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Crítica: Edita Gruberova es 'Lucrezia Borgia' en Múnich.

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Autor: Alejandro Martínez
21 de julio de 2014

VIEJAS GLORIAS DEPORTIVAS

Por Alejandro Martínez

20/07/2014 Müncher Opernfestspiele: Bayerische Staatsoper. Donizetti: Lucrezia Borgia. Edita Gruberova, Pavol Breslik, Silvia Tro Santafé, John Relyea y otros. Paolo Arrivabeni, dir. musical. Christof Loy, dir. de escena.

   Tiene bemoles, permítanme la expresión, que lo mejor de una Lucrezia Borgia con Gruberova a las alturas de 2014 sea precisamente la susodicha Gruberova. Y es que, con todos sus tics, vicios, amaneramientos y excesos, que no son pocos, la soprano eslovaca es una artista con personalidad, al margen de que podamos o no comprar sus extravagancias. De hecho, Gruberova no resiste a día de hoy la comparación con Devia, mucho más plena de medios e infalible en la técnica. Pero como diría Tosca ante Cavaradossi: “Ecco un artista!”. Lo mismo cabría decir de Nucci, con todas sus demagogias. Podremos comulgar o no con los particulares estilos y viciadas vocalidades de estas "viejas glorias deportivas", pero no se arredran y levantan la temperatura de la sala con su hacer. Todo lo contrario que el resto del reparto y la producción de esta Lucrezia Borgia, como comentaremos después.

   De algún modo Gruberova es ya hoy una caricatura de si misma. Hasta tal punto se ha creído el personaje de única y última diva del belcanto que no consigue despegarse de él, cayendo en un ejercicio un tanto cómico cada vez que sube a un escenario, de un tiempo a esta parte. Estamos ante quien ha sido muy grande en lo suyo, pero con unos medios progresivamente venidos a menos, cosa lógica por otro lado en quien bordea los setenta años de edad.  Lo “suyo”, dicho sea de paso, al menos para quien esto escribe, no es tanto el belcanto con el que se ha anclado a las agendas de los principales teatros durante los últimos veinte años, sino sus maravillosas rendiciones de Strauss y Mozart en sus comienzos, bien registrados por el disco. Su voz, en todo caso, responde todavía hoy en ocasiones con sorprendente solvencia, aunque la emisión es irregular y está ya erosionada en muchas franjas. Así, junto a algunos ataques impecables y espectaculares, con dominio de recursos como la messa di voce o la emisión en pianissimo (gran “Com'è bello!” y logrado crescendo en la larga nota sostenida en el concertante), ofrece otros caídos de afinación o portamentados. La coloratura sigue siendo matemática y precisa en muchos momentos, si bien le deparó algún titubeo al cierre del "Era desso il figlio mio”. Caprichosa de acentos, a su Borgia le falta severidad, antojándose un tanto truculenta en su gesto. Los graves, exagerados de forma cómica, no matizan precisamente un retrato un tanto grotesco de la Borgia.

   En cualquier caso, con todos sus inconvenientes, como decíamos, fue Gruberova lo mejor de una Lucrezia para el olvido. Y es que la producción de Christof Loy, estrenada ya aquí en Múnich en 2009, no es mala; es peor. Manifiesta a todas luces hasta qué punto el director de escena no ha sabido qué hacer con un libreto que le es ajeno. La impresión se redobla leyendo las reflexiones pseudo-intelectuales de Loy en el programa de mano. De Loy, a decir verdad, recordamos pocos trabajos redondos. Recientemente comentábamos su buena presentación para Ariadne auf Naxos y hace unos meses glosamos también su atinado Turco in Italia, pero a la retina nos viene asimismo el agridulce sabor de boca de sus propuestas para Lulu (Teatro Real/Covent Garden), Die Frau ohne Schatten (Salzburgo) o Roberto Devereux (Múnich). Con esta Lucrezia la decepción se redobla. Loy sitúa la acción en un espacio prácticamente vacío (decir de él que es minimalista sería demasiado elogio), enmarcado tan solo por una pared al fondo donde leemos “Lucrezia Borgia” en grandes letras. El coro, reducido primero a un grupo de colegiales o pandilleros, después a un grupo de operarios (para reparar la B de Borgia eliminada por Gennaro) y finalmente disfrazados a la usanza de Asterix y Obelix. El personaje de Gennaro queda completamente desdibujado como un pobre idiota, casi como un enfermo de patología sentimental, mitad outsider, mitad huérfano irredento. Y Don Alfonso queda caricaturizado como un matón de resonancias mafiosas. Un conjunto de caracterizaciones que no conducen a ninguna parte, brillando por su ausencia cualquier dramaturgia mínimamente sostenible. Un trabajo prescindible así por su vacuidad, por su notable desinterés por el libreto y, en suma, por una evidente falta de personalidad.

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   Paolo Arrivabeni sostuvo la batuta con oficio pero sin personalidad, cediendo a tiempos presurosos a menudo hasta el punto de resultar precipitado. Labor de brocha gorda. Cuánto ha caído, dicho sea de paso, la cotización de las batutas de genuina tradición italiana: Arrivabeni, Montanaro, Carignani… Los tres han actuado en esta edición del Festival de Múnich. Rutina y más rutina. Gris panorama. No somos dados a las nostalgias lastimosas, pero qué tiempos aquellos de Molinari-Pradelli, Gavazzeni, Votto, De Fabritiis, Previtali…

   Sobre el resto del reparto vocal convendría correr un tupido velo, a excepción de la siempre musical y plausible Silvia Tro Santafé, aquí en los ropajes de Orsini. Pavol Breslik no fue un Gennaro a la altura. Ofrece en su caso un material demasiado ligero, sin atractivo tímbrico y con una resolución técnica muy cuestionable, coqueteando además con el falsete y empujando la voz conforme ascendía al agudo. En este sentido, mejor que no se incluyera el “T’amo qual s´ama un angelo”, la cabaletta escrita por Donizetti para Nicolai Ivanov en 1840, cuando el título llegó a la Scala, y rescatada por Alfredo Kraus posteriormente. Breslik no la hubiera podido resolver con justicia. Incomprensible a todas luces, en suma, la ovación que recibió por parte del público bávaro. Cuánto nos acordamos en Múnich de Bros y Albelo… Por lo demás, generalmente prescindible la labor del canadiense John Relyea, gruñendo más que cantando la parte de Don Alfonso, de cuyo “Vieni, la mia vendetta…” no ofreció otra cosa que una rendición envarada y verista.

Foto: Wilfried Hösl / Bayerische Staatsoper

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