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Opinión: 'El espíritu del jazz'. Por Juan José Silguero

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Autor: Codalario
18 de abril de 2017

El espíritu del jazz

“La diferencia entre la composición y la improvisación es que en la composición dispones de todo el tiempo necesario para decidir qué decir en 15 segundos, mientras que en la improvisación solo tienes 15 segundos”.

                     Steve Lacy

   Por Juan José Silguero
Desde el punto de vista de la interpretación, el jazz se caracteriza por la improvisación. A su vez, la improvisación musical se puede definir como el arte de crear la obra musical en el mismo momento de su ejecución, una creación que, evidentemente, solo es posible mediante el conocimiento y el dominio de una serie de convenciones musicales que le son propias, ya sea en forma de escalas o giros armónicos característicos, como mediante un fraseo, un sentido rítmico y un sonido que hace rápidamente identificables a sus ejecutantes, tal y como a algunas personas se las reconoce enseguida por su voz o sus andares.

   Pero la improvisación no la inventó el jazz… ni mucho menos. Los grandes compositores del pasado también la utilizaron con frecuencia, ya fuese como íntima “divagación” musical, como foco de ideas -tal y como el escritor sabe dejarse llevar por el libre vuelo de su fantasía y utilizarla más tarde-, o, en última instancia, para el simple disfrute del gran público, siempre tan agradecido con aquello que abarca con facilidad.

   Lo que a ninguno de ellos se le ocurrió pensar es que una improvisación musical, por inspirada que fuera, pudiese considerase algún día como arte profundo y trascendente, más allá de su mera distracción…

   Beethoven, por ejemplo, que era un incansable trabajador, despreciaba abiertamente esa forma de expresión musical, y achacaba su encanto a la infantilidad del público, y a su escasa preparación. Por cierto que Beethoven era un magnífico improvisador, tanto que, al llegar a Viena, se hizo famoso mucho antes por sus improvisaciones que por sus composiciones. En cambio, podía tardar más de un año en componer una sonata.

   Este dato resulta particularmente revelador.

   La improvisación jazzística (al igual que cualquier otro tipo de improvisación en realidad) puede llegar a resultar tan encantadora e hipnótica como uno pueda imaginar; urgente, sugerente, sugestiva incluso...

   Pero nada más.

   Pretender considerarla como arte imperecedero solo por lo sofisticado de su expresión y lo espontáneo de su discurso resulta tan miope y absurdo como tratar de establecer el tamaño de una obra literaria por el simple dominio de la palabra del autor o, aún peor, por su conocimiento de la sintaxis.

   La improvisación de jazz, de hecho, no contiene en sí misma mucho mayor valor artístico -entendiendo como tal aquel que incluye trascendencia- que el de una conversación fluida e interesante, esto es, más bien escaso.

   Por un motivo sencillo: la obra de arte perdurable, inmortal, no solo se sustenta en la imaginación y la inspiración espontánea del artista (que también), sino, sobre todo, en su elaboración práctica y especulativa, empírica y filosófica, a lo alto y a lo ancho de la misma podríamos decir, esa que solo es posible mediante una férrea disciplina intelectual, emocional y nerviosa, y que utiliza como material de construcción la intuición artística; la misma, en definitiva, que solo el artista genial es capaz de identificar y de atrapar (algunas veces, no siempre), y llevar a cabo mediante una inversión de tiempo y un esfuerzo extraordinario.

   Pues, si de verdad hay algo que exige ese incognoscible milagro, ese regalo de los dioses, es tiempo. También amor por cierto, y paciencia, y constancia… pero sobre todo tiempo, montañas de tiempo, mucho más allá del simple genio del artista.

   La obra de arte se proyecta hasta cotas mucho más elevadas que las proporcionadas por el mero dominio del medio, el buen gusto, o el discurso ingenioso y encantador.

   “¡Pero el jazz es complejo!” claman otros, “¡difícil de hacer!”.

   En efecto, su lenguaje resulta más elaborado que el de otros tipos de música (lo cual tampoco es para rasgarse las vestiduras, por cierto), pero no es menos cierto que su representación final tampoco se distingue gran cosa, en cuanto a dificultad se refiere, de lo exigido por muchas otras disciplinas, ya sea la del propio lenguaje como la de los números, por poner solo dos ejemplos.

   Pero, incluso aunque así fuese... incluso aunque se tratase del más complejo de los medios, del más intrincado de los lenguajes… ¿Por ser difícil habría de ser grande? Complejidad no significa calidad, no es así como funciona. Y, aunque siempre suceda más o menos lo mismo –aquello que mejor hacemos pretende nuestra vanidad que también sea lo más difícil de hacer–, lo cierto es que no tiene por qué coincidir, ni siquiera en su aspecto formal.

   En cambio, y con sorprendente frecuencia, lo complejo es tomado por lo profundo, del mismo modo que se toman por profundas las aguas revueltas, solo porque en ellas no se alcanza a ver el fondo…

   Se tiene, por ejemplo, y erróneamente, por más inteligente y sagaz al juego del ajedrez que al de las damas (como ya señalara Poe en su día), dada la multiplicidad de sus movimientos y lo intrincado de sus posibilidades. Pero una mayor complejidad no garantiza una mayor penetración; sino más bien al revés. El peligro de perderse entre la madeja de la técnica es mayor cuantos más elementos contiene. Así, el humilde jugador de damas y sus sencillos movimientos, por no depender de lo múltiple sino de la simple y desnuda capacidad de sus facultades imaginativas, se ve obligado a llegar mucho más lejos en su abstracción que el frívolo ajedrecista y la inagotable versatilidad de sus movimientos complejos.

   El valor de la complejidad tampoco tiene demasiado que ver con el de la estética, por cierto, por más que la acomplejada jactancia de tantos creadores pretenda lo contrario... El tortuoso Iago siempre será pobre frente a la belleza modesta y sencilla de la joven Desdémona. La misma creatividad no es más que accesoria, mero material de construcción, por carecer de toda utilidad hasta el preciso momento de su elaboración artística. Y hasta la forma musical se diluye por la propia naturaleza del discurso improvisatorio, dando lugar a obcecaciones o a banalidades, antes que a verdaderas ideas musicales.

   “El demasiado improvisar vacía tontamente la imaginación” decía Víctor Hugo.

   Y tenía razón.

   La palabra, por sí sola, no es arte, por ingeniosa y sofisticada que sea.

   El sonido tampoco.

   La perfección del medio, en definitiva, por elaborado que resulte, no es directamente proporcional a la calidad artística de la obra, a Dios gracias. Muchas de las maravillosas mazurkas de Chopin son de una simplicidad musical desconcertante. En cambio, todas ellas contienen ese sello incomprensible y genial del arte, ese que se manifiesta a través de una voz seductora, secreta, haciendo intuir al oyente la presencia de un paraíso desconocido y cercano… el mismo que se desliza, inexorable, sobre carriles de acero, en línea recta hacia el corazón humano.

   ¿En qué lugar reside ese sello? ¿De qué depende?

   Nadie lo sabe.

   Lo que sí se sabe (al menos los grandes lo han sabido siempre) es que el contenido artístico perturbador e inabarcable, eterno, requiere de un esfuerzo creador mucho mayor que el de la simple inspiración fugaz, por extraordinaria que ésta sea. Cabe recordar, una vez más, que los grandes artistas se han caracterizado siempre y sin excepción por ser también los más grandes trabajadores, por mucho dominio que tuvieran de sus herramientas. La chispa divina existe, por supuesto que existe, tal y como existe la arcilla. Ambas han de ser trabajadas. Pretender situar la interpretación de jazz a la altura de las grandes creaciones por su simple dominio técnico y su creatividad, por su encantadora lírica y sus giros inesperados realmente parece tan pueril y arbitrario como considerar una inspirada y fluida conversación de sobremesa como obra de arte.

   Pero resulta que el jazz se desenvuelve en ese medio que contiene las cosas más exquisitas... ese que es capaz de hacer fascinante hasta el más somero de los discursos. Además, se lleva a cabo con aparente complejidad, sensuales timbres y extravagancias gestuales…

   Su atractivo, aunque solo sea por incomprensión, está garantizado.

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