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[C]rítica: Juanjo Mena y José Ramón Encinar dirigen el «Réquiem de guerra» de Britten en la temporada de la Orquesta y Coro Nacionales de España

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Autor: Pedro J. Lapeña Rey
28 de diciembre de 2018

Emoción a flor de piel

Por Pedro J. Lapeña Rey
Madrid. Auditorio Nacional. 21-XII-2018. Temporada de abono de la Orquesta y Coro Nacionales de España (OCNE). Escolanía del Real Monasterio de El Escorial. Ricarda Merbeth, soprano; Ian Bostridge, tenor; Matthias Goerne, barítono. Director musical, Juanjo Mena. Director de la orquesta de cámara, José Ramón Encinar. Sinfonía en si menor, D. 759, «Inconclusa» de Franz Schubert. War Requiem (Réquiem de guerra), opus 66 de Benjamin Britten.

   Llegamos al segundo concierto del mini ciclo de tres que Juanjo Mena ha planteado con sinfonías de Franz Schubert y obras de Benjamin Britten. De antemano se erigía sin duda en la cima del mismo porque se interpretaba el Réquiem de guerra del británico, obra de importancia capital en su carrera y de toda la música religiosa del S.XX. De hecho, solo el interés de agruparla en un mini ciclo justifica que no se haya tocado sola –es la primera vez de las cuatro que la he visto previamente en vivo que se toca junto a otra obra– ya que pocos nos acordaremos de la interpretación de la Sinfonía inconclusa de Schubert tras haber vivido la liturgia que significa la monumental obra del Suffolk.


   La primera sorpresa de la tarde vino de las taquillas. El Auditorio Nacional colocó el cartel de «No hay billetes» para el concierto del viernes, y mantuvo buenas entradas el sábado y el domingo, lo que no es habitual cuando se programa música del británico. La importancia de la obra y el tirón de cantantes como Ian Bostridge y Matthias Goerne, ayudó a ello aunque como veremos más tarde, éstos fueron incluso una rémora para el excelente resultado final.

   Benjamin Britten compone el Réquiem de guerra entre 1961 y 1962 para la consagración de la Catedral de San Miguel en Coventry –la antigua catedral fue destruida por bombarderos alemanes el 14 de noviembre de 1940 durante la Segunda Guerra Mundial– el 25 de mayo de 1962. En ella, Britten combina los textos del oficio de difuntos con nueve poemas de Wilfred Owen, poeta inglés muerto en el crepúsculo de la Primera Guerra Mundial. La obra está compuesta para soprano, tenor, barítono, órgano, dos coros –uno de niños– y dos orquestas: una de cámara –un cuarteto de cuerda al que se le suman contrabajo, arpa, flauta, oboe, clarinete, fagot, trompa y una amplia selección de instrumentos de percusión- y otra sinfónica. A lo largo de los seis números, la orquesta sinfónica y la soprano se encargan de las partes en latín, mientras que la de cámara acompaña al tenor y al barítono en los poemas en inglés. Por tanto, vocalmente se necesita una soprano lírica ancha –Britten compuso el papel para Galina Vishnévskaya que fue sustituida en el estreno por Heather Harper dado que las autoridades soviéticas no le facilitaron el visado– o claramente dramática, mientras que las voces masculinas pueden ser bastante más livianas. La parte de tenor es para un ligero –Britten lo compuso para su pareja Peter Pears– y la de barítono para un lírico como Dietrich Fischer-Diskau.


   En la sala de conciertos, es habitual que las orquestas estén juntas, y que el director se encargue de ambas. Aquí se siguieron las indicaciones del compositor y se separaron todos los conjuntos. Juanjo Mena se encargó de la orquesta sinfónica, de la soprano, del coro principal, y –a través de una cámara y una pantalla– del coro de niños que se situó en la galería derecha, mientras que para la parte de cámara recurrió a la siempre atractiva batuta de José Ramón Encinar. El experimento tenía su riesgo, pero la compenetración entre ambos directores fue prácticamente total –solo se cruzaron mínimamente una vez en el Offertorium– y creo que ganamos en todo. El Sr. Mena manejó con soltura y claridad meridiana las masas sinfónico-corales, cuidó cual orfebre la tímbrica tan especial de la obra, y solo echamos en falta  algo más de empuje en el Dies Irae o en el acompañamiento del Agnus Dei. Por su parte, el Sr. Encinar, gran especialista en música contemporánea, desentrañó los múltiples adornos y virguerías que acompañan los versos de Owen, tuvo especial cuidado con dos voces tan pobres como las de los Sres. Bostridge y Goerne, y demostró por tanto lo acertada de la apuesta en desdoblar las direcciones. El Coro volvió a deleitarnos con el gran nivel que mantiene últimamente, y no pararíamos de mencionar momentos excelentes tanto en el monumental Dies Irae, en el delicioso Benedictus, en el majestuoso acompañamiento al tenor en el Agnus Dei, o en el imponente Libera me final.


   Para la ocasión, la ONE reclutó un trío canoro de campanillas. Tanto el tenor británico Ian Bostridge como el barítono alemán Matthias Goerne, tienen una legión de infatigables seguidores, que alaban sin parar su supuesto talento, su variado fraseo y su capacidad para emocionar y llegar al corazón de sus fans. Sin embargo, son dos cantantes de voces problemáticas. La voz de Ian Bostridge es completamente blanca, sin el menor brillo ni el menor esmalte. Su fraseo es sensible y ajustado al texto, pero es muy difícil creerse a un tenor con una voz así. La de Peter Pears, con quien a veces se le compara, era pequeña y no era un prodigio de armónicos, pero sonaba a tenor. No es el caso con Bostridge, y momentos como el idílico dúo del Offertorium en que entre sonidos del arpa, el Ángel llama a Abraham «… an angel called him out of heaven…», pasaron sin pena ni gloria.

   Por su parte, a estas alturas de su carrera, la voz de Goerne está a un nivel paupérrimo. No hay registro grave, el poco centro que le queda es gutural, y cada vez más recurre al falsete en el agudo. La emisión está completamente atrás por lo que nunca llegan sonidos plenos ni intensos. En el lado positivo, su destreza para que el poco canto que le queda sea variado, o su experiencia en matizar todas y cada una de sus frases, nos permitió al menos disfrutar del poema «After the blast of lighting from the East» con el que termina el Sanctus.

   Afortunadamente, con Ricarda Merbeth sí que tuvimos una voz acorde a la obra. Aunque no estuvo tan suelta y natural como la hemos visto en otras ocasiones en teatros de ópera, es una soprano de altos vuelos, con un timbre metálico aunque no especialmente atractivo, con un volumen pletórico y una proyección excelente que le permitía pasar una y otra vez a la orquesta –Juanjo Mena la situó en la parte superior izquierda del escenario, justo debajo del Coro– y que nos tuvo con el corazón en un puño de principio a fin. Todo un lujo para una cantante que no va de diva –aunque esto sea una pequeña tontería, es significativo que mientras sus compañeros retrasaron el comienzo de la obra porque no les pusieron un atril, ella no lo reclamó y cantó toda la obra con su partitura en las manos– y que superó con mucho a sus dos partenaires.


   El éxito fue enorme, y a pesar de la recomendación de Britten de que no se aplaudiera a su término, el público recibió la obra con vítores y aplausos por doquier. Se mascaba en el ambiente la emoción que transmite la obra. Lo triste del concierto es que pocos recordaremos en el futuro que en la primera parte, la Orquesta y el Sr. Mena dieron una buena versión de la Sinfonía inconclusa de Schubert, donde al igual que la semana pasada, quedó mejor el Allegro Moderato inicial, vibrante y apasionado, que el Andante con moto de nuevo excesivamente contemplativo.

Foto: Rafa Martín

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