Crítica de Raúl Chamorro Mena de la ópera Eugenio Oneguin de Tchaikovsky en el Teatro Real
Kristina Mkhitaryan (Tatiana) y Iurii Samoilov (Eugenio Oneguin), en Eugenio Oneguin del Teatro Real. Foto: Javier del Real / Teatro Real
Oneguin fallido
Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 31-I-2025, Teatro Real. Eugenio Oneguin (Piotr Ilich Tchaikovsky). Iurii Samoilov (Eugenio Oneguin), Kristina Mkhitaryan (Tatiana), Victoria Karkacheva (Olga), Bogdan Volkov (Vladimir Lenski), Maxim Kuzmin-Karavaev (Príncipe Gremin), Elena Zilio (Filipievna), Katarina Dalayman (Madame Larina), Juan Sancho (Monsieur Triquet). Coro y Orquesta titulares del Teatro Real. Dirección musical: Gustavo Gimeno. Dirección de escena: Christof Loy.
Llegaba por primera vez en su historia absoluta al Teatro Real la ópera rusa más emblemática -junto a Boris Godunov- con producción propia e interpretada por los cuerpos estables del Teatro. Efectivamente, la edición de Eugenio Oneguin del año 2010 se ofreció con las huestes del Teatro Bolshoi de Moscú y hay que indicar que, en opinión del que esto firma, ni entonces ni ahora la interpretación de esta obra maestra se ha saldado, tanto en lo vocal como en lo escénico, más allá de una digna mediocridad.
Se ha insistido mucho, incluidos el Sr. Matabosch y el Sr. Loy en sus intervenciones en el programa de sala, en el carácter íntimo de la obra, en unos sentimientos expresados desde la sutileza y el recogimiento, en definitiva, un romanticismo, unas pasiones, reflejadas desde el más hondo y sobrio patetismo, pues Tchaikovsky quería huir de lo que consideraba irritante superficialidad de la Grand Opera, movimiento más influyente en al teatro lírico de la época.
Cierto es, como tampoco se puede negar la existencia de dos escenas de masas, cumpleaños de Tatiana y Fiesta del tercer acto, que se prestan a la espectacularidad y en la que el autor introduce un vals y una polonesa, marca de la casa. Tampoco se puede soslayar el voltaje de ese monumental dúo final.
Victoria Karkacheva (Olga), Iurii Samoilov (Eugenio Oneguin), Bogdan Volkov (Lenski), Kristina Mkhitaryan (Tatiana) y Elena Zilio (Filipievna). Foto: Javier del Real / Teatro Real
Lo que no se justifica es una puesta en escena tan fallida y poco trabajada como la que ha pergeñado Christof Loy, como si en este su segundo acercamiento a Eugenio Oneguin, no encontrara más alicientes ni estímulos en la obra.
Al abrirse el telón, uno aprecia una escenografía, a cargo de Raimund Orfeo Voigt casi igual a la de la reciente Arabella vista en el coliseo de la Plaza de Oriente, producción firmada por el propio Loy. Sin rastro de Rusia, por supuesto. A partir de ahí, la escena discurre de manera convencional, más allá de constantes e injustificados parones y bajadas de telón, con un movimiento escénico eficaz y una caracterización de personajes plausible, pero poco más. Más allá de las lúbricas criadas y algún detalle interesante como el abrazo de Tatiana a Lenski, como símbolo del amor romántico, que ella ha cultivado en sus lecturas y con el que sueña y esperaría recibir de su enamorado. En este caso, Oneguin. Sin embargo, la segunda parte se convierte en un desmadre, con algo tan incomprensible como la presencia en el escenario de Oneguin durante el aria de Lenski «Kuda Kuda», previa al duelo. Por mucho que nos cuenten que esta parte es la expresión de la mente del protagonista, es difícil encontrar un aria más íntima, que esta hermosura de Lenski. En fin, un Oneguin que lleva al duelo como «padrina» a la moza que se ha beneficiado esa misma noche y un Lenski redivivo que baila con los invitados o un Príncipe Gremin, que es un anciano, algo fundamental pues confiere especial valor a la actitud de Tatiana, con la misma edad que el propio protagonista, certifican el caos de la segunda parte de este montaje. Un sinsentido que no es que atente contra la obra, lo hace contra la más somera inteligencia.
Por su parte, Gustavo Gimeno ofreció una dirección musical fundamentada en una base de anodina y plana eficiencia con dos vergencias. Una hacia las caídas de tensión -por ejemplo, el acompañamiento a arias como las de Lenski y Gremin, favorecedor de los cantantes, algo siempre a destacar, pero letárgico y caído- y otra hacia el trazo grueso y vocación ruidosa, de lo que fueron buen ejemplo las escenas de conjunto. A saber, cumpleaños de Tatiana culminado con un estridente y desorganizado concertante y escena de la fiesta del último acto, introducido por una alborotada polonesa. Gimeno tampoco fue capaz de obtener un sonido de calidad a la Sinfónica de Madrid, ni superar su falta de transparencia y de refinamiento tímbrico. Más entonado el coro.
Iurii Samoilov (Eugenio Oneguin) detrás y Bogdan Volkov (Lenski) delante. Foto: Javier del Real / Teatro Real
Un reparto digno y profesional, la mayoría formado por cantantes de escuela eslava, rusos y asimilables, lo cual es, a priori, una baza favorable, por supuesto, sirvió con corrección la hermosa partitura, muestra de la inagotable vena melódica de Tchaikovsky.
La más destacada del elenco fue la soprano rusa Kristina Mkhitaryan, poseedora de un material no particularmente seductor, pero sí bien timbrado, con cierta armadura en el centro y apreciables sonidos en la zona de primer agudo. Sin embargo, en las notas altas extremas el sonido se abre y pierde calidad. Como fraseadora, la Mkhitaryan se mostró correctamente musical, pero sin especial variedad ni acentos, en una caracterización escénica entregada y creíble de la muchacha ensoñadora y reservada, que después de ser rechazada y sermoneada por Oneguin, se convierte en una gran señora, toda una princesa, que reivindica, a pesar de continuar enamorada de él, su rotunda fidelidad a su anciano esposo, a pesar de los requerimientos del protagonista, ahora absolutamente cautivado por Tatiana.
Iurii Samoilov demostró ser un buen actor y caracterizó con acierto el Oneguin chulángano, prepotente y particularmente arrogante y hasta perseguidor de criadas, que plantea el montaje. Este ser de vida regalada, hastiado, aburrido y que trata al prójimo con desprecio, rechaza a la joven Tatiana, que le abre todo su corazón y confiesa sus sentimientos mediante una carta, de forma cruel, pero, innegablemente clara y rotunda, con cierta nobleza, a través de un aria bellísima, que fue delineada con musicalidad por Samoilov con una voz baritonal muy lírica, modesta tímbricamente y corta de extensión. Muy entregado el barítono ucraniano en ese dúo final, hechizado por la Tatiana-Princesa-gran señora, que otrora despreció, pero que, como una roca y con una enorme dignidad proclama que aún le ama, pero que se mantendrá fiel a su anciano marido, ante la desesperación de Oneguin. La felicidad estuvo cerca, pero pasó de largo para siempre.
El tenor en esta ópera canta una partitura de oro, con frases como «Te amo Olga, como sólo un poeta puede hacerlo» y pasajes de una hermosura fascinante, piedra de toque de los grandes tenores rusos de antaño como Dmitri Smirnov, Ivan Kozlovsky o Sergei Lemeshev. El también ucraniano Bogdan Volkov -como siempre la música está por encima de las conflagraciones humanas- compensó su modestia tímbrica con un canto alumbrado por el buen gusto y las apreciables intenciones - pues las medias voces y reguladores atesoraron mejores propósitos que resultados-. Correctamente escanciada resultó esa maravilla que es el aria «Kuda, Kuda», pero faltaron mayores matices, variedad y claroscuros a su fraseo.
Kristina Mkhitaryan (Tatiana). Foto: Javier del Real / Teatro Real
Jovial, apropiadamente coqueta y desenvuelta en escena la Olga de Victoria Karkacheva, más bien insulsa como cantante y con un material sólo de cierto interés en el centro.
Desvaído, muy discreto el Gremin de Maxim Kuzmin-Karavaev lejos de un bajo de verdad, con graves inaudibles, de lo que fue buena muestra la nota final de su espléndida aria del tercer acto. Aire sin sonido.
Destacar como se merece, entre los secundarios, a la ejemplar veterana Elena Zilio, a sus 84 años, que nos volvió a recordar las épocas que las voces estaban colocadas, bien apoyadas y proyectadas. Juan Sancho, con su timbre liviano y filiforme, cantó decorosamente los cuplets del cumpleaños.
Fotos: Javier del Real / Teatro Real
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