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Crítica: Gustavo Dudamel dirige la «Segunda sinfonía» de Mahler en el Teatro Real con la Filarmónica de Múnich

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Autor: Raúl Chamorro Mena
1 de julio de 2019

Del envoltorio y del contenido

Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 28-VI-2019, Teatro Real. Fundación amigos del Teatro Real. Sinfonía nº 2 “Resurrección” (Gustav Mahler). Chen Reiss, soprano, Tamara Mumford, mezzosoprano. Orfeó Català. Coro de cámara del Palau de la música catalana. Orquesta Filarmónica de Munich. Director: Gustavo Dudamel.

   En un regalo y también en todas las manifestaciones de la vida, el envoltorio es muy importante y si es lo suficientemente rutilante puede llegar a tapar un contenido mediocre, vulgar o insustancial. Los dos primeros conciertos organizados por la Fundación amigos Teatro Real gozaban de un brillante envoltorio, pero el contenido no ha estado a la misma altura, si bien es justo subrayar, que el evento que aquí se reseña alcanzó un nivel mucho más alto que el del simulacro ofrecido por el pianista chino Lang Lang el pasado mes de marzo.  

   Esplendor máximo el del envoltorio de este concierto, toda vez que lo protagonizaba una ilustrísima orquesta como es la Filarmónica de Munich y un director musical de gran fuerza mediática y, además, con mucho prestigio como mahleriano, el talentoso venezolano Gustavo Dudamel. La obra a interpretar, grandiosa y monumental, la Segunda sinfonía del genial músico bohemio. Una creación de enormes proporciones, larga duración y que incluye solistas y coro. Recuerdo perfectamente la anterior ocasión que se interpretó la Resurrección de Mahler en el Teatro Real, mayo de 2001. En esa ocasión, curiosamente, el podio lo ocupó Valery Gergiev, actual titular de la Filarmónica de Munich, al frente, en aquella cita, de las huestes del Marinsky de San Petersburgo, que interpretaban la ópera Guerra y paz en el recinto de la Plaza de Oriente. Como solistas Zlata Bulycheva y Anna Netrebko, que, a su vez, encarnó a Natacha en un par de funciones de la referida ópera de Prokofiev, en lo que son sus únicas apariciones hasta la fecha –han transcurrido 18 años- en el escenario del Teatro Real.

   Despojado de su espléndido envoltorio, el contenido del concierto más bien puede considerarse de globalmente decepcionante. Las joyas y los bombones de refinado chocolate estuvieron representados por la Filarmónica de Munich, extraordinaria orquesta, que después de un comienzo titubeante y un tanto desconjuntado, bien es verdad, -incluso volvieron a afinar después del primer movimiento-, acreditó su altísimo nivel destacando una cuerda de ensueño comandada por Lorenz Nasturica-Herschcowici, concertino de la orquesta desde 1992 (todavía con el gran Sergiu Celibidache como titular de la agrupación).


   Magníficas, asimismo, las maderas y apropiadamente brillantes y seguros, los metales. Apreciable también la labor del Orfeó català y el coro de cámara del Palau de la música catalana dirigidos por Simon Halsey, impecables en lo momentos más recogidos y un punto superados por el despliegue y grandiosidad del final, en el que pudo escucharse alguna nota fallida de la sección femenina. El resto del contenido defraudó, especialmente un Dudamel, más bien superficial, anodino y destensionado, muy lejos de transmitir la inmensa trascendencia de esta música. Además, dió la sensación de que el venezolano ha perdido esa frescura, naturalidad y espontaneidad de antaño.

   El primer movimiento resultó un tanto desorganizado y falto de la fuerza dramática correspondiente. En el segundo no se apreció el tremendo contraste con el anterior. Ni la ligereza y carácter danzable del ländler, ni el adecuado pulso rítmico en una ejecución morosa en los tempi que, igualmente, presidió un scherzo falto de sentido del humor y en el que Dudamel, a pesar de algún eficaz rubato y juego de dinámicas, no consiguió crear los clímax buscados, sobre todo, a base de recrearse en la lentitud, en los excesivos silencios, logrando, eso sí, algún clímax sonoro, pero nunca verdadera tensión. Tampoco es que esa ausencia de tensión y de contrastes fuera compensada con una exhibición de tímbricas, sonoridades o paleta de colores, nada de eso, más allá, eso sí, de la impecable ejecución musical por parte de una orquesta magnífica. En el cuarto movimiento, que ya anticipa el grandioso final, la mezzosoprano Tamara Mumford cantó correctamente el lied (con texto del propio Mahler sobre un poema de la colección Lieder aus Des Knaben Wunderhorn) «O Röschen rot!». Una pulcritud canora, que no pudo ocultar que Munford, una mezzo con cierta suficiencia en el grave, carece del sonido de auténtica contralto que pide la parte y no pudo transmitir la carga metafísica del pasaje. En el colosal último movimiento se une la soprano, en esta ocasión la israelí Chen Reiss, dura de emisión y que emitió más de un sonido fijo y de sospechosa afinación.


   No se puede discutir la brillantez con la que Dudamel al frente de la espléndida orquesta y un coro muy implicado y entusiasta rubricó el último movimiento, pero una espectacularidad carente de trascendencia y de exaltación emocional alguna en una obra como esta, resulta insuficiente y superficial. Las dudas sobre el sentido de la vida, el sufrimiento, los temores quedan atrás, triunfa la vida eterna. Uno no llegó a sentir en ningún momento ese dolor de estómago, esa conmoción, que es fundamental, además, en compositores como Mahler que pusieron toda su alma, sus cuitas y sus sentimientos en la música que componían.

   Hizo bien Dudamel en no protagonizar en solitario las ovaciones del público, quedando en segundo plano y compartiéndolas en todo momento con orquesta y solistas.

   Creo justo felicitar a la Fundación de Amigos del Real por la organización de sus dos primeros conciertos, así como desear que la iniciativa continúe las próximas temporadas y que se logre que el contenido se equipare al envoltorio.

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