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Opinión: 'La programación didáctica del artista'. Por Juan José Silguero

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Autor: Juan José Silguero
25 de mayo de 2017

La Programación Didáctica del Artista

“Mira la luz, y considera su belleza; parpadea, y vuelve a mirar: lo que ahora ves, antes no estaba, y lo que había antes ya no existe".

                     Leonardo da Vinci

   Por Juan José Silguero
Todo cambia, nada permanece. El aforismo de Heráclito “nunca te bañarás dos veces en el mismo río” continúa estando hoy tan en vigor como lo ha estado siempre, y, de hecho, si hay algo que define nuestra sociedad actual es su progresiva aceleración.

   En cambio, y a pesar de la aparente velocidad de todo, hace ya tiempo que nuestro sistema educativo se caracteriza por el estancamiento de sus disciplinas humanistas, el desprestigio de las mismas, e, incluso, la práctica extinción de muchas de sus asignaturas, lo que se pone de manifiesto abiertamente y sin sonrojo alguno con cada nueva reforma educativa; esas que se decretan por ahí arriba… allí donde habitan los que más saben de cultura y de arte, como todo el mundo sabe.

   El caso es que, bien pensado, casi mejor que las quiten; o las sigan marginando. Música, Historia del Arte, Filosofía, más recientemente Literatura Universal… Tal y como las imparten, para que generaciones enteras de alumnos acaben aborreciéndolas, mejor que dejen de hacerlo. Además, va a dar lo mismo, la desconfianza general hacia el sistema es ya de tal magnitud que bastará con que lo hagan para fomentar todo lo contrario.

   Economía…

   El ahorro de hoy es la pobreza de mañana.

   Cuando lo que va rápido es la difusión de la tontería –ya sean los vídeos virales, las estampitas digitales o las reformas educativas–, la velocidad nada tiene que ver con el progreso.

   La televisión, por ejemplo, siempre será reflejo de la cultura de un país. Y ya sabemos todos lo que se emite en España en horario de máxima audiencia.

   No se puede vivir a expensas del Quijote toda la vida.

   Y es que la sociedad de consumo ha terminado desplazando a la "sociedad de valores" por así decir, esa que solo puede provenir de la cultura y la educación, quizás propiciado por esa creciente formación académica en tan dudosas direcciones (y el consecuente obsoletismo de las humanidades, esto es, DEL SER HUMANO), o, quizás, por simple desidia, o incompetencia, lo mismo da. El caso es que esto no sólo supone una pérdida estética, accesoria, sino orgánica, esencial, y se define como una patología, una penosa enfermedad: el extravío de la cultura y la educación supone, necesariamente, el extravío personal y social, el extravío del eslabón y la cadena, y desemboca, pronto, en el abismo moral, la corrupción y el crimen.

   Es el triunfo de lo abominable, ese que siempre acecha al ser humano. Es el triunfo de la maldad.

   Y es por todo esto que el artista y el maestro son a día de hoy más necesarios que nunca, por tratarse, en realidad, de los mayores humanistas de todos, aquellos que portan la linterna (o el foco, según el caso) por delante de los demás, aquellos que, de hecho, deben situarse siempre a la cabeza.

   Pero a día de hoy se ignora al uno y se menosprecia al otro… y no se sabe muy bien qué hacer con ellos. Cada vez se los escucha menos en cualquier caso. Y mientras la mayoría se regodea en su mediocridad en Facebook o persiguiendo pokémons, esa pasta humana, cada vez más ennegrecida por la ignorancia, se hace más y más uniforme. El rebaño es más estúpido que nunca, y se perpetúa a la vertiginosa velocidad de sus redes sociales.

   Esto se acaba. Los malos ganan. Y un espantoso manto de homogeneidad se extiende sobre el mundo del arte, como una agónica mortaja.

   Imaginad un día en el que los que solo saben elaborar informes se atrevan a establecer las pautas de los maestros y los artistas… un día en el que los Einaudis y los Yirumas campen a sus anchas por el mundo y hasta sean respetados, y los James Rodhes se tomen en serio. ¿Por qué no? En un mundo en el que Belén Esteban vende más libros que Vargas Llosa todo es posible. Un día en el que Telecinco se consolide, año tras año, como líder de audiencia, y las máster-class las imparta Mónica Naranjo…

   Señores de los informes, gracias.

   Ese día ha llegado.

   El entramado social, ése que se sustenta y se fundamenta precisamente en la educación, está diseñado para atender a la masa pero no al individuo, y se articula en una escala de titulaciones que poco o nada tiene que ver con ese millón de circunstancias particulares con las que ha de bregar cada alumno en solitario en su día a día, y que es precisamente lo que más influencia tiene sobre las personas. La sociedad, contemplada a vista de pájaro, puede entenderse como una globalidad; pero no así la formación integral del individuo. Y todos sus implicados –padres, profesores, los mismos alumnos cuyo hermetismo les hace adaptarse con facilidad al sistema–, todos aquellos, en suma, que pretenden relegar el grueso de su formación a los estudios formales, no solo obvian la parte más importante de la formación del individuo –que no puede ser otra que su desarrollo humanístico–, sino que, en muchos casos (en los más aplaudidos de hecho) los anteponen, lo que genera un desequilibrio que se manifiesta tarde o temprano y que se traduce, con desmoralizante frecuencia, en unos estudios exitosos y unas vidas fracasadas.

   Así, y por más maquinitas que aparezcan, la proyección individual de cada uno se pierde poco a poco en una trágica y absurda confusión de fines y perfección de medios. Absurda… cuando el precio que hay que pagar por la adquisición de la técnica es la renuncia del talento.

   Vender el coche para comprar la gasolina.

   Humanidad es identidad. Identidad es integridad. Pero esto es algo más que un estado del Whatsapp. En la mayoría de los casos (si no en todos) no viene de serie.

   Se hace preciso construirlos.

   Y esa construcción, esa “creación”, solo puede ser individualizada.

   Pero resulta que, en este preciso lugar, los maestros y los profesores nos encontramos con un inestimable instrumento educativo:

   La Programación Didáctica.

   La Programación Didáctica como paradigma educativo, como único paradigma educativo supone el empleo de un solo molde para todos los alumnos, aún a pesar de su irrisoria previsión de recoger (con toda pulcritud, eso sí) que todo aquello que escape de ese molde –que es todo– se atenderá adecuadamente mediante las pertinentes “adaptaciones curriculares…”.

   Tiene tanto sentido como poner puertas al mar… Ilusión de control. La corriente se abre paso enseguida.

   El artista también.

   La mediocridad, en cambio, parece del todo encantada en ese medio, como era de esperar.

   Nietzsche dijo:

   “Cuánto más poderosa sea una vida influyente y creadora tanto más introducirá la desigualdad de los hombres en su nuevo sistema de valores, tanto más implantará una jerarquía y una nobleza de alma. Y al contrario: cuánto más débil e impotente sea una vida, tanto más intentará rebajar a los únicos, las excepciones, a su ordinariez y a su mediocridad; tanto más verá en la grandeza el crimen contra la igualdad; tanto más querrá vengarse de los hombres de vida poderosa, a quienes todo les ha ido bien. La voluntad de igualdad no es, por tanto, más que la impotente voluntad de poder de los desafortunados”.

   Es cierto que, en un principio, su mera existencia parece apoyarse en una premisa razonable: “Dado que la vida es difícil de prever –parece decir–, dada su naturaleza inaprensible, caótica… tratemos al menos de ser nosotros previsores, predecibles, ordenados, mediante nuestras incólumes programaciones didácticas y nuestros lapidarios decretos”.

   Pero resulta que la propia naturaleza hierática de este principio es lo que más expone a los alumnos –a las personas–, por ser, precisamente, lo que más perjudica el más decisivo de los paradigmas humanos:

   La adaptación.

   Ya no digamos a los artistas.

   Lo que se aprende mediante la propia decisión, mediante la propia convicción, no se olvida nunca, y menos aún cuando uno se equivoca. De hecho, no creo que exista ninguna otra forma de aprender. Pero incluso los alumnos más inflexibles, aquellos que mejor se adaptan a los rigores del sistema educativo, también se sitúan, por ese mismo motivo, en una posición de inferioridad vital. Y ya no se trata de una postura previamente decidida o elegida… Hay personas que son de bambú, y otras que son de piedra. Sino que, incluso “sin serlo” de antemano, cualquiera puede hacerse inflexible sometido a tan rígido yugo durante tantos años, particularmente los más faltos de carácter. El obcecamiento –también el que se inclina hacia el lado de la virtud– no deja de ser un desequilibrio, y degenera en fanatismo o en simple vicio como cualquier otro, al empeñarse en hacer rígido lo que, por naturaleza, no es.

   De ahí parten también ese grueso de alumnos, brillantes estudiantes en un principio, pero que terminan perdiéndose en el camino.

   En este sentido, parece lógico suponer que la atención del profesorado debería dirigirse antes hacia aquello que no funciona bien que hacia eso otro que prácticamente “funciona solo”. Pero resulta que un buen número de profesores (y aún más en el terreno de la música) se muestran mayormente orgullosos de sus alumnos más brillantes, y, por ese motivo, terminan dedicando a éstos la mayor parte de su atención y de sus esfuerzos, cuando debería ser al revés.

   Con pacientes sanos es muy fácil ser médico.

   El alumno, en definitiva, ha de aprender a ser disciplinado, pero también a no serlo. Y es en este último caso donde, en la enseñanza reglada, solo recibe desaprobación, penalización, lo que, a base de desencanto, termina introduciéndolo, a la fuerza, por un aro cada vez más estrecho. Muchos se quedarán atascados en ese aro… y todavía habrá quien se sorprenda al verlos desembocar en ese limbo llamado “fracaso escolar”. Y es que el engaño es de tal magnitud que ha logrado convencer a generaciones enteras de que aquel que no tenga su lugar en la maquinaria general habrá fracasado.

   No puede existir un planteamiento más miope… ni mayor injusticia, ni mayor torpeza que tratar a todos los alumnos por igual, mediante una programación general y un sistema educativo de cemento.

   El alumno talentoso, aquel que posee una mente independiente e imaginativa –y, por eso mismo, naturalmente rebelde–; aquel que quizás no necesita tanto que le sancionen pero sí que le encaucen; aquel que es capaz, en suma, de los más altos vuelos y de las mayores torpezas académicas no puede instalarse en una maquinaria tan burda como una pieza más –pues, de hecho, no lo es–, y, el empecinamiento en que así sea terminará convirtiéndolo, en efecto, en inservible, inútil para la obra común.

   El talento (ya no digamos el genio) es rebelde por una simple cuestión de espacio. La intransigente maquinaria general se le queda pequeña. Desecharlo por ello constituye el mismo contrasentido que desechar el motor de un avión porque no sirve para un coche.

   O peor aún: desmantelarlo.

   Hay piezas que no funcionan del modo esperado, es evidente, fuera y dentro de la maquinaria educativa. Pero, lo que muchas veces sucede, es que se las pretende hacer funcionar en el lugar que no les corresponde. Esas piezas necesitan mucho antes flexibilidad e imaginación que objetivos y contenidos.

   La diversidad de moldes que empleó el Creador en la fisonomía de cada uno es pobre en comparación con la diferencia de entendimiento que puso en ellos.

   La Programación Didáctica no sirve; es inútil. Cada alumno es una Programación Didáctica.

   Confusión de fines y perfección de medios…

   La educación continúa siendo el norte; el maestro la brújula. Pero resulta que ahora se navega con gps.

   Y los ciegos y los sordos se desorientar enseguida.

   El arte sigue siendo la inspiración, el salvavidas… pero ya no aparece en los programas educativos.

   Nada ha cambiado.

   La dignidad del género humano continúa estando en manos de los artistas, como ya advirtiera Schiller hace más de doscientos años…

   Conservadla.

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