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Crítica: «Il re pastore» de Mozart en el Teatro Victoria Eugenia de San Sebastián

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Autor: Raúl Chamorro Mena
28 de junio de 2021
«Il re pastore» de Mozart en San Sebastián

Un logro de Donostia Musika

Por Raúl Chamorro Mena
San Sebastián, 26-VI-2021, Teatro Victoria Eugenia. Il Re Pastore, Kv. 208 (Wolfgang Amadeus Mozart). Arantza Ezenarro (Aminta), Elena Sancho (Elisa), Paula Iragorri (Tamiri), Antoni Lliteres (Alejandro Magno), Imanol Laura (Agenore), Gerardo Quintana (Actor-Narrador). Orquesta Master de Musikene. Dirección musical: José Luis Estellés. Dirección de escena: Guillermo Amaya. 


   Un placer regresar después de tantos años a una ciudad tan bella y especial como es San Sebastián, una sinfonía de colores para la vista y de sabores para el paladar. 

   Un enorme reconocimiento a Donostia Musika por su audacia y determinación al programar, con la pandemia aún vigente y tras tantos meses sin lírica en la ciudad, una de las óperas menos representadas de Mozart, Il re pastore. Estamos ante un encargo del Arzobispo Colloredo a fin de celebrar la visita a Salzburgo del príncipe elector, el Archiduque Maximiliano Francisco. Un Mozart de 19 años se aquieta a las rígidas estructuras y convenciones de la ópera seria con un libreto de una figura fundamental de la misma, Pietro Metastasio. Una sucesión de arias, alternadas por recitativos a la que se suma un dúo y un quinteto final sobre un argumento pastoril, simple, estático, con personajes escasamente desarrollados y en el que lo más relevante dramáticamente es la dicotomía entre amor y deber que debe resolver el protagonista. Efectivamente, Aminta, un humilde pastor que, en realidad, es el heredero del trono de Sidón y que enamorado de Elisa, deberá decidir si asume el trono impulsado y amparado por Alejandro Magno -lo que conlleva boda convenida con la correspondiente princesa- o bien, renunciar y mantener su amor por Elisa. El soberano justo y magnánimo, en perfecta armonía con el espíritu del siglo de las luces, garantiza el final feliz con subida al trono de Aminta y matrimonio con su amada Elisa que reinará junto a él. 

   Un elogio a la dignidad y loable acabado musical de la representación conseguido todo ello con los medios justos, pero con seriedad, entusiasmo y buen hacer. 

   Una inquietud, la que provoca la decisión de eliminar los recitativos -el secco, manteniéndose el stromentato- y sustituirlos por la intervención de un actor que narra la trama entre los números musicales. Ciertamente, la organización ha pensado que sería mucho más digerible y ameno para el público y no se puede negar la eficacia del resultado, gracias también a la buena actuación del actor Gerardo Quintana. Eso sí, todo lo que sea cercenar las obras tal y como las concibieron sus autores acorde a las convenciones de cada época, ya sean diálogos o recitativos, en la confianza de agradar a un público procedente de una sociedad actual amiga de lo rápido, lo fugaz, lo inmediato y poco dado a realizar esfuerzos para adentrarse en cualquier manifestación cultural, produce siempre desazón e intranquilidad. ¿Hasta dónde puede llegarse por este camino? Afortunadamente, en la función que aquí se reseña se mantuvieron todos los números musicales de la ópera y tanto el elenco vocal como la orquesta y dirección musical garantizaron, como ya se ha subrayado, un nivel muy digno. Las tres cantantes femeninas protagonistas, todas donostiarras, asumen la tradición originaria del barroco por la que, en la ópera seria, sólo las voces femeninas y los castrati asumían el carácter de enamorados, al ser las únicas capaces de expresar el sentimiento amoroso con la estilización requerida. 

   En tal sentido, Aminta, que fue asumido en el estreno de 1775 por el castrato Tommaso Consoli, fue interpretado por Arantza Ezenarro que cuenta con un timbre sopranil interesante, de cierta anchura y atractivo esmalte. Además de una buena línea de canto y buscar siempre la intención en su fraseo, Ezenarro acreditó una apreciable agilidad, superando las intrincadas volate de la bellísima aria «Aer tranquillo». Expresiva y bien delineada fue la fabulosa «L’amerò sarò constante», aria más famosa de esta ópera, que cuenta con un riquísimo acompañamiento orquestal en el que destaca el violín obligato, que en esta ocasión, lástima, tuvo escasa dimensión. Por su parte, en el papel de Elisa, Elena Sancho, soprano ligera que ha paseado ya por las tablas del Real y Liceo, mostró material más modesto por volumen y riqueza, pero un canto más estilizado, una línea aún más depurada, que destaca por su delicadeza y refinamiento, además de dominar la coloratura más aérea y mostrarse desahogada en la zona alta con notas afinadísimas, muy limpias y cristalinas. Muy hermoso resultó el dúo de Aminta y Elisa del primer acto en las voces de Sancho y Ezenarro, que firmaron un gran momento de la velada. Por su parte, Paula Iragorri, de canto más plano, cumplió con corrección como la princesa Tamiri que, en principio deberá casarse con el nuevo Rey, pero en realidad, ama a Agenore y es correspondida. Alejandro Magno, el gran conquistador de Macedonia, no encarna a un enamorado, por supuesto, sino que la voz de tenor central, típico del settecento, se pone al servicio del gran soberano, con acentos áulicos y fraseo autoritario. Desde su primer gran aria «Si spande al sole in faccia», el timbre del tenor mallorquín Antoni Lliteres llenó la tan pequeña como coqueta sala del Teatro Victoria Eugenia, aunque los puntuales ascensos demostraron la falta de remate técnico, con ignorancia del pasaje de registro. Igualmente, la agilidad fue trabajosa, aunque Lliteres resultó apropiadamente autoritario con su articulación nítida, bien medida, y sus acentos, que posibilitaron una encarnación creíble del heroico conquistador, icono de la antigüedad. Mayor aroma amateur el que rodeó la prestación del tenor irundarra Imanol Laura, con mucho margen de mejora en cuanto a impostación y compostura de fraseo.

   José Luis Estellés dirigió con suficiente cuidado, musicalidad y brío a una juvenil y voluntariosa orquesta, que no pudo disimular sus carencias en cuanto a transparencia y refinamiento tímbrico, imponiendo a cambio, su entusiasmo y entrega.

   La somera versión semiescenificada firmada por Guillermo Amaya nos retrotrae al estreno de la obra, que se desenvolvió en forma de cantata escénica, con escaso movimiento escénico. Incluso el propio Mozart calificó a la obra de «serenata», seguramente debido a la falta de aparato escénico. La ausencia de las partituras y los pequeños gestos de los cantantes, situados cada uno en su silla con su correspondiente mesa con diversos objetos, además de algunas discretas proyecciones, sortearon la versión concierto. El mayor elemento escénico fue una estatua desmembrada al fondo, que, probablemente, evocaba la antigüedad frente al año 2048 que rezaba en la proyección inicial, la cual fue ensamblada por el actor-narrador Gerardo Quintana como sello del final feliz de la ópera. Al público le gustó mucho la representación y aplaudió generosamente desde unas butacas colocadas con una separación entre las mismas, que garantiza las distancias conforme a los aún vigentes protocolos anti-covid. 

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