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Crítica: Dan Ettinger dirige 'Fausto' de Gounod en el Teatro Real de Madrid

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Autor: Raúl Chamorro Mena
26 de septiembre de 2018

"la vacuidad de un espectáculo caótico, deslavazado, desnortado, hueco y trivial, además, es preciso insistir, de especialmente ingrato a la vista".

Beczala entre el caos

   Por Raúl Chamorro Mena
Madrid. 24-IX-2018. Teatro Real. Faust (Charles Gounod). Piotr Beczala (Faust), Marina Rebeka (Marguerite), Luca Pisaroni (Méphistophélès), Stéphane Degout (Valentin), Serena Malfi (Siébel), Sylvie Brunet-Grupposo (Marthe), Isaac Galán (Wagner). Orquesta y coro titulares del Teatro Real. Dirección musical: Dan Ettinger. Dirección de escena: Àlex Ollé (La fura dels baus)

   Fausto es, después de la Carmen de Bizet, la ópera francesa más representativa. Su popularidad, después de un estreno con escaso éxito, fue inmensa en el siglo XIX (y gran parte del XX), representándose una y otra vez en todos los teatros parisinos, alcanzando más de 2000 funciones en el Palais Garnier y gozando de una deslumbrante carrera internacional, que la llevó a ser la obra elegida para la inauguración del Metropolitan Opera de Nueva York.

   Encuadrarse entre las óperas más representadas de la mayoría de los teatros, disfrutar de una enorme popularidad y que algunos de sus fragmentos sean de los más famosos de la lírica y estén instalados con justicia en la historia de la literatura operística, garantiza la animadversión de cierta intelligentsia, de determinados sectores filosnobistas que siempre fruncen el ceño ante esas obras que mantienen inalterable el favor del público y que se afanan en exaltar las debilidades de la obra de Gounod, que las tiene, por supuesto, y obviar las muchas virtudes.

   Gounod y sus libretistas toman como base la obra de Goethe, pero no profundizan en su mensaje filosófico y metafisico. Cierto es que el género operístico, en la segunda parte del siglo XIX y no sólo por las ideas de Wagner (sin ir más lejos, Verdi transitaba por el mismo camino desde su propia tradición y postulados) camina hacia la “obra de arte total”, pero, antes de ello y fuera de ello, también hay mucha obra lírica de calidad en la que brilla sobre todo lo demás, el canto, la escritura para la voz humana, fundamento del género, incluso en su evolución. Gounod crea, dentro de las coordenadas de su época, de su entorno y del público al que va dirigida (en la Opera de París, la rechazaron en un principio por poco espectacular, cómo para profundizar en filosofías!!!) su Fausto, el suyo, no el de Goethe. Una ópera llena de hermosísimas melodías, con una orquestación refinada y una escritura para las voces, que es paradigma del canto francés. Mensaje directo, personajes sin gran riqueza psicológica pero eficazmente esbozados, con presencia de lo diabólico, de lo sobrenatural (tan en boga en la época) y de una tragica pasión entre Fausto y Margarite, todo en clave genuinamente romántica.

   Indudablemente, Fausto acusa debilidad dramática, falta de cohesión y fuerza teatral irregular. Este aspecto junto a la mayor apertura del repertorio, el sambenito de muy popular y la animadversión de los sectores arriba aludidos, ha contribuido a que, en las últimas décadas se represente mucho menos, pero, en mucha mayor medida, la razón para ello hay que buscarla en la falta de cantantes que le hagan justicia. Sin ir más lejos, no hace tantos años el trío Kraus, Freni, Ghiaurov recorrió los teatros del Mundo interpretando Fausto. Por no hablar, de Victoria de los Ángeles, de Jussi Bjorling, de Boris Christoff, de Nicolai Gedda… ¿Dónde se encuentran hoy día artistas como estos?

   En esta apertura de temporada y tras una única comparecencia desde la reinauguración del teatro (en el año 2003 con la única Margarita en vivo de la gran Mariella Devia) volvía Fausto al coliseo de la Plaza Oriente contando como protagonista con uno de los tenores más reputados del panorama actual. La falta de carisma, efusión y seducción tímbrica que caracterizan al tenor polaco Piotr Beczala le penalizan mucho menos en la ópera francesa, donde prevalece la mesura, la delicadeza y unos modos menos extrovertidos que en la ópera italiana. De este modo, Beczala compuso un Fausto notable, impecable de línea canora y estilo. Su fraseo, que si no destacó por el calor y la variedad, sí resultó cuidado y elegante, le permitió traducir con el debido lirismo y musicalidad, las numerosas frases memorables de su parte: “Ne permettez- vouz pas ma belle demoiselle”, “Oh nuit d’amour ciel radieux”, “Divine purete! Chaste innocente”…  La voz corrió sin problemas por la sala y, además, Beczala se mostró desahogado en la zona alta, como pudo apreciarse en el “Je t’aime” del segundo acto y sobre todo en el espinoso Do 4 sobreagudo de su bellísima aria “Salut! demeure chaste e pure” saldado con buena factura.  El mejor del reparto con mucha diferencia.

   Desde el primer momento, no pareció muy motivada la soprano Marina Rebeka con un relato de Le roi de Thulè poco más que discreto, al igual que el aria de las joyas. Tampoco un anodino “Il ne revient pas” del acto cuarto levantó el vuelo, ni tuvo la necesaria impronta dramática. Hubo que esperar al terceto final para encontrar el mejor momento de la soprano letona, en el que se mostró más intensa y su timbre, no específicamente bello, surgió más suelto y pudieron escucharse sonidos brillantes y percutientes en la franja aguda.

   Muy aburrido, plano, sin carisma ni gancho alguno el Mefistófeles de Luca Pisaroni con su timbre baritonal, más bien gris, falto de redondez, de anchura, sin entidad en el grave, ni pegada alguna en el agudo. Ciertamente, no puede decirse que el italiano cante mal  y bien está no caer en excesos en un papel que puede prestarse a ello, pero resulta imperdonable escuchar una personificación del mal tan plana y comprobar cómo fragmentos tan míticos como la canción del becerro del oro, el arioso “Il était temps!” o la serenata de Mephisto pasan sin pena ni gloria.

   Valentin, hermano de la protagonista, tuvo en el barítono francés Stephane Degout un intérprete idiomático y solvente, pero nada más. La emisión no está liberada, ni atesora la flexibilidad suficiente, además de faltarle clase en el fraseo para resaltar como merecen  fragmentos tan bellos y justamente famosos como el aria “Avant de quitter ces lieux” o la escena de su muerte.  Desenvuelto y bien cantado, aunque un tanto monótono -bien es verdad- y con alguna nota estridente, el Siébel, personaje in travesti, de la mezzo italiana Serena Malfi. Por su parte, Sylvie Brunet-Grupposo, cantante avezada en estos repertorios, dotó de relieve a su Marthe con un material respetable en centro y grave.

   Bien es verdad que más bien vulgar y un tanto tendente al trazo grueso, el israelí Dan Ettinger, al menos, ofreció un discurso musical solvente que garantizó unos mínimos en cuanto a calidad del sonido orquestal, pulso, sentido narrativo y acompañamiento al canto. Eso sí, del colorido, los detalles, los nuances, de la orquestación de Gounod, ni rastro. Desempastado el coro femenino, rotundo el masculino que se mostró apabullante en otro de los archifamosos pasajes de la partitura, el vibrante coro de soldados, especialmente aguerridos en este caso, “Gloire inmortelle de nos aieux”.

   En esta ocasión, el público tuvo el honor de que el propio director artístico del Teatro Real Joan Matabosch firmara, en su habitual artículo del programa de mano, “el libro de instrucciones” del montaje de Alex Ollé (La fura dels baus) en coproducción con la Opera Nacional de Amsterdam. En el mismo se puede leer, que en esta puesta en escena, Fausto “es un científico en un proyecto que trata de construir un cerebro humano, es decir no solo el pensamiento racional, sino y sobre todo, el pensamiento emocional”, nada menos. Además, el público cuenta con otra inestimable “ayuda”, pues la producción nos muestra proyecciones con enormes textos tan sonrojantes como “Margarita la intocable”, “Valentín el perdedor”, “Siebel, el ingenuo”… sin comentarios. Pues bien, como suele pasar en las puestas en escena de La fura, hay ocurrencias, a veces, incluso alguna idea, pero que no se desarrollan y termina quedando todo en la nada, en el clásico “ocurrencias en aluvión”, que conforman un montaje totalmente vacío e insustancial. En este caso, además, ingrato a la vista, mal iluminado y perfectamente encuadrado en ese “feísmo” que parece dominar la actual escena operística. El desfile de mujeres de enormes pechos, rubias y turgentes enfermeras, gamberros en lugar de estudiantes, jugadores de algún conjunto deportivo, soldados sacados del videojuego “Call of duty, modern warfare”, ni escandalizan ni sorprenden hoy día a nadie. Como no lo hace un Mefistófele que pasa de rockero a encarnar a Jesucristo en la escena de la Catedral. Todo ello nada aporta y, simplemente, simboliza la vacuidad de un espectáculo caótico, deslavazado, desnortado, hueco y trivial, además, es preciso insistir, de especialmente ingrato a la vista.

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