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Crítica: Kirill Petrenko dirige «Los maestros cantores de Núremberg» en Múnich

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Autor: Raúl Chamorro Mena
30 de julio de 2019

El foso cantor de Petrenko

Por Raúl Chamorro Mena
Munich, 27-VII-2019. Teatro Nacional de Munich-Opera estatal de Baviera. Die Meistersinger von Nürnberg. Wolfgang Koch (Hans Sachs), Martin Gantner (Sixtus Beckmesser), Daniel Kirch (Walther con Stolzing), Sara Jakubiak (Eva), Okka von der Damerau (Magdalene), Allan Clayton (David), Michael Kupfer-Radecky (Fritz Kothner). Orquesta y coro de la Opera Estatal de Baviera. Dirección musical: Kirill Petrenko. Dirección de escena: David Bösch.

   Los arcanos de la lírica han querido que comenzara este mes de julio con un trío de obras verdianas y que lo culmine con cuatro óperas de Wagner. Duelo de titanes estival.

   Efectivamente, frente a un reparto vocalmente gris y una producción perfectamente enraizada en la vigente corriente del feísmo tenebroso e insustancial, emergió la fascinante dirección musical del maestro Kirill Petrenko, todavía titular de la casa, en este retorno de Los maestros cantores de Nuremberg a Munich, ciudad en la que está ópera se estrenó en 1868.

   Desde la magnífica obertura pudieron escucharse los postulados del Wagner de Petrenko, transparencia, flexibilidad, cuidado sonido, aunque nunca alambicado ni preciosista, así como intenso lirismo, sin perjuicio del apropiado vigor cuando es requerido. El discurso orquestal del ruso capitaneó, encauzó y galvanizó la nave wagneriana, también cantó, sí, mucho más que los que se subieron al escenario y siempre en tensión, es más, en progresión hasta culminar en un espléndido acto tercero. Admirable el fabuloso preludio, pleno de atmósferas, que abre este interminable acto, la manera en qué Petrenko paró el tiempo en el sublime quinteto, por no hablar de un «Wach auf» (apabullante el coro) que me dejó atrapado a la silla. Absoluto clímax fueron la canción del premio, a pesar del muy flojo Stolzing y la arenga final de Sachs que me dejó con unas ganas tremendas de nacionalizarme alemán.


   Escribía Ángel Mayo [pertenezco a esas generaciones de amantes de la lírica que «aprendimos» Wagner con él], que en el primer acto de Meistersinger, que transcurre durante el día, apreciamos las apariencias en el actuar de los personajes, mientras en el segundo afloran las realidades bajo la protección de la noche. Pues bien, en esta producción de David Bösch con escenografía de Patrick Bannwart todo es noche y oscuridad. Uno se pregunta de dónde vendrá esta obsesión de la mayoría de los directores de escena actuales por atentar contra la vista del espectador. Puede haber algo más feo que un andamio? Pues en este caso, se abre el telón y vemos varios. Por supuesto, ni rastro de iglesia de Santa Catalina y sí una transposición temporal que parece encardinar con Mayo del 68 (un siglo después del estreno de la obra) el asunto que más interesa a los responsables de la puesta en escena, es decir la rebelión personificada en Walther von Stolzing - en este caso una especie de rockero hippy trashumante- contra las reglas ancestrales establecidas, las viejas estructuras, (que representan los maestros cantores). Los aprendices también se rebelan, claro, y en la riña del final del segundo acto, armados con bates de béisbol y enmascarados, revientan la cabeza al pobre Beckmesser, lo que no le impedirá aparecer en el último acto en silla de ruedas y con collarín. Pensar en una soleada y radiante pradera del día de San Juan era pura entelequia. Las contradicciones entre el texto y lo que se observa sobre el escenario son constantes y, cómo no, el montaje contiene las habituales proyecciones, que en este caso poco aportan y que incluyen a Franz Beckenbauer levantando la Copa de Europa... En fin, que el coro ya podía exclamar «amanece», que ni un rayito de Sol [cualquiera diría que estamos ante el día más largo del año] y para rematar todo, Stolzing pasa del premio y de los maestros cantores a pesar de la soflama de Sachs y se lleva a la gachí que es lo que le interesa, mientras Beckmesser se pega un tiro. Sin comentarios.

   El elenco vocal estuvo protagonizado por dos actores cantantes, mucho más lo primero que lo segundo. Innegable el compromiso dramático de Wolfgang Koch como Hans Sachs -menos mal que en el montaje mantiene su condición de zapatero-, así como su creíble, muy introspectiva, caracterización de este emblemático personaje, aunque sin ese carisma y personalidad que debe atesorar este líder de la sociedad. Eso sí, vocalmente con una emisión tan retrasada, un timbre cada vez más opaco, agudos apretados y cogidos a la gola, franja grave desguarnecida, se encuentra, además, superado por la temible tesitura de bajo barítono (genuina creación Wagneriana) del papel, la propia de un Wotan. Igualmente, Martín Gantner, barítono corto, justo de volumen, pobre tímbricamente y sin entidad en los extremos, fue un impecable Beckmesser en lo interpretativo, a pesar de caer en algún puntual momento (la propuesta escénica tuvo mucho que ver en ello) en la caricatura. Justo es valorar la capacidad actoral y caracterizadora de Koch y Gantner, tanto, como recordar que esto no es Fuenteovejuna de Lope de Vega o Casa de Muñecas de Ibsen, es ópera y hay que acreditar unos mínimos en cuanto a canto y vocalidad.


   En sustitución del previsto Jonas Kaufmann, el tenor Daniel Kirch afrontó el bellísimo papel de Walther von Stolzing, que debe enfrentarse a una escritura larga, exigente y de gran belleza. Kirch estuvo lejos de hacerle justicia con una emisión engoladísima, timbre ingrato, sin color alguno, agudos estrangulados y con un buen puñado de sonidos incompatibles con el canto. No se entiende que una casa de ópera de esta categoría no asegurara una mejor sustitución. Sonoro e incisivo de acentos Christof Fischesser como Pogner, el acaudalado orfebre que altera la tranquilidad y convivencia de esta sociedad al ofrecer la mano de su bellísima y virginal sobrina al maestro que venza en el concurso de canto del día de San Juan. Otro elemento que compromete seriamente la transposición temporal, pues hace ya mucho que, afortunadamente, las hijas, sobrinas y pupilas no se casan con quien les diga su padre, tío o tutor, sino con quién quieren. Michael Kupfer-Radecky como Kothner hizo honor a tan ilustres apellidos y pasó lista con la apropiada solemnidad y determinación. Allan Clayton fue un digno David, excepto en los expuestos ascensos de su parte, que resolvió con escuálidos falsetes. Mayor nivel alcanzó el elenco femenino con una Sara Jakubiak de timbre grato y bien emitido, además de asentada musicalidad al servicio de una Eva juvenil, sensual y que sabe lo que quiere. Muy sólida tanto en lo vocal - una voz bien colocada- como en lo musical e interpretativo, la Magdalena de Okka von der Damerau.

Foto: Wilfried Hösl

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