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Crítica: José Miguel Pérez-Sierra dirige «El barberillo de Lavapiés» de Barbieri en el Teatro de la Zarzuela

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Autor: Raúl Chamorro Mena
2 de abril de 2019

«¡Salud, dinero y bellotas!»

Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 28 y 29-III-2019. Teatro de la Zarzuela. El Barberillo de Lavapiés (Francisco Asenjo Barbieri). Borja Quiza/David Oller (Lamparilla), Cristina Faus/Ana Cristina Marco (Paloma), María Miró/Cristina Toledo (La marquesita del Bierzo), Javier Tomé/Francisco Corujo (Don Luis de Haro), David Sánchez (Don Juan), Abel García (Don Pedro). Coro y orquesta titulares (Orquesta de la Comunidad de Madrid) del Teatro de la Zarzuela. Dirección musical: José Miguel Pérez Sierra. Dirección de escena: Alfredo Sanzol.

   Las famosas palabras con las que se presenta el barbero Lamparilla, plenas de casticismo y gracia popular pueden servir perfectamente para resumir lo visto en este regreso de El barberillo de Lavapiés, obra cumbre con música Francisco Asenjo Barbieri sobre libreto de Luis Mariano de Larra. Salud plena la que goza esta obra maestra de nuestro Teatro lírico Nacional, fruto del genio de uno de los más grandes músicos españoles, el polifacético Barbieri, que como recuerda el profesor Casares Rodicio en su magnífico artículo del programa de mano, es el único músico de la historia de España que entró en la Real Academia de la lengua –tomó posesión de la silla H el día 13 de marzo de 1892 con el discurso titulado La música de la lengua castellana. Una muestra de la vigencia de esta obra maestra es que el público del estreno aplaudió en varias ocasiones los agudos parlamentos de Lamparilla, tan certeros como actuales, pues la crítica social y política que plantean los autores resulta totalmente vigente y así lo percibe el público de hoy. Dinero no se vió mucho, aparentemente, sobre el escenario, ni en el montaje ni en el reparto (si lo comparamos, por ejemplo, con los fastos de la Katiuska que abrió temporada), aunque eso no es condición necesaria para crear un buen espectáculo. Bellotas sin duda dedicadas a los responsables de la puesta en escena, que no tiene absolutamente nada, dejando de lado un vistoso y colorista vestuario, y que basada en un juego de paneles situados al fondo del escenario, lo mismo podría servir para El barberillo, que para La fama del tartanero, El cantar del arriero, Rigoletto, Manon Lescaut, El sobre verde o Las Leandras.


   El maestro Barbieri, figura clave de la zarzuela restaurada decimonónica, logra con esta inmortal creación, una obra encuadrada por estructura y filiación italianizante en dicha zarzuela grande restaurada -en la línea de su estupenda Jugar con fuego (Teatro Circo, 1851)-  pero encauzando esa influencia italiana y haciéndola evolucionar hacia un teatro y una música nacional española con personalidad y sello propio. Al mismo tiempo, El barberillo resulta la raiz del sainete madrileño popular y constumbrista, el  llamado «género chico» que se afirmó en los años 80 y 90 del siglo XIX. Sobre el escenario vemos al Madrid de los barrios populares, el de los majos, los manolos, los chulapos y los chisperos. Barbieri y Larra nos presentan dos parejas de enamorados, una plebeya y otra aristocrática, pero toman claro partido por la primera, formada por el barbero Lamparilla y la costurera Paloma que asumen una música popular, chispeante, que teniendo como origen el género buffo italiano (especialmente Rossiniano -Barbieri era devoto admirador y amigo del cisne de Pesaro-) se expresa mediante las danzas y melodías folklóricas españolas (seguidillas, tirana, zapateado, jota, caleseras…), mientras la pareja noble formada por la marquesita del Bierzo y Don Luis de Haro afrontan una escritura vocal claramente tributaria del gran cantabile italiano con empaque y alto vuelo lírico. La historia de amor de estas dos parejas se ve alterada por la trama política de enredos y conspiraciones, tratada la misma con mucha mofa y sarcasmo.

   Como ya se indicaba más arriba, sorprende que el Teatro de la Zarzuela convocara un reparto, en líneas generales, tan flojo para título tan emblemático. A destacar en la función del estreno del jueves día 28 el Lamparilla de Borja Quiza, de medios vocales modestos, más cercanos a un tenor sin agudos que a un barítono, pero que escénicamente realiza una notable creación. Un Barberillo desenvuelto, desenfadado, que dijo apropiadamente sus diálogos, nada fáciles, muy rápidos y con ese tono popular castizo y presuntuoso propio de los majos. Menos interés tuvo el Lamparilla de David Oller el viernes día 29 que, en cualquier caso y con un sonido también más cercano al de un tenor, aunque se anuncie como barítono, cantó con corrección su parte, pero, a pesar de ser nacido en Madrid, demostró en escena menos verbo y gracejo que el exhibido por Borja Quiza, natural de Ortigueira.


   No parece encontrarse Cristina Faus en su mejor momento vocal, pues no encontró la apropiada impostación en toda la noche escuchándose un sonido sorprendentemente apagado y sin liberar. Su Paloma no pasará a la historia ni en lo vocal ni en lo interpretativo, pero aún así resultó un bálsamo al lado de la ofrecida por Ana Cristina Marco el día 29. La más absoluta desimpostación, línea de canto dislocada y una retahíla de sonidos apoyados en la nada ofreció esta cantante, todo ello con una colocación y modos canoros, que resultan imposibles de asociar al mundo del canto lírico. Mejor nivel el ofrecido por las dos sopranos a cargo del papel de marquesita del Bierzo. En el estreno del día 28, la barcelonesa María Miró lució su interesante voz de soprano lírica con centro carnoso y atractivo tímbricamente. Buena su línea de canto, aunque demostró resultar ajena, de momento, al lenguaje de la zarzuela y, sobretodo, del casticismo del Barberillo, con unos diálogos que sacó adelante con un punto de afectación. Frases de clase y asentada musicalidad escanció, por su parte, Cristina Toledo el viernes 29, que compensaron una voz un punto aniñada y limitada en cuanto a volumen, timbre y proyección. El papel de Don Luis de Haro se debatió entre la envarada monotonía del tenor Javier Tomé que cantó sus notas de manera tan inerte como anónima y un Francisco Corujo, que confirió mucho más intención y acentos a su canto, aunque pareció excesivamente encendido y agitado, como si estuviera continuamente cantando el racconto de la muerte de Vladimiro de Loris Ipanoff en la Fedora de Giordano. Tan resonantes como bastos y de canto rudimentario, ambos bajos, tanto David Sánchez como Abel García.

   El coro no perdió la ocasión de demostrar su afinidad con el género en título tan emblemático, brillando el masculino en el coro de parroquianos del acto segundo y el femenino en el fabuloso coro de costureras del tercero.


   Más bien irregular, además de poco refinada y un tanto deshilvanada, la dirección musical de José Miguel Pérez Sierra. El brioso comienzo fue un buen augurio, así como las seguidillas de Paloma, pero su labor fue languideciendo con dos anodinos tercetos en el primer acto, demostrando, en cualquier caso, cierto pulso y chispa en los fragmentos de raiz popular y, por contra, escasos vuelo lírico y elegancia en los cantabile de clara filiación italiana.

   Brevemente, porque el asunto no da para mucho más, subrayar como se afirma más arriba, que la producción de Alfredo Sanzol no tiene nada y, por tanto resulta inofensiva en su insustancialidad. Como si a uno le regalan una caja vacía, sin bombones, pero con un bello envoltorio, eso sí, que es el atractivo y colorido vestuario de Alejandro Andújar, también responsable de una escenografía casi inexistente basada en unos paneles móviles y que combinada con una exigua dirección escénica sellan lo vacuo del montaje. Aunque, bien es verdad y hay que valorarlo como merece en los tiempos que corren, la obra puede seguirse sin sobresaltos ni dislates.

   Se interpretó la edición crítica de Ramón Sobrino y María Encina Cortizo con algunos cortes en los diálogos, pero manteniéndose los fundamentales.

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