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Crítica: Iréne Theorin, la gran triunfadora en el 'Tristán e Isolda' del Teatro del Liceo de Barcelona

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Autor: Raúl Chamorro Mena
6 de diciembre de 2017

"ISOLDE SOY YO"

   Por Raúl Chamorro Mena
Barcelona. 2-XII-2017. Gran Teatro del Liceo. Tristán e Isolda (Richard Wagner). Stefan Vinke (Tristan), Iréne Theorin (Isolde), Albert Dohmen (Marke, Rey de Cornualles), Sarah Connolly (Brangäne), Greer Grimsley (Kurwenal), Francisco Vas (Melot), Germán Olvera (Timonel), Jorge Rodríguez Norton (Pastor y joven marinero). Orquesta y Coro del Gran Teatro del Liceo. Dirección musical: Josep Pons. Dirección de escena: Alex Ollé (La fura dels Baus).

   Se dice que esta fue la frase (“Isolde soy yo”) que Mathilde Wesendonck dijo al ver por primera vez representada Tristan un Isolde, ya fallecido Richard Wagner con el que mantuvo una pasión imposible en la vida real y que estimuló al genio de Leipzig para crear esta glorificación del amor romántico, que sólo puede tener plasmación metafísica en otra dimensión.

   Asimismo, esta frase podría aplicarse a la soprano sueca Iréne Theorin, que después de ser proclamada en su última comparecencia “nuestra nueva reina wagneriana” por el público más apasionado y conocedor del Liceo de Barcelona, probablemente la ciudad más wagneriana de Europa Meridional, completa ya una trayectoria de once años interpretando tan emblemático como exigentísimo papel y resultó ser la clara triunfadora en esta representación de la obra maestra. Efectivamente, estamos ante una wagneriana de raza con acreditadas potencia y resistencia vocal, pero también ductilidad y solidez musical. Centro ancho y carnoso, robustez y plenitud en la zona de paso, agudos bien timbrados, algo abiertos, pero con mordiente. Contrasta, es capaz de recoger la voz y cantar piano (casi todo el dúo del acto segundo), aunque, bien es cierto, que en esos momentos pierde timbre y sonoridad, pero hay que valorar esas intenciones. Además, tiene garra y cierto fascino en escena, con compromiso interpretativo, expresando el orgullo del personaje en el primer acto con esa agitación de la narración y maldición. Esa altivez y odio aparente hacia Tristán, que difícilmente ocultan un profundo enamoramiento que ha surgido en el mismo momento (la orquesta nos lo dice claramente) que el caballero fijó su mirada en ella cuando iba asestarle el golpe mortal y vengar con ello la muerte de Morold. De ahí al éxtasis amoroso del segundo acto para culminar con esa transfiguración de la muerte de amor final. Una referencia, por tanto, la Théorin, en la interpretación de Isolda actualmente, aunque sin llegar a alcanzar ese reinado contemporáneo que dejó la gran Waltraud Meier, a quien el que suscribe pudo ver el papel en tres ocasiones con otras tantas producciones.

   A destacar, asimismo, el Rey Marke del veterano Albert Dohmen que sólo padece en los muy puntuales ascensos a la zona aguda, por cuanto centro y grave aún se mantienen en muy aceptable estado. Magistral su fraseo y acentos, mediante los que puso de relieve esa aflicción dignísima, regia, áulica, de su gran escena del segundo acto, en la que reprocha, desde el dolor más hondo y con la rotundidad de la más alta autoridad moral, la traición que siente por parte de Tristán.

   Cierto es que cuesta soportar un timbre tan feo y una emisión tan extraña como la del tenor Stefan Vinke durante la larga representación, pero hay que reconocer que cubre el expediente dignamente, llegó al final y acabó aceptablemente bien el extenuante acto tercero. Fuera de juego totalmente Sarah Connolly, sorprendente su presencia en un reparto de cantantes Wagnerianos genuinos y avezados (otra cosa sería en un Wagner "experimental" o con inquietudes “historicistas” como aquel Parsifal de Hengelbrock y el Balthasar-Neumann Ensemble en el Teatro Real de Madrid). Estamos ante una destacada cantante en el repertorio fundamentalmente Barroco (en el propio Liceo ha cantado L’Incoronazione di Poppea y Agrippina), pero aquí superada totalmente por el papel, ayuna de volumen y metal, esforzadísima en los ascensos, sin acentos… Deficiente su prestación bajo todo punto de vista.

   El barítono estadounidense Greer Grimsley, con un timbre secote, ingrato, que se clarea de manera inmisericorde en la zona alta, pero sonoro, caracterizó a Kurwenal de forma creíble con entrega y acentos vibrantes, expresando esa fidelidad incondicional hacía su señor. No desaprovechó Francisco Vas las frases de Melot para certificar, una vez más, su calidad como tenor comprimario, mientras que Germán Olvera delineó bien las frases del Timonel, al igual que Jorge Rodríguez Norton, cumplidor como Pastor y joven marinero.

   Lejos de las prestaciones que consiguió en la Elektra del pasado año por estas fechas, el trabajador y minucioso Josep Pons (el que firma nunca se cansará de recordar su enorme trabajo con la Orquesta Nacional de España a la que sacó de una sima insondable) sólo logró organizar dignamente y obtener un trabajo mínimamente coherente, pero las carencias de la orquesta quedaron crudamente al descubierto con un sonido opaco, nebuloso, sin pulimiento tímbrico alguno y una cuerda raquítica, absolutamente indigente para esta obra y este repertorio. Por otro lado, ni rastro de emoción, de tensión, de esa exaltación del amor romántico y de la trascendencia que contiene esta música. Hay que tener en cuenta que Wagner estaba convencido que la música era el único arte capaz de expresar lo trascendente y, en esta ocasión, no debió sentir en el más allá satisfechos sus deseos.

   La producción de Alex Ollé (la Fura), presidida como casi siempre por un elemento gigantesco (en esta ocasión una esfera-luna de varias toneladas de peso que luego sirve para todo) empieza bien con su cubierta de barco, su mar, su noche oscura en la que se asoman tímidamente algunas estrellas y en la que va apareciendo esa Luna monumental (escenografía a cargo de Alfons Flores). Todo ello ambienta bien la narración, además del indudable impacto visual. Según avanza la representación vemos que ya no hay ideas, que el movimiento escénico es cuasi nulo y que los cantantes van a su aire. Un tanto ridícula la lucha al final del acto segundo entre Melot, Marke y Tristán con la escopeta, que al final se dispara y hiere al héroe (no se sabe bien que aporta la presencia del arma de fuego y la ensalada de tiros con la que fallecen Kurwenal y Melot al final de la obra). En definitiva, que sólo queda la esfera, que cambia de posición en los dos últimos actos. Incluso en el segundo acto interfiere en la proyección de las voces haciendo de caja acústica y favoreciendo la proyección vocal cuando cantaban desde lo alto de la escalera. No se puede negar que la esfera  y también las inevitables proyecciones nos ofrecieron algunos momentos visualmente apreciables. Algo es algo.

Foto: A. Bofill

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