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Crítica: Recital de Ivo Pogorelich en el Auditorio Nacional

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Autor: Francisco Zea Vaquero
5 de diciembre de 2020

Pasos en la nieve

Por Francisco Zea Vaquero
Madrid. 2-XII-2020 Auditorio Nacional de Música (sala sinfónica). Fundación Scherzo. Johann Sebastian Bach: Suite Inglesa num 3 en sol menor, BWV 808, Frederich Chopin: Preludio en do sostenido menor, op. 45 & Barcarola en fa sostenido mayor, Op. 60. Maurice Ravel: Gaspard de la nuit. Ivo Pogorelich (Piano).

   Y termina el ciclo de la Fundación Scherzo, Grandes Intérpretes, por este año de locos, tras varias cancelaciones y sustituciones, donde se ha hecho lo imposible para mantener todos los conciertos programados, así como recuperar en el próximo los perdidos en este moribundo 2020. [Esperemos que la organización consiga pronto devolvernos a la flamígera Yuja Wang, recuperando su convocatoria en otra, aun extraordinaria, pese a la densa agenda de la gran pianista]. Pero cerramos con un concierto per se, al que el público amante del instrumento acude y llena la sala simplemente por el hecho de presenciar la fastuosidad del sonido, la técnica inalcanzable, y el puro arte del Piano, aunque sea un reto «entender» en sus enfoques al genio de Belgrado.

   Ivo Pogorelich, personalísimo y excéntrico desde un punto de vista meramente musical, al que he tenido la suerte de escuchar desde su juventud, ha mantenido siempre una fascinante carrera de pianista de concierto. Tanto al principio cuando arrasaba en ventas de discos y agotaba el papel, como cuando sufrió las pleamares de la vida y le alcanzó la tristeza o la pesadumbre [nunca olvidaré una Suite Romeo y Julieta de lacerante belleza a fines de los noventa], o en estos momentos, cuando mantiene inasequible sus tempi extremos, sin importarle alejarse de la ortodoxia estilística, para alcanzar clímax y sonoridades reveladoras, siempre ha sido él mismo e insobornable, sigue su camino, como en su día lo hizo Glenn Gould, marchandose lejos del mundanal ruido. El caso es que el público que viene religiosamente a oírle sigue llenando, incluso en las penosas condiciones de pandemia.


   La sesión comenzó, como siempre, acompañado de su pasa páginas, entrando «el divino» con paso lento y dubitativo, como si no tuviese claro por dónde empezar [paseos alrededor, movimientos de mobiliario y partituras, consejos en voz baja, etc…]. siempre se comenta, que el que peor lo pasa en un concierto de Pogorelich es el que colabora con él. Nunca se sabe lo que va a pasar. A lo mejor eso mantiene la fe del público. Y comienza el concierto tras esta pequeña representación que ya forma parte del rito sacerdotal de entrada. Las obras en atril, tras tantos años de giras, forman parte de la vida del artista, y podría haber sido un recital del pasado siglo o del principio del milenio.

   El pianista, sin atisbo de duda, nos muestra su robusto sonido en una Suite Inglesa que se mueve lenta e inexorablemente ya desde su preludio. En plena Allemande se notaba ya adustez y casi gravedad, que anunciaba la trascendencia de la Sarabande, alma de la obra. Su intensa gradación dinámica para la Courante es pura marca de la casa, e impresiona especialmente en su repetición. Anchura dinámica oceánica, y discurso majestuoso y doliente como dice la tonalidad de sol menor, marcan el movimiento más reflexivo de la Suite. Por momentos, nos recuerda a la última época del mítico Richter, quien le iba a decir a aquel enfant terrible que iba a acabar pisando estos terrenos. Después, esperando recuperarnos en la ligera Gavotte, nos corta el aliento con las disonancias y su tratamiento: el enfoque es único y arriesgado, no hay humor o broma, sino sarcasmo. La Gigue fue una torrentera de sonido enorme, como un cierto cataclismo megalítico, que transforma el ejercicio técnico a una improvisación dramática. En este enfoque de Pogorelich los adornos a veces parecen improvisatorios y desgarbados, y otras son el propio mensaje pleno de emoción. Esta barbaridad, completamente fuera de tempo, se sostiene por la increíble independencia de manos, con el sincero legato y el fraseo inmaculado. El Bach canónico y clavecinístico está a muchas lunas de viaje, pero el pianístico, a veces incalificable, se alza con majestad ante nosotros. El rastro del que se va… y las huellas del legado que va dejando.

   El preludio de Chopin fue el comienzo del siguiente bloque, aunque se podría decir que el concierto se dividió en tres partes por su asombrosa diversidad entre los enfoques dados a los compositores elegidos. Desde las primeras notas ya lo envolvió con cierta niebla debbusysta, pero con tanto significado en cada valor como el de una comprimida pieza de Webern. El inmenso tempo y arco de respiración empleado (casi 10’) le permitió crear un cierto poema, o una suerte de sonata de los sentidos como las que componía Scriabin. Si bien es verdad, que este enfoque le ha acompañado durante toda su carrera, la escala es ahora mucho mayor, convirtiendo las ideas de antaño en gloria interpretativa inimitable hoy. Para este pepito grillo que les cuenta, fue la cima de la velada en términos absolutos.


   Tras este éxtasis sonoro, y a modo de ambigú, hay pequeños mundos de indecisión sobre el escenario, como ejemplo: búsqueda de partituras en el suelo, del movimiento inquieto de la banqueta, o de las miradas de suspense al acompañante colaborador. Pero la simpática disyuntiva se resuelve, y se aborda por fin la Barcarola op. 60. Otro universo sonoro propio, no en el estilo de Chopin, pues más parecía una balada o una fantasía, que rompe la forma descaradamente. Esta interpretación procede de quien está tocando solo en su estudio, en actitud privada, pero suceden cosas tan maravillosas, tan dramáticas desde el punto de vista sonoro que uno dejaría la puerta furtivamente entreabierta para escuchar al que se cree en soledad. Nos desafió con un tempo lento hasta el abandono, transiciones desasosegantes desde la sección central, y acordes megalíticos de extrema y cruda belleza. La coda es enérgica y torturada hasta exprimir todo un gemido del piano en los dos acordes conclusivos, todo ello sin romper una sola nota, naturalmente. Siento repetirme, pero estas cosas sólo pasan en el concierto: la Música es cuando estás.

   El Gaspard de la nuit de Maurice Ravel es una de las obras esenciales del piano del Siglo XX, con algunas de sus compatriotas Debussy o Messiaen, o algunas Albéniz o Bartok, germen de las venideras. Un poema sonoro, cuajado de belleza y hedonismo cromático. En este tríptico pianístico, poco programado en nuestras salas, por su ingente dificultad, el compositor francés justifica todo el despliegue técnico para alcanzar sin paliativos la condición de obra maestra. Y como como se esperaba Pogorelich recoge el guante durante casi treinta y cinco inacabables minutos, poniéndose a la altura creativa esperada. En la Ondine las turbadoras bases rítmicas y los sensuales sonidos llegaron por fin sin otros condicionantes personales. Hubo transparencia absoluta y arrobamiento sonoro, con tensiones perfectas en la respiración, envueltas en la conveniente bruma de los grandes arpegios sin principio ni fin. Cuando es necesario el fortissimo, no importa si la sala está vacía, o llena, pues el maestro conoce la sala y el sonido es siempre perfecto. La Verdad es que se estiraron las líneas del legato hasta casi disolverlo en el lento de la reexposición y coda final, que fue como una oración a la sirena ascendida a deidad en este poema instrumental. Le Gibet, a modo de movimiento lento, tuvo, en el laboratorio de ralentizaciones del pianista, el sello de la supresión temporal, de la estampa que permanece quieta en la memoria, como la Puerta del Vino, o aquellos misteriosos pasos en la nieve, que tan próximos están tonalmente a esta imagen raveliana. Este increíble pasaje se sostiene simplemente por los acordes arracimados en torno al continuo de la fúnebre nota repetida. Una alquimia, un experimento de oscuros pensamientos en la contemplación de algo oneroso, pero atractivo e irresistible ante la mirada. Pogorelich se olvida de si mismo... y de nosotros, claro! El tiempo, como dije, no transcurre, y la tensión no se disipa en momento alguno. Uno trata de respirar despacio para salir de este coma sonoro que nos hechizó. Pasar página y entrar en el virtuosismo de Scarbo equilibraría la obra con el staccato del martilleante bajo y un cambio de clima general. Pero entonces Pogorelich se obstina en su propio tempo, alejado del de la partitura, los valores son demasiado largos y no es suficiente para mantener la tensión; esta vez el experimento falla. El Maestro está decidido a seguir su doctrina porque nos quiere enseñar multitud de cristales de coloridos misteriosos, y catedrales sonoras en la culminación. Gaspard es y será siempre una obra virtuosa, y ahí no puede haber desmayo y pesantez. Tras el réquiem que convoca en la sección central parece que coge fuerzas y recupera el tempo, organizando de nuevo un brutal magma de sonidos en torno al tema central. Las dinámicas inaudibles, y los sonidos líquidos cierran la retadora interpretación de este clásico del piano de siempre.


   El público fue cariñoso y aplaudió durante casi 15 minutos, y hasta se gritaron esos bravos de reconocimiento que ahora nos piden evitar, pero tras una cima artística de esta categoría Pogorelich no consideró añadir nada más. Hace muchos años, en uno de sus conciertos, hubo un chascarrillo de aficionados que rezaba así: «Toca a Brahms como Scarlatti y a Scarlatti como Brahms, pero a la gente le da igual, siempre triunfa». La afición de Madrid siempre le ha consentido mucho, y puede que con motivo. Por otro lado, los entendidos del Piano dirán que no hubo mucho Bach, ni Chopin en sus interpretaciones, pero si hubo mucho piano, de eso estoy seguro.

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