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Crítica: David Robertson dirige a la Orquesta de Cadaqués en el ciclo de Ibermúsica

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Autor: Raúl Chamorro Mena
23 de marzo de 2019

Entusiasmo y poder comunicativo

Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 20-III-2019. Auditorio Nacional. Ciclo Ibermúsica. Ad Limine Caelum (Nuria Giménez-Comas), Estreno Mundial, encargo de la Fundación SGAE-AOS. Concierto para piano núm. 1 op. 23 (Piotr Illich Chaikovsky), Dmitry Masleev, piano. Sinfonía núm. 7 (Antonín Dvorák). Orquesta de Cadaqués. Director: David Robertson.

   La orquesta de Cadaqués, habitual del ciclo Ibermúsica, realizaba su segunda comparecencia de esta temporada con un estreno en el programa y bajo la habitual fórmula de acompañar el mismo -como suele ocurrir con cualquier creación contemporánea- de obras y compositores de gran repertorio y que gozan del indiscutible favor del gran público.


   En esta ocasión la joven compositora gerundense Nuria Giménez-Comas, que realiza sus estudios en el IRCAM (Institut de Recherche et Coordination Acustique- ente especializado en la música vanguardista electroacústica-) y que ha recibido diversos premios como el del Concurso internacional Edison-Denisov, presentaba Ad limine Caelum (Hacia el umbral del cielo). La propia autora afirma que su obra contiene imágenes y ritmos de la Misa en si menor de Bach reorquestados utilizando incluso en algún caso, programas informáticos de reorquestación. En esta primera escucha estamos ante la típica obra vanguardista en que lo primordial es la experimentación sonora, la búsqueda de nuevas texturas y tímbricas, con momentos, por ejemplo, en que los contrabajos han de tocar sul ponticello y hasta debajo del mismo. Algo deshilvanado e impersonal resultó el discurso musical en esta primera audición de esta composición. La orquesta de Cadaqués bajo la competente y entusiasta batuta de David Robertson, siempre defensor del repertorio contemporáneo, ofreció una interpretación correcta, pero sin mayor brillo. La autora subió al escenario a recibir los tibios aplausos del público.

   Chaikovski es uno de esos músicos que siempre han gozado del favor del público, lo que le acarrea la animadversión de la intelligentsia y el filosnobismo, pero ni siquiera esas atalayas que pretenden dictar qué compositores y repertorio le han de gustar a uno para que le consideren «melómano respetable, fetén y de postín» pueden poner en duda la genialidad de uno de los grandes compositores de la historia.


   Como indica Cosme Marina en sus notas del programa de mano, el un principio renuente Nikolái Rubinstein y Hans Von Bülow fueron fundamentales en la popularización y difusión del Concierto para piano y orquesta núm 1 de Chaikovsky, que se ha convertido en una piedra miliar, un emblema, en su género y una obra que siempre ha gozado de una inmensa y merecida popularidad. El joven pianista ruso Dmitry Masleev (Ulan Ude, 1988) ganador del Concurso Internacional Chaikovsky de 2015 posee el volumen sonoro y respaldo técnico propios de la gloriosa tradición de la escuela rusa, elementos fundamentales para afrontar con garantía este concierto, pero no únicos ni, por supuesto, suficientes. Desde los primeros acordes, Masleev traspasó sin problemas la barrera orquestal y llenó el auditorio con un sonido potente y voluminoso, pero nada aquilatado, ni calibrado, ni mucho menos refinado, más bien percutiente, borroso y bordeando la estridencia. Ni rastro de dinámicas, de contrastes y, lo más grave, incapaz de construir una frase con sentido musical. Un dibujo deslavazado, en el que el autor siempre usó brocha gorda y nunca cogió el pincel. Ni rastro del lirismo y sentido poético del bellísimo segundo movimiento con un solista concentrado en su sonido apabullante y que fue incapaz de un solo diálogo con la orquesta o solista de la misma. En el último movimiento, virtuosístico y con aires de danza folklórica, el pianista siberiano mostró su capacidad para la digitación vertiginosa, pero sin nitidez, ni, por supuesto, sentido musical, ni expresión alguna, por lo que todo quedó en una vacía e insustancial cascada de notas.

   Robertson, por su parte, sí estuvo pendiente del solista -aunque el mismo se encontraba concentrado en su aparatoso mundo sonoro-y sin poder superar el sonido opaco y débil de la cuerda, el norteamericano firmó un acompañamiento siempre tensionado con ese entusiasmo, fogosidad y comunicatividad que le caracterizan.


   Estrenada en 1885 en el St. James Hall de Londres dirigida por el autor, la Séptima sinfonía de Antonín Dvorák también tuvo en Hans von Bülow, uno de sus principales valedores y difusores. David Robertson con ese entusiasmo, comunicatividad y expresión directa y sincera, tan americanas, ofreció una buena interpretación, bien organizada, equilibrada y con tensión, pero sin exaltación del elemento dramático tan presente en esta composición. El que fue tantos años director titular de la Sinfónica de Saint Louis contaba esta vez con una orquesta de Cadaqués, -una orquesta de cámara ampliada- lejos de sus mejores momentos, ayuna de color y en la que la prestación de maderas y metales se situó por encima de una cuerda más bien apagada, pero la entrega de los músicos fue indiscutible. La versión no pudo presumir de brillantez, pero sí de la suficiente tensión y fuerza expresiva con un Robertson, si se quiere no especialmente elegante, pero siempre extrovertido, cálido y efusivo, con un gesto claro, amplio y expansivo. En esta interpretación tan equlibrada pueden destacarse los dos últimos movimientos, especialmente el Scherzo en el que pudo apreciarse de manera impecable la variedad rítimica de la pieza y la fuerza de la danza bohemia furiant.

   Mientras recibía los aplausos del público, Robertson, que había levantado casi de la mano a los músicos de la orquesta sección por sección, preguntó «¿Postre?» y como la audiencia contestó con un sonoro «Sííí» ofreció como propina el Valse triste de Jean Sibelius.

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