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Crítica: 'El caballero de la triste figura' de Tomás Marco en los Teatros del Canal de Madrid

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Autor: Arturo Reverter
1 de febrero de 2016

MORIR CUERDO Y VIVIR LOCO

Por Arturo Reverter
Madrid. Teatros del Canal. 30/I/16. El caballero de la triste figura, Tomás Marco. María José Suárez (narradora), Alfredo García (Quijote), Eduardo Santamaría, tenor (Sancho), María Rey-Joly, Emilio Sánchez. 10 & 10 Danza, con coreografía de Mónica Runde. Dirección musical: Manuel Coves. Dirección de escena: Guillermo Heras. Conjunto instrumental de la Orquesta Sinfónica de Madrid. 

   He aquí la última línea del epitafio de Sansón Carrasco a la tumba de Don Quijote, tal y como recoge Cervantes en las últimas líneas de su gran novela sobre el Hidalgo y de la cual ha entresacado Tomás Marco distintos fragmentos para construir el texto de esta ópera corta de cámara, El caballero de la triste figura, un caso insólito por estas tierras. Pocos espectáculos líricos contemporáneos, salidos de la pluma de un compositor español, han podido proclamar tantas representaciones en un espacio de diez años. Desde que se estrenara en Albacete en 2005 la obra se ha exhibido ya en varias ocasiones. No es raro, pues, que ahora, los días 26, 28 y 30 de enero, haya conocido una nueva revisión, esta vez en los Teatros del Canal y en oportuna colaboración con el Teatro Real, que la ha integrado en su actual temporada. La composición fue un encargo de la antigua Sociedad Estatal de Actividades Culturales para conmemorar el cuarto centenario de la muerte de Cervantes.

   La larga trayectoria de Marco, actor de primera línea en las corrientes más vanguardistas de nuestra música, se resume en esta breve ópera, que cuenta alguno de los episodios de la novela –con epicentro en el de la Cueva de Montesinos- desde un lenguaje sencillo y directo, claro y conciso, de muy animada rítmica y de una impronta poética muy cercana; posible en un creador que ha encauzado con sapiencia y concretado con fortuna en los últimos tiempos sus distintas experiencias. La obra, que mantiene el sano equilibrio entre humor y destino que se  refleja en la obra cervantina y reúne aspectos de mimo y de ballet al lado de los puramente vocales, es un espectáculo completo, en un solo trazo.

   El músico madrileño ha sabido nadar con fortuna en aguas procelosas y, a la postre, recoger los resultados de una larga dedicación, en una madurez en la que se está de vuelta de tantas cosas y en la que el trabajo se ofrece ahora más calmo, reposado y ambicioso, en una línea que puede ser habitada por un sincretismo estético de altos vuelos. Marco aplica una óptica de planteamientos inteligibles y notable transparencia orquestal y vocal, plasmados por sendos conjuntos de cámara y un reducido grupo de cantantes, con lo que llega a un territorio que reúne, con orden y disciplina, con fácil inspiración, en una labor de finura indudable, algunas de las líneas maestras que han alimentado sus no muchas pero importantes, en general menos afortunadas, aventuras operísticas: Selene, obra contemplativa y metafórica de 1973; Ojos verdes de luna, poética inmersión en las leyendas becquerianas, y El viaje circular, peripecia en torno al mundo homérico.

   El pequeño y atípico conjunto instrumental viene constituido por dos flautas, dos trombones, dos violines, dos violonchelos, dos percusionistas y un sintetizador de teclado con posibilidad, apunta el autor, de utilizar sampler. A partir de ahí se ha sabido potenciar una tímbrica variada y rica, que diferencia unos episodios de otros con facilidad y donosura. En torno a ese vórtice de la Cueva se agrupan un Prólogo y un Epílogo entre los cuales se imbrican otras seis escenas muy significativas: La vela de armas, Los molinos de viento, Las ovejas, Clavileño, Barataria y El Caballero de la Blanca Luna.

   La facilidad pictórica de Marco queda patente a lo largo de la composición, revestida de una atmósfera cambiante y teatral. Escuchamos una escritura muy gráfica, incluso, en ocasiones, onomatopéyica, como la que envolvía, desde una óptica y técnica bien distintas, al poema sinfónico de Richard Strauss. La música se pliega a la simbólica narración perfectamente y nos abre climas muy puntuales a través de unos pentagramas de indudable eclecticismo en los que no faltan pasajes tonales y que circula a lo largo de una recitativo dramático que no hace ascos a lo francamente melódico. La frescura colorista propia de la pluma del autor combina con figuraciones, rasgos y elementos provenientes de nuestro acervo histórico –he ahí, por ejemplo, ese comienzo tan conectado con El retablo de Falla y la línea vocaltrujamaniana, valga el palabro, de la narradora, en todo caso, ésta más seráfica- o emparentados, sin ir más lejos, con La historia del soldado de Stravinski.

   Pero la paleta de Marco es bastante original y desde el comienzo nos mete de hoz y coz en la acción, subrayada con frecuencia por oportunos ostinatirítmicos y temáticos. El chelo solista está muy presente en numerosas ocasiones y ya a partir del Prólogo; como las variadas percusiones, de las que se hace una verdadera exhibición. Sobre el chelo precisamente canta Dulcínea su suave salmodia inicial, más tarde apoyada en toques tímbricos evanescentes. La Narradora surge de nuevo tras un pasaje agitato y da paso a un sereno coro –formado por ocho féminas- como preludio a la entrada de Don Quijote, en la que interviene de nuevo el chelo solista. Sancho aparece en el episodio de Los molinos mientras el Caballero canta contra las vocalizaciones corales. Los rebaños de ovejas surgen tras un aire procesional y sonoridades de la cuerda grave, dando paso a un pasaje danzable en el que se luce el reducido ballet.

   Los expresivos juegos de las flautas animan el comienzo de Montesinos y refuerzan una animada marcha sustentada por ostinati. En Clavileño se lucen los percusionistas y se administran sabiamente los contratiempos. Tras el expresivo discurso de Don Quijote a Sancho en la apertura de la escena 6, Barataria, surge un aire procesional que combina don hermosas figuraciones de los violines. Enseguida, una marcha grotesca de carácter stravinskiano. Nuevos contratiempos en la plática de Pedro Recio. La caída de Sancho viene acompañada con un dulce dibujo de la flauta. La música fúnebre rodea la escena del duelo, grave y solemne al principio. Los lamentos finales del coro se escuchan también en el grupo instrumental y sirven de eje a las nueve notas en las que monta la repetida y lapidaria frase postrera: Morir cuerdo y vivir loco.

   Tres de los cantantes protagonistas vienen del estreno. Alfredo García tiene ahormada y dominada la parte del Hidalgo. Su voz de barítono lírico, de no gran caudal, casa bien con la línea vocal tan bien trazada por el compositor, generalmente central, con ligeras excursiones a un agudo razonable. Expresivo y medido, temperamental, sin descomponer nunca la casi siempre canónica emisión, hizo resonar su voz con inteligencia. María Rey-Joly estuvo sobrada en sus cinco cometidos, tres de ellos travestidos: Dulcinea, Ventero, Montesinos, Condesa y Pedro Recio. Su voz de lírica, brillante, sonora, fue a veces en exceso agresiva. Se la entendió muy poco. María José Suárez, en la sesión del día 30, anduvo al principio con un molesto roce, que superó luego. Discreta y musical, un poco débil en la zona inferior, supo entonar bastante bien una parte mas difícil de cantar de lo que parece.

   El Sancho Panza de las primeras representaciones, Emilio Sánchez, fue sustituido en esta oportunidad por el también tenor Eduardo Santamaría, bastante más ligero y por ello más apto para caminar por los techos de una tesitura más bien tirante. Le da más flexibilidad al papel, pero no le otorga la cazurronería, la reciedumbre de su colega. Sólo plácemes merece la actuación de la orquestita, con algunas intervenciones solistas de mérito –chelo (Simón Veis), flauta (Piolar Constancio), percusiones (Esaú Borreda, Juan José Rubio)…- y una cohesión sin fisuras, que tocaron, a un lado del amplísimo escenario, bajo el mando seguro, riguroso pero también elástico, de Manuel Coves. Y aplausos para las ocho componentes del coro Intermezzo del Real: Carmen Medrano, María Jesús Gerpe, Laia Prat, Paula Iragorri, Elvia Sánchez, Liliana Rugiero, Lucía Ruiz y Tina Silc. También para su preparador, Miguel Ángel Arqued, ayudante de Andrés Máspero.

   Mónica Runde volvió a mostrar lo pertinente y adaptable de su estilizada coreografía, un elemento más que juega en beneficio de la belleza plástica del espectáculo. Javier Ferrer, Dácil González, Mar López e Inés Narváez son los nombres de los bailarines. Guillermo Heras, ahora con mayor espacio, perfiló aún mejor su dinámica y elegante dirección escénica, de movimientos muy acompasados y armoniosos. La escueta escenografía de Rafael Garrigós y los austeros figurines de Ana Rodrigo, casi todos muy adecuados, excepto el de la Narradora: una túnica y un gorro alto, de extracción oriental. Buen éxito, que quizá hubiera sido mayor si se hubiera podido contar con sobretítulos. El canto es dificultoso de entender, incluso cuando los que lo practican tienen buena dicción.

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