CODALARIO, la Revista de Música Clásica
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Crítica: Josu De Solaun en Ferrol

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Autor: Pablo Sánchez Quinteiro
6 de octubre de 2021

«Un discurso musical y humanístico épico que los asistentes difícilmente olvidaremos el resto de nuestras vidas». Crítica del recital de Josu De Solaun en Ferrol, dentro del Festival Internacional de Música Clásica «Ferrol en el Camino».

Josu De Solaun

 Épic

Por Pablo Sánchez Quinteiro | @psanquin
Ferrol, 30-IX-2021. Teatro Jofre. Festival Internacional de Música Clásica «Ferrol en el Camino». Obras de Chopin, Schumann y Liszt.

   Tras ocho atractivos conciertos, el I Festival Internacional de Música Clásica "Ferrol no Camiño” llegaba a su última cita con una brillante propuesta pianística al máximo nivel internacional de la mano de Josu De Solaun. Se notaba en la afluencia y en la expectación del público el altísimo interés que el pianista valenciano ya despierta en cada actuación. Desde hace años Codalario sigue muy de cerca su trayectoria concertística, discográfica e incluso literaria. Personalmente, sólo había podido disfrutar de su vertiente como solista en un Concierto en fa de Gershwin en Bilbao, con la Sinfónica de Galicia, de magnífico recuerdo; pero no había tenido ninguna oportunidad de presenciarlo en un recital. Por lo tanto, máximo interés también por mi parte, y más aún ante un programa que era un alarde de generosidad artística; exigente al máximo de principio a fin.

   Así, la noche se inició con la que para muchos no sólo es una de las piezas más grandes de Frederic Chopin sino también del piano del siglo XIX: la Balada nº 4 op. 52. Sin que se apagasen los aplausos del público De Solaun atacó la breve introducción; una pena, pues no pudimos disfrutar en silencio el mágico juego del crescendo en la mano derecha simultáneo al decrescendo en la izquierda con el que se inicia la obra. Tras él, ya con el público más relajado, disfrutamos del melancólico primer tema. Este estuvo teñido de una sutil ansiedad, acentuada por un fantástico manejo de los contrastes dinámicos. El segundo tema, más ligero, estuvo en manos de De Solaun igualmente teñido de melancolía. Una concepción expresionista, alejada de visiones más complacientes de la obra. Era de esperar que tratándose del preludio de un amplio y exigente programa, De Solaun podría haber abordado la pieza, desde un enfoque expansivo y relajado; sin embargo optó por una visión extrema, llevada a un tiempo muy vivo pero a la vez riquísima en matices dramáticos. Esto se tradujo en una interpretación de poco más de diez minutos de duración, similar en ese aspecto a un Horowitz, y alejada de interpretaciones que superan los doce o trece minutos. Con esa minutación se podría pensar que se limitó a una exhibición de agilidad virtuosística; pero nada más lejos de la realidad, y ahí está la grandeza de este intérprete: fue asombrosa la forma orgánica con la que el discurso musical fluyó en manos de Solaun. En los numerosos clímax intermedios de la obra - mucho más rica en este sentido la cuarta balada que las otras del ciclo- De Solaun extrajo con una increíble facilidad -al menos aparentemente- un sonido poderoso y rotundo, con unos densos acordes que resonaron impactantes en la agradecida acústica del Teatro Jofre. Fueron clímax grandilocuentes, pero en modo alguno precipitados gracias a los incontables matices y a las sutilísimas aceleraciones y deceleraciones que los enriquecían. La vertiginosa coda fue una culminación memorable por la intensidad de sus matices agógicos, pero también por la limpieza y brillantez del sonido desplegado; por ejemplo en los cristalinos tresillos conclusivos de la partitura.

  Tras la Balada, De Solaun abordó un Scherzo de Chopin. Cómo no podía ser menos, al igual que con las Baladas, el más grandioso del ciclo, el Scherzo nº 3 op. 39. Si ya había parecido insuperable la energía exacerbada desplegada en la Balada, esta dio paso en el arranque del Scherzo -igualmente tapado por los aplausos del público- a una interpretación diabólica: rabiosas y demoledoras octavas a un tiempo nuevamente vertiginoso. Risoluto y fortissimo es la indicación de Chopin, que De Solaun, con su capacidad de extraer la máxima sonoridad del piano siguió a la perfección, con limpieza y carácter. El coral central, con sus guirnaldas de arpegios, fue coherente con la sección previa, pues a pesar de su contención, el nerviosismo y la ansiedad flotaba sobre la interpretación. La transfiguración que conduce a la sección final fue milagrosa; se ve que marca de la casa, pues a lo largo de la noche reapareció en no pocas ocasiones la clarividente musicalidad de De Solaun, la cual le permite moldear este tipo de transiciones de una forma reveladora, que arrastra al oyente. Si a esto sumamos una visceral y sobrecogedora sección final y una luminosa transición del modo menor al mayor en la conclusión ¡Qué más se puede pedir! Me gustó especialmente la stretta final que en tantas interpretaciones no llega a ir más allá del efectismo sonoro, y que con De Solaun, uno no sabría describir como lo consigue, pero lo cierto es que la imbuye de un sonido grandilocuente y rotundo que levanta a uno de su asiento. Tanto la Balada como el Scherzo, tal vez no fuesen interpretadas de la forma más idiomática que los chopinianos más acérrimos esperarían, pero fueron desde luego interpretaciones que movieron y conmovieron al público como pocas.

   Por si fuera poco, a continuación De Solaun nos ofreció la evolución lógica del Chopin más demoníaco: el Vals-Mefisto nº 1 de Liszt. Hablar de interpretación frenética se queda corto, -¿Qué Vals Mephisto no lo es?. Sin exagerar un ápice, salvaje sería un término más adecuado. Pero al mismo tiempo fue un alarde de imaginación musical; dando vida a la narrativa de la obra de una forma vívida e impactante. El con brio, el marcatissimo del primer vals y su conclusión, etc. Pasaje a pasaje, todos abrumadores en su impacto sonoro, pero al mismo tiempo en la limpieza de su ejecución. Tras él, el segundo vals, con un meno mosso nada rutinario, evocador, angustioso, rebosante de pathos y una vez más él De Solaun mefistofélico con unas brutales variaciones y una transición al epílogo abrumadora. Todo un alarde de técnica mayúscula, pero en todo momento al servicio de la música, incluso en un tour de forcé como éste.

   La última parte del recital estuvo centrada en Schumann. Su Davidsbündlertänze en CD y sus propias declaraciones muestran la enorme afinidad de De Solaun por la música de Robert Schumann, y efectivamente, tanto el Arabesque como muy especialmente la magistral Sonata nº 1 mostraron su identificación absoluta con la personalidad y la música de Schumann. Su genialidad pianística sin duda encuentra en la dialéctica entre Florestán y Eusebio -ambos proyecciones de la personalidad de Schumann, a los que habría que añadir el menos citado Meister Raro- una narrativa ideal, para crear un mundo sonoro que hipnotiza y atrapa al oyente de principio a fin. Un viaje musical impagable en el que el Arabesque op.18 sí permitió lógicamente un mínimo relax. Aún así, fue llevado a un tiempo vivo, eludiendo la elegancia o coquetería de otras versiones. El carácter que De Solaun imprimió evitó caer en la monotonía de las repeticiones. Los dos episodios estuvieron perfectamente integrados y como regalo, un epílogo de una belleza abrumadora que hizo detenerse el tiempo en el Jofre.

   ¡Y qué decir de la Sonata nº 1! Por no prolongar excesivamente esta reseña, creo que es más que suficiente decir que escuchándola experimenté algo que raramente me había pasado en mi vida; decirme a mi mismo que no podía existir una interpretación mejor de esta música. Todos los elementos citados previamente en el Chopin y en el Liszt de De Solaun se pusieron en la Sonata, tanto técnica como emocionalmente, al servicio de un discurso musical clarividente, coherente y cohesionado, en el que toda la complejidad de la mente multipolar del compositor, con sus luces y sus sombras, sus sueños y sus fracasos, cobró vida en el escenario del Jofre de forma absolutamente milagrosa. Ante el oyente mínimamente informado desfilaron de forma impactante las atribulaciones que rodearon a la composición de la obra: la pérdida de la madre del compositor y la impuesta separación de su amada Clara; la autoconsciencia de su trastorno bipolar, las secuelas de su lesión en el dedo, etc. Pero ¿Y para aquellos que no lo estuviesen? Pues daba exactamente lo mismo porque De Solaun, con su interpretación los introdujo en la esencia de un ser humano, desconocido más allá de su nombre, que vive, sueña, ama, llora y sufre, como cualquier ser humano. En definitiva, consiguió acortar la distancia entre el compositor y el público hasta límites insospechados. No fue una sorpresa que ya sólo tras la brevísima introducción al primer movimiento -el Poco Adagio, declaración de amor de Schumann a Clara- el público arrancase en aplausos; inoportunos, pero más que disculpables ante la carga emocional que desde el escenario emanaba. Por delante todavía nos aguardaba un discurso musical y humanístico épico que los asistentes difícilmente olvidaremos el resto de nuestras vidas.

   Como regalo a los calurosos aplausos del público, Ondine y Feux d’artifice de Debussy, hermosos y ya relajados, fueron la mejor transición a la realidad cotidiana. Sólo resta felicitar al Festival, a su infatigable organizador, Pablo Galdo, y al Concello de Ferrol, haber hecho realidad esta iniciativa y desear que el año próximo vuelva por sus fueros con toda la financiación y el reconocimiento que se merece.

Foto: Fernando Frade

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