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Crítica: 'Don Carlo' de Verdi en El Escorial

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Autor: Mario Muñoz Carrasco
30 de julio de 2015

EL DON CARLO DE BOADELLA Y BROS

Por Mario Muñoz Carrasco
San Lorenzo de El Escorial. 27/07/15. Teatro-Auditorio del Escorial. Verdi: Don Carlo. Josep Bros (Don Carlo), Virginia Tola (Isabel de Valois), John Relyea (Felipe II), Ángel Òdena (Rodrigo), Ketevan Kemoklidze (Princesa de Éboli), Luiz Ottavio Faria (Gran inquisidor), Simón Orfila (Frate), Sonia de Munck (Tebaldo), Auxiliadora Toledano (Voz del cielo) y Gerardo López (Conde de Lerma). Orquesta y Coro de la Comunidad de Madrid. Dirección musical.: Max Valdés. Dirección escénica: Albert Boadella.

   Partamos de la base de que buscar coherencia histórica en una ópera es, cuando menos, una pretensión insólita. Los códigos internos que maneja el género nos hablan más de las leyes aristotélicas que de los fines didácticos: no se trata de que la trama sea real sino de que lo parezca, de que los aledaños concuerden con el tipo de pincelada del centro del cuadro. Para ello la ópera cuenta con una ventaja sobre el teatro: si la estructura interna se resiente, puede usarse la música como la argamasa íntima que ponga en pie una arquitectura definitiva. El centro de equilibrio de un, por ejemplo, Giulio Cesare in Egitto no van a ser las crónicas de Edward Gibbon sino el sentido último de la seducción. De igual manera, lo que subyace bajo el libreto de Schiller y la música de Verdi en el Don Carlo es más el fatum griego y los distintos fieles de la balanza de la justicia antes que la reivindicación histórico-política. Pretender que la leyenda negra española pase a ser gris perla gracias a un montaje operístico es pedir mucho. O pedir donde no es, para ser más exactos.

   Insólitos o no, esos eran los presupuestos creativos con los que se llevaba a cabo el estreno de Albert Boadella en la dirección de escena operística, con un título ya de por sí complejo. Don Carlo se ha convertido con el tiempo en un puzle irresoluble al que siempre le sobra o le falta alguna pieza, con diferentes versiones y numerosas adaptaciones posibles. En este caso se opta por una distribución inédita marca Boadella, que tiene por objeto no extenderse ni desperdigarse, pero a costa de ciertas lagunas que convierten el comportamiento de algunos personajes (caso de la princesa de Éboli) en puro e incomprensible capricho. Pero lo más importante del montaje es la intencionalidad, el reto de cambiar el sentido del texto sin modificar en modo alguno el libreto. El regista pretende rehacer cada vínculo tomando como base la locura de Don Carlo, un Don Carlo asolado por las taras físicas y por los fantasmas que su propia mente amamanta. El resultado es, aquí sí, muy sugerente, y el dúo de amor de Carlos e Isabel de Valois, por ejemplo, se enriquece al modificar el equilibrio jerárquico entre sus personajes: Carlos siente amor; Isabel, lástima. De igual modo, el vínculo entre Felipe II y su hijo se convierte en más humano. Esta nueva disposición de las fichas en el tablero gigantesco que supone el Don Carlo es tal vez el elemento más conseguido y exitoso del nuevo montaje, si bien en ocasiones se le vean las costuras a tantos retales pespunteados.  

   La escenografía es exigua en exceso, aunque el tipo de maquinaria escénica del Teatro-Auditorio del Escorial no permita muchas alegrías a este respecto: un tablero cuadrangular e inclinado con aspiraciones a ajedrez sobre el que se sitúan elementos simbólicos, unas flores para un jardín o cuatro cadenas para intuir un calabozo. El ingenio funciona en la medida en la que lo hace la música, quedándose corto en el primer acto pero ajustándose a lo requerido en los restantes. El vestuario está cuidado y es respetuoso con la época, aunque un punto aparatoso en el movimiento escénico.

   El pilar sobre el que descansa la mayor parte del peso de este Don Carlo es Josep Bros, en un papel esforzado para un tipo de despliegue vocal que no es el suyo, por mucho que el tenor catalán ponga todo de su parte para remediarlo. Las virtudes del cantante se imponen a sus debilidades, y la colocación de la voz, proyección, volumen y facilidad de agudos se agradecen en un repertorio que a veces adolece de voces bellas y de poco brillo. El tenor dio algunas muestras de fatiga (contando con el ensayo general, la actuación del 27 sería su tercer Don Carlo en cinco días) pero firmó dos muy buenos últimos actos. En lo dramático sorprendió gratamente a pesar de exagerar algunos tics para ilustrar su locura, una práctica común que parece siempre celebrarse como sinónimo de actuación memorable. Virginia Tola ha ido desarrollando su papel de Isabel y ha cortado poco a poco las ataduras que impidieron buena parte de su vuelo lírico en el estreno. Con volumen suficiente y vibrato controlado firmó una preciosa escena de amor final que borró un primer acto más escueto en lo expresivo y con poca capacidad para la emoción o la empatía. También reservó un poco Ketevan Kemoklidze en el papel de princesa de Éboli, de cara a su "O don fatale", resuelto con gran vehemencia pero sin perder el control de la emisión en ningún momento ni dejando que la afinación en el sobreagudo se resintiera.

   John Reylea tenía la complicada tarea de subir a escena un personaje distinto del que escribió Schiller. Había que dejar de lado al maniqueo emperador cruel para dar paso a un rey más cercano a la Ilustración, un protohombre renacentista interesado en el arte, sin excesos religiosos y moralmente íntegro. El bajo canadiense jugó bien con el timbre de su voz, algo gutural, para dar forma a la idea “realista” de Boadella, sin llegar a cambiar del todo la percepción del personaje. Buena sintonía con el chelo de Ella giammai m’amo, tal vez el aria que mejor refleja el tormento interior de cuantas compusiera Verdi. Ángel Ódena no moderó su ímpetu vocal en su recreación de Rodrigo, y su marqués de Posa se quedó en voluntarioso. La ambigüedad de sus palabras en el libreto original permitió matizar el sentido de su vínculo con Don Carlo pasando de la amistad leal a la homosexualidad explícita, en una interpretación que en realidad ya aparece de forma latente desde las primeras versiones del texto. Sin grandes despliegues se desenvolvió el resto del reparto, acompañados por un coro al que le faltó empaque y dramatismo, y una orquesta, la ORCAM, que fue creciendo con el paso de las funciones y los actos. Max Valdés ofreció una versión vitalista y con fuerza suficiente, aunque sin sitio para el detalle.

   El público recibió la ópera con emoción y muchos aplausos, imbuido de ese viejo espejismo que situaba este auditorio cerca de Salzburgo, y que en tiempos hizo acariciar la idea a esta población de tener, aunque discreta, una temporada operística propia. Por ahora habrá que conformarse con este Don Carlo más honesto que deslumbrante.

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