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Crítica: 'El gallo de oro' de Rimsky Korsakov en el Teatro Real, bajo la dirección de Ivor Bolton

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Autor: Raúl Chamorro Mena
2 de junio de 2017

UN CUENTO MORDAZ

   Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 28-5-2017, Teatro Real. El Gallo de oro (Nicolai Rimsky Korsakov). Dmitri Ulyanov (Zar Dodón), Venera Gimadieva (Zarina de Shemajá), Alexander Vinogradov (Gobernador Polkán), Olesya Petrova (Amelfa), Sergei Skorokhodov (Zarevich Guidón), Alexey Lavrov (Zarévich Afrón), Alexander Kravets (El astrólogo), Sara Blanch (El gallo). Coro y Orquesta titulares del Teatro Real. Dirección musical: Ivor Bolton. Dirección de escena: Laurent Pelly.

   Si siempre resulta lamentable que un autor no pueda ver representada su obra en vida, aún lo es más si las razones son la censura de un régimen absolutista filomedieval como era el Zarista, ya por las épocas de la creación de El gallo de oro totalmente desacreditado y en una pendiente que le llevaría a su desaparición. Por si fuera poco, la ópera fue estrenada en 1909, ya fallecido Rimsky Korsakov, y con las modificaciones que él no estuvo dispuesto a aceptar. Hasta para la más torpe de las censuras (todas suelen serlo) era evidente la carga paródica y caústica que contiene este aparentemente inofensivo y divertido cuento, basado en un poema de Alexander Pushkin, así como que el protagonista, el Zar Dodón, era una parodia, toda una incisiva caricatura, del Zar Nicolás II, el último de la dinastía de los Romanov que terminó sus días fusilado –junto a toda la familia Real- en Ekaterimburgo el 17 de julio de 1918 después del triunfo de la revolución bolchevique que derribó el régimen.

   Si bien la producción teatral de Nicolai Rimsky Korsakov fue abundante y alcanzó la cifra de 15 óperas, más allá de algunos fragmentos ninguna de ellas ha conseguido consolidarse en el repertorio fuera de Rusia. La presencia principal de Rimsky en los escenarios operísticos occidentales la constituía su orquestación del Boris Godunov de Mussorgski, fundamental, junto a la encarnación del protagonista por parte del mítico Feodor Chaliapin, para la difusión en Occidente de la referida obra maestra.

   Probablemente sea El gallo de oro la ópera de Rimsky más representada fuera de Rusia favorecida por la popularidad del Himno al sol del segundo acto que ha atraído a muchas famosas sopranos de coloratura (de Lily Pons a Beverly Sills). Una fábula, que nos anuncia el astrólogo antes de alzarse el telón, y que contiene, como ya se ha indicado, una gran carga crítica contra el poder absolutista, caprichoso e indolente, las inútiles guerras que provoca para desastre del pueblo, pero también a la pasividad de este, que se nos presenta sumiso y entregado a diferencia de ese pueblo ruso que toma conciencia política de su situación y de su capacidad para tomar la inicitativa y revertirla, como sucede en la citada Boris Godunov y otras óperas rusas. El protagonista, el Zar Dodón es un personaje ridículo, vago y torpe, tanto como lo son sus fatuos hijos, los dos zarevich que resultan absolutamente patéticos y risibles. En ese sentido la producción de Laurent Pelly los caracteriza impecablemente con un Zar que se pasa todo el primer acto en la cama, símbolo de su holgazanería y apatía. Al igual que Nicolás II llevó a cabo un ataque preventivo frente a Japón (que termino en una derrota rotunda para Rusia en 1905), el Zar Dodón planea uno frente al país vecino. El Zar también es un glotón y un procaz, sueña con bellas mujeres y sólo abandona su modorra para zampar en abundancia. El astrólogo le ha regalado un gallo de oro que velará por el reino y su tranquilidad, le avisará cuando haya peligro. Por tanto, él, sus hijos, los boyardos y el gobernador Polkán, comandante del ejército, otro personaje paródico, pueden estar tranquilos.

   Pero no por mucho tiempo, el gallo avisa, el enemigo ataca y el ejército del Zar es derrotado pereciendo sus propios hijos en la masacre y en el colmo del desastre, el uno a manos del otro. Por tanto, debe abandonar el lecho, endosarse su destartalada armadura y acudir a la batalla. Allí no encontrará al ejército enemigo, sino a la Zarina, una bella mujer que insinuante y sensual danza y baila -en el montaje de Pelly a través del cuerno de la abundancia que simboliza, quizás, esa ambición, capricho y vanidad del necio gobernante-, cautivando con facilidad los instintos sensoriales del Zar Dodón, que casará con ella y se convertirá en un pelele en sus manos, entregando su reino al enemigo sin necesidad de que este le venza en batalla. Todos los muertos anteriores no sirven para nada, el militarismo absurdo se simboliza con ese lecho sostenido sobre un carro de combate en el que la zarina se ha unido al zar, a su vida desganada, vacua y perezosa. Por si fuera poco, el mentecato Rey que había prometido lo que deseara al astrólogo por el gallo de oro, lo mata cuando este le solicita a la Zarina. El gallo responde acabando con la vida del Zar y sobre el escenario vemos los muertos de la masacre que no ha servido para nada, como suele suceder en la vida real. Un montaje, por tanto, apreciable, no especialmente brillante ni con grandes ideas, pero estimable y que acentúa la carga crítica, corrosiva y mordaz de la obra.

   En el terreno musical y después de dos buenas labores en dos obras muy afines como Billy Budd y Rodelinda, regresó la genuina cara de músico escasamente inspirado y plano de Ivor Bolton con una dirección que, efectivamente, obtuvo un buen sonido de la orquesta y no se le puede negar el adjetivo de competente, pero que resultó plúmbea, anodina, sin contrastes, sin atmósferas, definitivamente aburrida. A modo de interludio se interpretó entre los actos segundo y tercero una fantasía de Efrem Zimbalist y Fritz Kreisler sobre motivos de la ópera a cargo del propio Bolton al piano y la concertino invitada Gergana Gergova.

   En el reparto, homogéneo pero nada brillante, destacó Venera Gimadieva en el atractivo papel de Zarina de Shemajá, que desde que aparece en el acto segundo canta unas melodías fascinantes plenas de sensualidad, misterio y tonos orientales. La soprano rusa con un timbre sano, grato y bien emitido delineó con gusto y musicalidad su espléndida escritura vocal, aunque el sobreagudo no está bien resuelto técnicamente, el sonido se estrecha en esa franja, se abre y le falta expansión en esas notas extremas. En el aspecto interpretativo faltó un punto de sensualidad, de carisma, de capacidad de transmitir ese carácter entre seductor y diabólico que contiene el personaje. Rotundo y sonoro, pero monótono tanto en lo vocal como lo interpretativo el Zar Dodón de Dmitri Ulyanov. Alexander Kravets acentúo con intención la parte del astrólogo y lo encarnó de manera creíble en lo interpretativo, pero emitió todos los abundantes sobreagudos de su parte en falsete en este papel que se encuadra en una tradición de la ópera rusa de atribuir a un tenor agudísimo el papel de astrólogo o sabio. Sonidos que corren en sala y poco más ofreció Alexander Vinogradov en su trivial encarnación del voivoda (gobernador militar) Polkán. Más entonada Olesya Petrova como Amelfa, el ama de llaves, con un atractivo y nutrido centro, aunque un tanto justa en la franja grave. Cumplieron Sergei Skorokhodov y Alexey Lavrov como los dos descerebrados hijos del Zar y una mención para el gallo de la joven soprano tarraconense Sara Blanch, que se hizo oir sin problemas desde el interno evidenciando seguridad vocal y musical.

  Una gran oportunidad para ver una ópera de indudable atractivo y tan escasamente programada por estos lares.

Foto: Javier del Real

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