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DIEGO ARES: clavecinista: «Los dedos tienen ante sí una inmensa responsabilidad, pero pueden ser crueles, despistados y perezosos. Disciplinarlos es imprescindible para que obedezcan sumisos nuestra voluntad»

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Autor: Mario Guada
1 de julio de 2019

DIEGO ARES: clavecinista: «Los dedos tienen ante sí una inmensa responsabilidad, pero pueden ser crueles, despistados y perezosos. Disciplinarlos es imprescindible para que obedezcan sumisos nuestra voluntad».

Una entrevista de Mario Guada
Fotografías: François Sechet & K. Mihura [n.º 3].

   A pesar de su juventud, este clavecinista vigués, que muy joven empreendió el viaje de ida en busca de la excelencia en la interpretación de este y otros instumentos del teclado histórico, se encuentra entre la lista de lo más excepcionales intérpretes de clave del presente siglo. Muy centrado desde hace años en el repertorio ibérico para clave del siglo XVIII, su reciente grabación consagrada a las celebérrimas Goldberg Variationen de Bach ha supuesto el espaldarazo definitivo a su carrera. Muy solicito en los mejores escenarios y festivales del mundo, su presencia en España va creciendo de manera notanles en los últios años, aunque sigue siendo escasa con relación al nivel de este extraordinario intérprete, que dice desear regresar a España, aunque no se queja de la vida que lleva en la ciudad suiza de Basel, desde donde nos recibe para habarnos de sus inicios, sus maestros y la impronta que le dejaron, así como del repertorio que interpreta, de sus Goldberg y de su vida fuera de su país natal, entre otros temas...

Usted es de esos clavecinistas de la «vieja escuela», en el sentido de que proviene del mundo del piano, donde comenzó su andadura musical en su Vigo natal, con los profesores Aleksandras Jurgelionis y Aldona Dvarionaitė. ¿Cómo recuerda aquella etapa?

Con enorme cariño y un profundo sentimiento de gratitud. ¡Qué felicidad descubrir la magia de la música con maestros de semejante calibre! Quizá lo crucial fue que desde el primer momento creyeron en mí, o, al menos, así me lo hicieron sentir. No quería defraudarles. Bach, Haydn y Mozart dejaban de ser nombres legendarios para convertirse en amigos íntimos. A día de hoy todavía me admira la inmensa suerte que tuve de comenzar mi camino guiado por manos tan expertas y oídos tan atentos.

¿Cree que en relación con los clavecinistas jóvenes, que se forman prácticamente de forma directa en su instrumento, los que provienen del mundo del piano lo tienen más complicado para adaptarse al clave? ¿O le parece, por el contrario, que es más enriquecedor conocer ambas partes del universo del teclado?

Creo que el contacto con ambos instrumentos es enriquecedor. El piano expone sin compasión, mejor que el clave, las desigualdades de los dedos. Para quien desea perfeccionar la pulsación, esto es una guía preciosa para corregir cualquier irregularidad. Por la misma razón, en los tiempos dorados del clave, muchos pedagogos animaban a todo debutante a usar un instrumento, en este sentido, muy similar al piano: el clavicordio.

Con catorce años llega usted a manos de Pilar Cancio, con quien se introducirá en el estudio del clave. ¿Qué llevó a interesarse por el instrumento al que después le ha dedicado la mayor parte de su carrera?

Su sonoridad me había cautivado ya años antes –no sabría señalar el momento exacto–. Cada vez que lo escuchaba –por radio o por televisión– sentía el deseo de detener el tiempo y poder así prolongar el indescriptible placer que ese sonido me producía. Yo era completamente inconsciente de qué causaba aquel timbre cristalino y tintineante –si es que acaso se trataba de un instrumento real, pues, por aquellos años, los sonidos creados por ordenador estaban a la orden del día–. Teniendo yo unos 9 años, en uno de aquellos conciertos en que los profesores del conservatorio celebraban el día de Sant. Cecilia, un pianito color madera situado sobre el escenario capturó toda mi atención. En cuanto comenzó a sonar reconocí en él el sonido que durante años llevaba anhelando. El «flechazo» fue inmediato. Después del concierto, por una estúpida e incomprensible timidez, no me atreví a hablar con la profesora que lo había tocado. Me contenté con saber que el sonido de mis sueños se producía por medio de un teclado y que el instrumento que lo producía se llamaba «clave». Desde ese día el deseo de ser clavecinista se apoderó de mí para siempre.

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Tras varios años continuando con el estudio del piano en España, con apenas dieciocho años decide trasladarse a Holanda, para formarse en el Real Conservatorio de la Haya y en Ámsterdam con Richard Egarr, uno de sus grandes maestros. ¿Por qué Egarr y no otro, esto es, tenía muy clara la elección del lugar en relación con el maestro o fue un proceso más fortuito?

Yo quería finalizar los estudios de piano y comenzar los de clave. La opción de estudiar en Barcelona me parecía la mejor –donde ya estudiaba mi hermana y, no muy lejos, tengo familiares muy queridos–. Así que mi padre y yo tomamos el legendario «Estrella Galicia» para visitar el conservatorio y participar en sus jornadas de puertas abiertas. Pero la arrogancia y desprecio con la que fuimos tratados por el jefe de estudios nos disgustó tanto que ni siquiera me inscribí en las pruebas de admisión.

Resolví en ir a La Haya, pues tenía muy buena relación con el profesor de clave, a quien, además, admiraba sinceramente. Pero una vez allí me encontré con un problema inesperado: mi nuevo mentor estaba absolutamente convencido de que para ser un buen clavecinista tenía que olvidar todo cuanto había aprendido previamente en el piano. Y habiendo tenido la fortuna de haber contado con grandes maestros de piano, yo no estaba por la labor de aceptar semejante «lavado de cerebro». Fue Pilar Cancio quien, cómplice de mi desazón, me animó a contactar con Richard Egarr. Le llamé por teléfono y fijamos una clase –por entonces, él no trabajaba en ningún conservatorio–. Le llevé dos sonatas de Scarlatti. Su naturalidad con el instrumento y con su literatura me dejó perplejo: el clave, lejos ya de ser aquel «instrumento forense de ciencia musicológica», se convertía en excitante herramienta musical. Desde ese momento supe que por esa vía encontraría la felicidad y podría seguir creciendo como persona y como músico.    

¿Qué se llevó de aquella etapa con el intérprete británico?

Muchas cosas y todas buenas. Lo primero que solía decirme al terminar de tocarle algo era: listen!. Se refería al instrumento, y también a esa voz que todos llevamos dentro. Me insistía en reparar en mi propio sentir, y esto, naturalmente, es algo maravilloso e imprescindible para el desarrollo personal y artístico de cualquier persona.

Todavía le esperarían años de formación de en el extranjero, trasladándose a otro de los centros especializados en música antigua más importantes del mundo, la Schola Cantorum Basiliensis, donde se formó al abrigo de Jörg-Andreas Bötticher y Jesper B. Christensen. Háblenos de aquellos años.

Quizás lo trascendental para mí durante esos años fue el análisis objetivo y crítico de los fundamentos del movimiento que llamamos músicaa antigua. Fundamentos que coinciden con los principios modernistas típicos de los tiempos posteriores a las Guerras Mundiales [geometrismo interpretativo, fobia ante cualquier manifestación de pesadez y confusión entre el texto y su interpretación]: principios que poco o nada tienen que ver con la actitud con la que los intérpretes del pasado compartían la música. Comprendí que las quejas que muchos maestros tenían contra mi manera «romántica» de tocar estaban fundadas, principalmente, en prejuicios. Especialmente fue estudiando las Variaciones Goldberg cuando tuve que emplearme a fondo leyendo, escuchando, observando, comparando y meditando. Cantar o tocar con libertad ya no bastaba: ¡había que justificarlo!

Así me sucedió la anécdota del maestro aquel, que, después de haberme escuchado tocar las Variaciones Goldberg declaró: «si no conociese esta música con anterioridad, nunca la hubiera reconocido». Y yo, con la rebeldía característica de los 22 años que de aquella tenía, no titubeé en defender –muy respetuosamente– mis decisiones interpretativas en detalle, mostrándole su confusión entre el texto musical y el acto de interpretarlo. El maestro quedó sin palabras, no sé si por no encontrar más argumentos a las suyas o por lo inesperado de mi respuesta…

Parece ser que la ciudad suiza le gustó, porque actualmente es su residencia, desde hace algunos años. ¿Qué encuentra allí que le impide regresar a su España natal?

Fueron diversos aspectos: primero fueron las razones personales las que me retuvieron allí. Más adelante vinieron las profesionales.

Mucho se habla del sistema de conjuntos y conciertos de la ciudad suiza, en la que muchos intérpretes logran vivir casi tan solo de tocar en este o aquel conjunto y de iglesia en iglesia. ¿Cómo valora usted la situación profesional allí, dado que conoce la ciudad en profundidad?

Además de la admirable oferta de conciertos que la ciudad propone, mi impresión es que, en Basilea, así como en el resto de Suiza, los músicos profesionales son requeridos muy a menudo, y por razones muy dispares. Ya puede ser para tocar para los presos de una cárcel, acompañar un coro de aficionados en el pueblo más recóndito, o formar –fugazmente– una improvisada orquesta para celebrar una fiesta particular…

¿Nunca ha estado tentado de regresar a España?

¡Todos los días desde que vivo aquí!

Además, ha dedicado y dedica gran parte de tiempo a la docencia, tanto en la Hochschule der Musik, de Trossingen [Alemania], como en poco más de dos meses en la ciudad suiza de Ginebra, en su conservatorio de música. Dado que es buen conocedor de la formación, tanto como alumno como profesor, en países como Holanda y Suiza, ¿qué diferencias cree que existen aún con la formación de música antigua que se ofrece, en ambos sentidos, en España?

No sabría señalar diferencias concretas. Creo que el panorama de la enseñanza de los instrumentos relacionados con la música antigua en España ha cambiado notablemente desde que me fui en 2002 a Holanda. Si el clave, la viola da gamba y la flauta de pico eran instrumentos raras veces representados en los conservatorios españoles a comienzos de este siglo, hoy están ya casi por doquier establecidos, y poco faltará para que al resto de los principales instrumentos de la orquesta del Barroco les pase lo mismo –en muchos centros figuran ya todos ellos–.

Usted es tremendamente conocido y valorado fuera de su país natal, pero aquí, a pesar de que es muy valorado por su trabajo, es poco requerido en los escenarios de los festivales y ciclos habituales cada temporada musical. ¿Cree que el hecho de llevar tantos años fuera de España le ha perjudicado para dicha presencia?

No lo creo, o al menos no tengo esa sensación. A pesar de que mi presencia en España parezca poco frecuente, tengo el orgullo y la alegría de haber ya participado en festivales como el de Santander, la Quincena Musical Donostiarra o el Festival de Granada, así como el haber tocado en salas tan emblemáticas como la del Auditorio Nacional de Madrid o el Palau de la Música en Barcelona. Naturalmente que hay otros lugares y festivales en los que me encantaría tocar, ¡pero aun soy joven! Yo sigo trabajando y aprendiendo, que el camino es largo.

En su discografía hay un espacio muy relevante para la tecla ibérica, con el P. Antonio Soler y Domenico Scarlatti como principales referentes. ¿Qué es lo que tiene ese repertorio que tanto le fascina?

Que mi discografía se centre –de momento– en esos autores tiene dos explicaciones. La primera es una razón logística: durante muchos años estuve recopilando información sobre los instrumentos ibéricos del s. XVIII, y tras visitar colecciones de particulares y de museos, decidí que había que recrear un instrumento español que dispusiese de todo lo necesario para dar vida a la literatura de esa época. Así surgió el clave que se puede escuchar en los tres discos que he dedicado a los autores mencionados. La segunda razón es que, desde muy temprano, convivo con la música de Soler y de Scarlatti. Siento una inexplicable familiaridad con su música.

Es curioso ver como a Soler se le pone poco menos que como un seguidor de Scarlatti, a veces menospreciando el talento real de sus composiciones. ¿Qué opinión le merece?

Soler era un genio… ¡con mucho genio! Basta leer sus defensas a su libro teórico Llave de la Modulación para descubrir un hombre cultivado, ingenioso, y con un fino y a veces irónico sentido del humor. Su música es difícil de calificar pues, como espíritu inquieto, está siempre abierto a las tendencias musicales de su época. Lo esencial en él es la sinceridad: no pretende evocar afectos de manera artificial, eso lo eleva, en mi opinión, por encima de muchos autores de su tiempo.

Sebastián de Albero es otro compositor que permanece, en este caso, a la sombra de los dos anteriores y al que sin duda habría que prestarle más atención, ¿no cree?

No podría estar más de acuerdo. Poco antes de grabar mi disco de Scarlatti [2011] intenté persuadir a la discográfica de que me permitiese cambiar el programa para grabar Albero en su lugar, pero no fue posible. Ojalá algún día tenga la ocasión de cumplir este deseo.

Sin embargo, hacia atrás ha mirado menos –a pesar de que son muchos los que esperan que les dedique más atención a autores como Antonio de Cabezón–. ¿Hay alguna razón concreta para su mayor atención a los autores del XVIII?

En 2008 presenté en el Festival de Música Antigua de Utrecht un programa dedicado exclusivamente a Antonio de Cabezón y sus contemporáneos [Tallis, Cavazzoni, Tomás de Santamaría, Francisco de Soto, Hernando de Cabezón…]. Para prepararme me sumergí en el estudio de la polifonía vocal y en el estudio de la tablatura de teclado. Aquí el intérprete se expone a no pocos enigmas por resolver: desde los ajenos al texto [como posibilidades de ornamentación, de «inegalidades» y de tempo rubato), a los intrínsecos al texto [fallos e imperfecciones de la tablatura y errores en su posterior transcripción a notación moderna]. Estos y otros asuntos de orden organológica me han prevenido a no grabar todavía este importantísimo repertorio –prudencia que no me impide el acercarlo ya al público en concierto–.

Grabar es fijar, establecer; y no permito que la impaciencia me empuje a emprender esta aventura si todavía no me siento preparado. Ojalá, en unos años, consiga ganar la confianza necesaria y encontrar respuesta a tantos asuntos para poder grabar esta música que tanto admiro y que hacía de Antonio de Cabezón aquella joya tan única, valiosa e irrepetible de la corona española.

Su último registro discográfico se ha centrado, nada menos, en las célebres Goldberg Variationen [Aria mit verschiedenen Verænderungen vors Clavicimbal mit 2 Manualen]. Muchos dicen que a Bach hay que llegar con la madurez y tras muchos años bregándose con el resto del repertorio. Sin embargo, usted las grabó con tan solo treinta y tres años. ¿Tuvo vértigo en algún momento cuando se enfrentó a este monumento? ¿Llegó a pensar que quizá se estaba precipitando?

Ya en 2008, el sello Arsis me había ofrecido la posibilidad de sacarlas a la luz en versión de concierto. Pero consideré que el resultado, aceptable en vivo, no era el deseado para un disco. Durante los siguientes diez años seguí enfrentándome a mis prejuicios, temores y limitaciones para sacar lo que en 2018 salió. ¿Vértigo? ¿Precipitación? No estaban en mis planes, pero en cuanto llegué a la sala de grabación no tardaron en manifestarse. Contra todo pronóstico, el lugar elegido no disponía de dispositivos que mantuviesen la humedad constante. Entre que la temperatura exterior era de -2º y que la calefacción de la sala permanecía desconectada durante las noches, el clave a duras penas aguantaba 10 minutos afinado: la tarea de grabar las Goldberg rayó pues en lo imposible. Pero por suerte, el amor por esta música y el deseo por compartirla superaron cualquier obstáculo.

Ciertamente puedo corroborar que se trata de una grabación extraordinaria, al igual que las lecturas en directo que usted ofrece por el mundo. Todavía recuerdo el impacto de su versión en el reciente Festival de Arte Sacro de la Comunidad de Madrid, en abril de 2019. ¿Cuál es su manera de comprender esta obra? ¿Cómo logra que sea una visión tan extremadamente profunda?

La siento como si de un viaje con retorno se tratara. El Aria inicial es como un abrazo [de despedida], y con la variación 1 da comienzo la aventura. Ésta se abre en el mismo punto en el que el abrazo terminó [las primeras notas de la Var. 1 coinciden con las últimas del Aria]. Por esto y porque el paisaje métrico sigue siendo idéntico al del Aria (3/4), no encuentro razones para romper la linealidad natural entre ambos elementos. ¡No hay que impacientarse! El paisaje variará según nos vayamos adentrando en él, reservemos mejor nuestras fuerzas para lo que promete ser un largo e intenso viaje. Habrá romance (Var. 13), pérdida de rumbo (Var. 15), un renacer (Var. 16), una importante y amarga toma de conciencia (Var. 25), y un alegre retorno anunciado por campanas (Var. 28) y trompetas (Var. 29). Y cuando por fin llega el esperado retorno, la familia sale a nuestro encuentro entonando las melodías populares más alegres y que todavía evocan en nuestra fatigada alma los sentimientos más felices (Var. 30 - Quodlibet). Vencidas todas y cada una de las vicisitudes que el viaje presentó, solo queda recogerse ya en el emotivo abrazo del recibimiento (Aria da Capo). Éste consuela y da paz. Bach nos bendice con este abrazo paternal, haciendo de nuestra existencia algo más llevadero y hermoso.

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Su técnica de dedos resulta, además, realmente pulcra. Es de los pocos que no tira de muñeca y que mantiene la mano muy plana a la hora de tocar. ¿Intenta ser muy escrupuloso a la hora de mantener la técnica o se trata de una cuestión de comodidad?

Los dedos tienen ante sí la inmensa responsabilidad de dar voz a cada línea melódica, de dar vida y carácter a cada figura rítmica… pero pueden ser crueles, despistados y perezosos: en cuanto nos descuidamos se comportan de la manera más incoherente. Disciplinarlos es imprescindible para que obedezcan sumisos nuestra voluntad –como caballos que obedecen las órdenes del auriga–. La comodidad es algo secundario. De igual modo que los profesionales del ballet someten sus piernas a duros y continuados ejercicios para ejercitar la flexibilidad, fuerza y elasticidad; así los teclistas desarrollamos nuestros dedos (diminutas piernas que deben realizar la coreografía marcada en la partitura). La maquinaria tiene que perfeccionarse lo más posible para poder servir la música sin restricciones físicas, entregándonos espiritualmente a ella por completo.

A pesar de que el clave le ocupa la mayor parte de su tiempo, no se ha olvidado del piano –ahora más el fortepiano que el instrumento moderno–. ¿Intenta mantenerse activo también en este otro instrumento de tecla?

Aunque mi dedicación al clave sea total, el piano me acompaña a diario. Creo que ambos instrumentos se complementan de un modo maravilloso. Ya sé que muchos clavecinistas evitan –con el pretexto de guardar una presunta «pureza instrumental»– el contacto con el piano; pero desde mi experiencia observo que trabajar la misma obra en los dos instrumentos me ayuda a encontrar soluciones tanto físicas como musicales –para la imaginación es tremendamente estimulante escuchar el mismo mensaje por distintos timbres de voz–.

¿Por qué no ha dado un salto más evidente hacia el mundo del órgano?

Me sentiría desbordado si pretendiese también dominar el universo del órgano. Pero esto no quiere decir que me sea ajeno… ¡lo toco cada semana! Desde los 14 años ya acompañaba con él al coro parroquial, y desde hace casi una década soy organista en varios pueblos suizos. El órgano me fascina: su abrumadora paleta de registros, la magnificencia de sus mixturas, ¡y qué decir de la coordinación que su manejo implica! Me entrego a él con la felicidad de un niño que recibe un juguete nuevo y extraordinario.

¿Qué proyectos futuros ocupan la mente de Diego Ares o espera con mayor ilusión?

A finales de agosto tocaré por primera vez en concierto con mi maestro Richard Egarr. ¡Esto es algo que me hace una ilusión tremenda! También este año concluirá la restauración del clave Pleyel que compré en 2011, que iluminará mi estudio y mi comprensión de la literatura para clave del siglo XX. Y si todo lo permite, el proyecto que no pienso perdonar este verano, ¡es darme un chapuzón, ya sea en el río o en la Ría!

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