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[C]rítica: «Il Castello di Kenilworth» de Donizetti en Bérgamo bajo la dirección de Riccardo Frizza

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Autor: Raúl Chamorro Mena
28 de noviembre de 2018

La primera de la «Tetralogía Tudor»

Por Raúl Chamorro Mena
Bergamo. 24-XI-2018. Teatro Sociale. Il Castello di Kenilworth (Gaetano Donizetti). Jessica Pratt (Elisabetta), Carmela Remigio (Amelia Robsart), Xabier Anduaga (Leicester), Stefan Pop (Warney), Dario Russo (Lambourne), Federica Vitali (Fanny). Coro y Orquesta Donizetti Opera. Director musical: Riccardo Frizza. Dirección de escena: María Pilar Pérez Aspa.  

   Cuando uno visita en Bérgamo la casa natal de Gaetano Donizetti en Borgo Canale compuesta por sólo dos estancias (cocina y habitación) y en la que convivió con sus padres y cuatro hermanos, se maravilla de que de esa especie de oscuro sótano surgiera un genio de tal calibre, una figura clave para la evolución de la ópera en general y del melodrama romántico italiano en particular. «Nacqui sotto terra in Borgo Canale»… «presi il volo portando a me stesso or tristo or felice presagio» (fragmentos del célebre párrafo de la carta a su maestro Mayr de fecha 15-7-1843 y que constan reproducidos en una losa de su casa natal).  

   Se suele considerar Anna Bolena (Milán, Teatro Carcano, 1830) como la ópera que consagra a Donizetti, ya con un buen puñado de títulos a sus espaldas, pero en 1829, año del estreno de Elisabetta al castello di Kenilworth (título con el que se presentó la obra en el San Carlo de Nápoles), ya era un músico asentado y en altísima posición, el mejor situado para asumir el trono vacante dejado por el insigne Gioachino Rossini en la ciudad Partenopea, que operísticamente hablando seguía bajo la égida de Domenico Barbaja. Ello lo demuestra, sin ir más lejos, el hecho de que la obra se estrena el día 6 de julio del mencionado año con ocasión de la Gala de celebración del cumpleaños de la reina María Isabel de Borbón. Esta ópera constituye el primer acercamiento de Gaetano Donizetti a la monarquía inglesa que, posteriormente, dará lugar a la llamada «Trilogía Tudor» (Anna Bolena, Maria Stuarda y Roberto Devereux) y, además, será la primera en que caracteriza a la Reina Elisabeth I, la llamada reina virgen, monarca fundamental en la historia de Inglaterra, de la que ya había dejado Gioachino Rossini en la propia Nápoles un primer retrato con su ópera de 1815 Elisabetta regina d’Inghilterra.

    Se interpretó en el Teatro Sociale de Città Alta la versión original de Il Castello di Kenilworth, revisión sobre el autógrafo a cargo de Giovanni Schiavotti, que recupera la distribución vocal tradicional propia del Teatro San Carlo de Napoli (fijada por Rossini y Mayr, entre otros), con el malvado Warney atribuido a un tenor, de tesitura más central, cercana al baritenore, frente al agudo Leicester, estrenado por el mítico Giovanni David, el primer gran tenor agudo de la historia. En la revisión del año siguiente, el papel de Warney pasaría a un barítono, tal y como consta en la grabación tomada en vivo en 1989 en Bergamo protagonizada por Mariella Devia y Denia Mazzola. De esta manera, esa primera oposición entre dos caracteres femeninos dentro del corpus donizettiano, que encontramos en Il Castello –algo que se reproducirá en el futuro en óperas como Anna Bolena, Rosmonda d’Inghilterra o Maria Stuarda y también en alguna otra fuera del catálogo del bergamasco, pero dentro del melodrama italiano, como la Norma de Bellini– se convierte en una interesantísima contraposición paralela, dos sopranos por un lado y dos tenores por el otro. Asimismo, en esta magnífica ópera encontramos ya esa concisión dramática propia del maestro, que crea música y teatro al mismo tiempo y por tanto, escribe para la voz teniendo en cuenta la caracterización de los personajes, la situación dramática de los mismos y sus cuitas, emociones y sentimientos en cada momento del drama. Esa búsqueda de la verdad dramática, que culminaría en la dramaturgia verdiana y de la que nadie puede dudar que la creación donizettiana es la clara antecesora. Con una estructura equilibrada entre los tres actos sustentada en tres grandes dúos y que culmina en el magnífico cuarteto –sin intervención del coro– con el que concluye el acto segundo (en lugar de un gran concertante), una de las gemas de la partitura y plenamente original. La soberana está enamorada de Robert Dudley, conde de Leicester que está casado con Amelia Robsart, pero ambiciona el trono al que puede acceder aprovechando esa atracción que suscita en la Reina. La visita de esta al Castillo de Kenilworth desencadena la trama.

   Esta oposición entre caracteres femeninos estuvo muy bien servida por ambas sopranos protagonistas. Carmela Remigio compuso una Amelia femenina, que sufre sí –pero coloca su dignidad por encima de la sumisión- y se expresa con un canto íntimo a diferencia de Elisabetta, que como soberana se manifiesta de forma pública y exterior con fanfarrias, pompa y música militar, que sugieren tintes masculinos, como expresa Federico Fornoni en su magnífico artículo del libreto-programa o mejor dicho Quaderno della Fondazione Donizetti. Remigio no posee una voz de especial calidad y belleza, pero es una cantante muy sensible y que compensa un registro agudo precario técnicamente con musicalidad e impecable sentido de la línea. Su parte contiene pasajes de canto fiorettato de filiación rossiniana, especialmente en su dúo con Warney del primer acto. Se trata de una agilidad picado-ligada (frente a la coloratura aérea de Elisabetta), que fue bien reproducida por Remigio, que protagonizó, un gran momento de la noche con su tan delicada como emotiva intepretación de la espléndida aria del último acto «Par che mi dica ancora» con acompañamiento de armonico a bicchieri o glassarmonica, que confiere una sensación inmaterial, abstracta, muy apropiada para esta escena de alucinación y con una utilización de tal instrumento más compleja que la prevista para la escena de la locura de Lucia di Lammermoor.

   Por su parte, Jessica Pratt volvió a demostrar ser una de las mejores sopranos belcantistas de la generación actual. Morbidez, control, capacidad para filar y regular el sonido, legato de clase, desahogo en la franja sobreaguda y una notable capacidad para la coloratura aérea. Incluso, frente a su «ausencia» dramática habitual, sacó temperamento en ese magnífico cuarteto con el que Donizetti pone punto final al acto segundo y en el que la reina se siente traicionada y herida en sus sentimientos como mujer. Eso sí, ella es Reina, jefa de Estado, tiene una gran responsabilidad, por lo que no debe caer en una impulsiva venganza fruto de su esfera privada. Por ello, la dignidad y clemencia Real se imponen y en su gran escena final –privilegio de toda primadonna de la época (Adelaida Tosi en el estreno) y en la que la Pratt demostró su destacada capacidad virtuosística– perdona a Leicester y Amelia bendiciendo su amor, mientras castiga solo a los malvados Warney y Lambourne. De esta manera, además de plasmar la dicotomía entre faceta privada y pública de la Reina –mujer y soberana–, Donizetti cumple con la exigencia de final feliz por ser una representación de Gala dedicada a la familia Real. Una constante de la genialidad del bergamasco, asumir unas convenciones, unos compromisos, sin violentarlos, pero adaptándolos y dándoles sentido y coherencia dramático-teatral.

   Después de la buena sensación que me causó este verano en Pesaro con un papel secundario (el tercer tenor de Ricciardo e Zoraide), en esta ocasión ya como protagonista (Leicester), estoy en condiciones de afirmar que el jovencísimo tenor español Xabier Anduaga posee la voz tenoril más bella y de calidad surgida en el panorama operístico de los últimos años. Una maravilla por belleza, esmalte, luminosidad, potencia, penetración tímbrica, squillo… Y sólo con 23 años. Lógicamente el margen de mejora es amplio en cuando a técnica (el ataque a los agudos, que son espléndidos, debe ganar en remate técnico), ductilidad (no abusar del forte), variedad en el fraseo y los acentos. Espero y deseo fervientemente que así sea, porque lo tiene todo para ello: exultante juventud y oro vocal. Tal y como está el panorama empezarán a ofrecerle papeles dramáticos, pero afortunadamente, tiene la cabeza bien amueblada y demuestra fuera del escenario la misma serenidad y aplomo con la que abordó sobre las tablas la empinada tesitura de su papel. El timbre del tenor rumano Stefan Pop no puede presumir de la luz y radiante belleza del de Anduaga, pero no está exento, ni mucho menos de atractivo. Una voz con cuerpo, resonante, que llenó el teatro y fue capaz de hacer justiciar a los ribetes baritonales de su parte, además, de encaramarse con valentía a los puntuales ascensos exigidos. Notable, muy aplaudida, su gran escena con coro del último acto. En el aspecto intepretativo, Pop con sus vibrantes acentos caracterizó impecablemente al pérfido Warney, papel mucho más interesante que el de Leicester. Frente al carácter dubitativo, falso, pero sobre todo ruin y egoísta de este, que es capaz de encerrar y encarcelar a su esposa Amelia ante la visita de la Reina al Castillo, Warney lo tiene claro, quiere aprovechar taimadamente la situación para plasmar su pasión por una Amelia humillada por su marido, pero que reivindica su amor por el mismo con orgullo y nobleza. Correcto, aunque un tanto engolado Dario Russo como el sicario Lambourne e interesante el material mostrado por Federica Vitali como la fiel Fanny.

   Muy en estilo, con articulación italiana genuina, limpieza, ligereza y pulcritud, la dirección musical de Riccardo Frizza, que obtuvo un buen sonido de la orquesta y acompañó apropiadamente al canto en una labor equilibrada, seria y sólida musicalmente, además de bien concertada y con buen pulso narrativo. Bien el coro, entusiasta y flexible y en el que se aprecian muchos cantantes jóvenes.

   Buen debut en la escena operística de la zaragozana María Pilar Pérez Aspa, que presentó un montaje presidido por la inteligencia y la elegancia con una escenografía más bien austera de Angelo Sala y espléndido vestuario de Ursula Patzak. Una producción sensata y mesurada, con algún que otro símbolo -como ese traje suntuoso en que la Reina sólo permanece un breve espacio de tiempo pues su visita al castillo es más bien como mujer enamorada que como monarca- centrada en los personajes y que sirve y respeta a la obra.

   Gran éxito sellado por ese abrazo de las dos sopranos protagonistas ante las ovaciones del público y la lluvia de flores. Un hito más en la trayectoria cada vez más consolidada y ascendente del Festival Donizettiano.

Foto: Facebook Donizetti Opera.

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