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[C]rítica: Joshua Weilerstein y Christian Tetzlaff en la temporada de la Orquesta y Coro Nacionales de España

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Autor: Raúl Chamorro Mena
5 de marzo de 2019

Sublime Tetzlaff con Ligeti

Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 1-III-2019. Auditorio Nacional. Ciclo Orquesta y coro Nacionales de España. Concert românesc-Concierto rumano (György Ligeti). Concierto para violín y orquesta (György Ligeti), Christian Tetzlaff, violín. Sinfonía núm. 41, K. 551 “Júpiter” (Wolfgang Amadeus Mozart). Orquesta Nacional de España. Director: Joshua Weilerstein.

   Si bien el 15º concierto de la temporada de la Orquesta Nacional de España sufrió algunos cambios -la sustitución de David Afkham y el aplazamiento del estreno de la obra Naufragios de Jesus Rueda- sin embargo, justificó plenamente el título de «Los gozos y las luces» especialmente por la memorable interpretación por parte del violinista alemán Christian Tetzlaff del concierto para violín de György Ligeti (1923-2006), obra cumbre de la música del siglo XX.

   Viena, la inmortal ciudad que sugiere música por los cuatro costados, sería el nexo de unión de los dos compositores protagonistas de este concierto. Por un lado, Ligeti, nacido en Transilvania (Rumanía), que después de su paso por Hungría fue acogido por la capital austríaca y terminó adquiriendo dicha nacionalidad. Sus restos mortales reposan junto a la inigualable galería de grandes compositores (también directores de orquesta y cantantes) en el cementerio central –Zentralfriedhof- de Viena, la misma ciudad donde Mozart se instaló en 1781 y se consagró como músico.


   Christian Tetzlaff trabajó el concierto con el propio Ligeti, aunque no fue el destinatario de la obra, ya que la estrenó en 1992 (versión en cinco movimientos frente a la inicial en tres de 1990; En 1993 se interpretó la versión definitiva después de reorquestarse tercero y cuarto) el también alemán Saschko Gawriloff. La obra es un perfecto ejemplo de la inagotable creatividad del compositor de Le grand macabre que combina su sentido vanguardista, con elementos de la música tradicional (medieval, renacentista…, pero sin olvidar el  romanticismo). Un variadísimo mundo de colores, texturas y tímbricas (la orquestación camerística contiene ocarinas, campanas tubulares, tamtam, gong, látigo, vibráfono, xilófono, marimba… además de un violín y una viola con scordatura), entre los que se esconden aires folklóricos y que pone al límite al solista de violín, que ha de plasmar la desbordante imaginación de Ligeti en un tour de force con momentos lentos y plenos de lirismo, otros vertiginosos, partes agudísimas, largos pasajes con pizzicati, tremendas escalas, episodios de luz que contrastan con otros nebulosos, espectrales. Christian Tetzlaff, que trabajó la obra con el autor, fue capaz de exponer al oyente toda la fascinante variedad de sonidos y tímbricas de la partitura, reuniendo capacidad técnica (imprescindible para abordar esta obra), profundidad musical y sentido expresivo. Realmente impresionante la manera en qué contrastó cada movimiento, cada pasaje, de tan variadísima obra culminando con una cadenza (situada en el último movimiento, Appassionato) absolutamente deslumbrante.

   El violinista hamburgués, además de ser capaz de superar una escritura «cuasimposible» para el violín, logró esa atmósfera de misterio, esa transcendencia que únicamente la gran música puede alcanzar interpretada por los grandes artistas. El propio Tetzlaff anunció la propina, la melodía de la sonata para violín de Bela Bartók, que fue un prodigio de sensibilidad, auténtica poesía con el violín. Lástima, que en plena magia, el clímax del fragmento en su final en pianissimo fuera cruelmente cercenado por el móvil de algún infame. En este momento, me autocensuro para no herir la sensibilidad del lector y no transcribiré lo que en ese momento mi pensamiento deseó al dueño del artefacto. En el panorama actual solo una Patricia Kopatchinskaya, violinista referente en música contemporánea, podría igualar una interpretación como la que aquí se reseña. En apenas dos meses hemos podido asistir en Madrid a dos inolvidables interpretaciones de dos conciertos para violín fundamentales dentro de la música contemporánea. El de Salonen a cargo de Leila Josefowicz (dedicataria de la obra) y el de Ligeti por Christian Tetzlaff, que no lo estrenó, pero lo trabajó con el autor.


   El joven director estadounidense Joshua Weilerstein, que fue el sustituto de David Afkham en el evento, se dirigió al público en un voluntarioso castellano defendiendo con entusiasmo la música de Ligeti, además de calificar su concierto para violín como «pintura con música» y demostró con su estupenda labor, su afinidad con la misma. Transparencia, diáfanas texturas, traducción de la gran variedad rítmica de la pieza  y plena colaboración con el solista la demostrada en el concierto para violín, por lo que se puede afirmar que usó un fino pincel para, en plena comunión con Tetzlaff, perfilar de forma inmejorable esa «pintura con música». Asimismo, magnífico el concierto rumano ofrecido en primer lugar, una obra de la primera época de Ligeti, pero en el que ya demuestra su sentido creativo y originalidad con esa trompa situada en el anfiteatro que dialoga con la que se encuentra en el escenario y el resto de la orquesta. Weilerstein, bailón en el podio, demostró en ambas obras su devoción por la música de Ligeti, expresando toda su riqueza tímbrica con gran claridad de exposición y colorido sonoro al frente de una orquesta nacional impecable.

   En 1788, Mozart conseguía por fin un puesto permanente como compositor de la corte imperial de Viena reemplazando a Gluck fallecido en noviembre del año anterior. En este contexto el genial Salzburgués compuso sus tres últimas sinfonías en 8 semanas, entre ellas la que pone fin a su catálogo sinfónico y que por su carácter triunfal y monumental mereció el apelativo de Júpiter, suprema divinidad de la mitología romana. El responsable del apodo, al parecer, fue el editor alemán Johann P. Solomon.

   Weilerstein planteó una interpretación bien construida, con pulso, ligereza y gran claridad, pero fue de más a menos. Notable resultó el primer movimiento, ágil, brioso y  bien contrastado. Las inspiradas melodías fueron expuestas con claridad y luminosidad, traduciendo bien el tono triunfal y majestuoso. Al sublime segundo movimiento le faltó algo de magia, el tercero resultó un tanto rutinario y al glorioso último, pródigo en recursos contrapuntísticos, le faltó grandeza.

   En resumen, un Mozart de gran pulcritud y brillo, pero un punto deshilvanado y falto de fantasía a cargo de un Joshua Weilerstein, que brilló mucho más en Ligeti demostrando su especial afinidad por la música contemporánea.  

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