor, pero al que no se le puede pedir mayor excelencia, con una dicción en el registro grave apenas inteligible en el aria «Aimez, aimez à votre tour». El barítono Lukáš Zema asumió el breve rol del dios Apollon, con un trabajo prosódico loable en los récits y una emisión bastante firme y bien afinada en el registro medio y grave.
Como decía, merecimiento notable en la participación de Christian Immler, bajo-barítono alemán que se metió en la piel de Borée, dios de los vientos del norte, cuya presencia en fundamental, aunque sólo aparece hacia el final del drama. En su primera aria, «Obéissez, quittez vos cavernes obscures» –precedida de un genial movimiento orquestal– hizo gala de su nobleza tímbrica, de coloraciones cobrizas en el grave, bastante carnosa y poderosa en proyección. Fue quizá el solista que mejor acompañó con su vocalidad al personaje encarnado. Brilló en sus participaciones junto al coro, equilibrando bien su balance con el acompañamiento y una excelente dicción. Dramáticamente estuvo muy convincente, ágil en los momentos requeridos y, aunque el grave no llegó en plenitud de recorrido en «Qu’elle gémisse, qu’elle languisse dans les tourments», firmó una de las actuaciones de mayor enjundia de la velada.
En general, sensación agridulce en esta primera representación operística «rameauniana» en el CNDM, con la sensación de no haber gozado en plenitud de una interpretación ni completa ni quizá de entre lo mejor que puede disfrutarse en el panorama actual, pero al menos con la satisfactoria sensación de saber que buena parte del público pudo descubrir en esta velada que Rameau es capaz de crear obras de una genialidad apabullante. Ojalá más óperas suyas pronto, aunque no será en la temporada 2024/2025, ya presentada y en la que la ópera italiana –aunque con ausencia de Handel por vez primera desde hace muchos años– seguirá siendo la protagonista absoluta. No esperaría una integral de Rameau en una institución como esta, pero al menos sí algo más de compromiso con un país que legó al mundo varios de los mejores operistas de la historia. ¿Acaso merecen mayor gloria Vivaldi, Hasse, Galuppi o Corselli que Lully, Campra, Charpentier, de Lalande o el propio Rameau? En absoluto, y he de ser de taxativo en esto. Y el público, aunque suele ser muy efusivo tras cada actuación, no ha disfrutado menos de esta velada operística de una plena Francia dieciochesca, con una magnífica acogida por su parte, como quedó bien patente... Queda recomendar la grabación de esta agrupación –la otra opción disponible es aquella primera grabación mundial llevada a cabo por Gardiner al frente de sus Monteverdi Choir y The English Baroque Soloists, de 1982, que tiene, además del valor sentimental de la misma, algunos momentos muy buenos–, la de mayor calidad disponible hasta la fecha, que si bien grabada en directo en Versailles, sí alcanza cotas que en esta versión en directo en Madrid no fueron logradas…
Hace años, en un extenso artículo dedicado a su figura en el Anuario Codalario de 2014, aprovechando la celebración de su efeméride, cerraba el mismo con las siguientes palabras, que quiero recuperar hoy como final para esta crítica: «Transgresor, provocador, innovador, personaje con una pasión desaforada por lo que hacía y un espíritu de trabajo incansable, se preocupó por traspasar fronteras, aunque ello conllevase duras críticas o la incomprensión por buen parte del público. Figura fundamental en el desarrollo de la ópera, han hecho falta dos siglos y medio para comprender de manera total lo esencial de su contribución, de su escritura, de su genio, sin duda único e irrepetible en la historia da la música, cuyo legado musical, ingente, a pesar de lo tardío, supone uno de los hitos más elevados de la creación artística universal».
Fotografías: Elvira Megías/CNDM.
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