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Crítica: «La tabernera del puerto» en el Teatro de la Zarzuela

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Autor: Raúl Chamorro Mena
23 de noviembre de 2021

Óliver Díaz y Mario Gas dirigen La tabernera del puerto de Pablo Sorozábal en el Teatro de la Zarzuela de Madrid.

Sofía Esparza y Antoni Lliteres en «La tabernera de puerto» del Teatro de la Zarzuela

Espléndida producción que no se libra de cierto gafe

Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 20 y 21-XI-2021, Teatro de la Zarzuela. La tabernera del puerto [Pablo Sorozábal]. Sofía Esparza / María José Moreno [Marola], Rodrigo Esteves / Damián del Castillo [Juan de Eguía], Antoni Lliteres / Antonio Gandía [Leandro], Rubén Amoretti [Simpson], Ruth González [Abel], Vicky Peña [Antigua], Pep Molina [Chinchorro], Ángel Ruiz [Ripalda], Abel García [Verdier]. Coro del Teatro de la Zarzuela. Orquesta de la Comunidad de Madrid. Director musical: Óliver Díaz. Director de escena: Mario Gas.

   Es una pena que esta magnífica producción de La tabernera del puerto, una de las grandes obras de nuestro género lírico, tenga una especie de gafe en Madrid. A Su estreno en 2018 le afectó de lleno una huelga contra la fusión del Teatro de la Zarzuela y el Real, que sólo permitió dos representaciones. Volvió a programarse en 2020 y la pandemia se la llevó por delante. La nueva cita, en noviembre de 2021, también sufre los avatares de otra huelga, que ha supuesto la cancelación del estreno previsto para el viernes día 19 y con una amenaza de suspensión que pende sobre próximas funciones. 

   El que firma tuvo la oportunidad de ver una de las pocas funciones ofrecidas hace tres años, así como otra más en el Teatro de la Maestranza de Sevilla y esta nueva experiencia no puede más que reafirmar el inmenso respeto a la obra, a su ambientación y al diseño de los personajes por parte de la producción de Mario Gas, hijo del bajo Manuel Gas, que encarnó a Simpson en la presentación en Madrid de la obra –una vez finalizada la Guerra Civil y después del estreno en Barcelona de Mayo de 1936- por lo que, quizás,  ha recibido la herencia genética del amor y respeto por el género. Al contrario de la filosofía que presidía la última puesta en escena en el Teatro de la Zarzuela de una obra también emblemática como Doña Francisquita, en esta ocasión, los responsables del montaje respetan, prácticamente en su integridad, el libreto, obra también de los prestigiosos libretistas Federico Romero y Guillermo Fernández Shaw, así como la atmósfera del imaginario pueblo pescador del Norte de la península llamado Cantabreda y, cómo no, el tono poético y de leyenda de la trama. Fundamental para ello resulta la escenografía de Ezio Frigerio y Riccardo Massironi, bella además a la vista, funcional, que evoca la presencia del mar y la esencia de esta población, con esa barca varada a la izquierda -quizás, la de Leandro y su patrón Chinchorro, que no han salido a faenar- y la presencia del agua, las piedras, la costa, en definitiva. Magnífica, asimismo, la iluminación de Vinicio Cheli, fundamental en la conseguidísima escena de la tormenta del tercer acto -en la que la puesta en escena demuestra no renunciar a los más modernos elementos tecnológicos-, así como el vestuario de la gran Franca Squarciapino, con ese rojo llamativo para Marola, el foco de atracción, la mujer de irresistible magnetismo, que atrae a los hombres para que prospere la recaudación del negocio de su padre corsario, pero se hace respetar y no permite que ninguno se pase de la raya. Muy logrados tanto el movimiento escénico como la caracterización de personajes en medio de un admirable clima de respeto y devoción hacia la obra y sus autores. 

Vicki Peña y Pep Molina en «La tabernera del puerto» del Teatro de la Zarzuela

   No se entiende muy bien que el Teatro de la Zarzuela coloque una orquesta de apenas 28 músicos para la riquísima orquestación de Sorozábal, mientras en el Teatro Real, a apenas un kilómetro de distancia se esté representando Haendel con un orgánico más numeroso. ¿Hasta cuándo el recinto de la Calle de Jovellanos afrontará su programación con un coro de cuatro gatos y una orquestina de café-cantante, mientras en el Teatro Real, a apenas tres estaciones de metro, los protocolos son diametralmente opuestos?. En fin, afortunadamente, en el foso del Teatro de la Zarzuela se encontraba un músico de la talla de Óliver Díaz, que sin poder alcanzar la excelencia de aquella función sevillana al frente de orquesta completa, fue capaz de firmar una magnífica labor a pesar de las circunstancias. Desde el comienzo y haciendo plena justicia a la magistral partitura de Sorozábal, la orquesta nos ambienta primorosamente la localidad costera, la presencia del mar, el amanecer… Posteriormente, y después de exponer con el debido pulso rítmico el dúo cómico, Díaz se muestra arrebatado y efusivo en el Dúo de Marola y Leandro, mimando el cantabile, canalizando y estimulando el canto. En el acto segundo, impecable fue el acompañamiento a la sucesión de romanzas, así como la progresión dramática de toda la parte final. Evocadora la orquesta en la narración de Marola - recitado sobre discurso orquestal- y con emotivo clímax dramático en el dúo de soprano y barítono. En el tercero llegó la culminación de toda la pátina impresionista de la partitura con la magnífica escena de la galerna, en la que prestación y orquestal y escénica se unieron para completar con el debido impacto una escena nada fácil, ni en lo musical ni en lo escénico. Fuerza y tensión teatral indudable sustentó orquestalmente la gran escena del barítono en ese acto final, una página de filiación verista-naturalista con matices verdianos. Mucho mérito el coro, espléndido en los varios internos y que supo hacerse escuchar a pesar de su reducido número y cantar con mascarilla.

   Dada la cancelación de la función del viernes 19, el estreno se produjo el sábado día 20 con el protagonismo de la radiante soprano Sofía Esparza en una Marola de timbre fresco y juvenil -tanto como su rozagante presencia escénica- que desgranó notas sueltas bien timbradas y brillantes, pero sin poder ofrecer una impostación uniforme, homogénea y bien armada técnicamente. La coloratura de su romanza no pasó de correcta y los ascensos al agudo tampoco están solucionados y el sonido no termina de girar -final de la romanza, Do agudo del dúo con su padre en el segundo acto-, si bien es indiscutible que la Esparza atesora un buen concepto del canto y frasea con compostura, por lo que, dada su exultante juventud, cabe esperar, con el transcurso del tiempo, un aquilatamiento técnico y mayores detalles en el fraseo. Ese aquilatamiento, esa clase en el fraseo la encontramos en la Marola de una María José Moreno en su ápice artístico. Notas y frases con el sabor de lo caro escanciadas a partir de un timbre siempre juvenil, alto de posición, que garantiza una proyección nítida, limpia y brillante. Cierto que el papel pide una soprano lírica y que alguien podrá echar de menos un centro más carnoso, pero qué importa ante un canto tan refinado como el de la Moreno y qué decir de la facilidad para la agilidad mostrada en la romanza «En un país de fábula» con notas picadas de admirables brillo y precisión. Espléndido el Do 5 sobreagudo emitido por la Moreno en el clímax del dúo con el barítono del acto segundo, una nota pletórica de punta y metal, propia de «diva». Moreno, además, construye un personaje más rico, con mayor fondo, que expresa con mayor dimensión la aflicción y sufrimiento, pero también la entereza del personaje. Uno sigue sin entender que no sea una cantante fija en los principales teatros españoles. 

Rubén Amoretti

   El papel de Juan de Eguía fue estrenado por una de las grandes figuras de la historia del género, Marcos Redondo, absoluto ídolo de masas. El propio Sorozábal confiesa en sus memorias que el público iba a ver al barítono de Pozoblanco, no su obra y que apreció su descontento, pues soprano y tenor bisaban sus romanzas, mientras que la suya, la muy dramática y de filiación verista del último acto no se prestaba a la repetición. Por tanto, Sorozábal introdujo en el acto segundo la romanza del barítono de su zarzuela de 1934 «Sol en la cumbre», antes de componer la «canción del chíbiri» sobre ritmo de biribilketa o pasacalle, que no pudo interpretarse por el propio Redondo hasta el estreno en Madrid de La tabernera en 1940, una vez finalizada la contienda civil. En la función del día 20, el papel de este granuja que se redime al final, una especie de pirata, veterano lobo de mar, fue encarnado por el barítono Rodrigo Esteves de timbre con cierto atractivo, aunque un punto hueco en el centro, pero que gana mucho brillo en una zona alta fácil, timbrada y con metal. El cantante se recrea en dicha franja y buena prueba de ello fueron los agudos interpolados en la referida «canción del chíbiri», alguno mantenido a placer. Eficaz su encarnación escénica y correcta su línea canora, aunque en ese aspecto le superó el día 20, Damián del Castillo, que exhibió fraseo bien torneado como demostró en el fabuloso cantabile «Para vivir a la orilla…» del gran dúo son Marola del segundo acto. Sin embargo, el material vocal de Del Castillo ofrece mucho menos interés, carente de brillo, de metal y corto en los extremos, falto de robustez para su gran escena de tercer acto. El tenor balear Antoni Lliteres gustó mucho al público y obtuvo una gran ovación en la archifamosa «No puede ser» sobre un acompañamiento orquestal exquisito de Díaz. Lliteres mostró arrojo y acentos vibrantes en su canto, pero faltó un punto de finura. El timbre de Lliteres posee cierto cuerpo en el centro, pero, como casi siempre en el mundo lírico actual, falta esa solidez técnica, como se puso de manifiesto en un registro agudo resuelto a base de notas abiertas en el pasaje y apretadas y tensas en el extremo de la franja. Faustino Arregui, primer Leandro en el estreno de 1936, se pasó las siguientes funciones solicitando a Sorozábal que le bajara de tono el «No puede ser». Antonio Gandía demostró, por su parte, en la función del día 21 no necesitar, ni mucho menos, esas componendas, pues su registro agudo es fácil, franco, bien encauzado técnicamente, aunque noté esta vez, que esas notas no tenían el brillo y punta de otras ocasiones –como el espléndido Leandro que le vi en Sevilla–.

María José Moreno

María José Moreno como Marola en La tabernera del puerto del Teatro de la Zarzuela.

   Menos arrojado y elocuente que Lliteres, Gandía, sin embargo, fraseó con mayor elegancia. Espléndido, tanto en lo canoro como en lo interpretativo, el Simpson de Rubén Amoretti, que encarnó de forma totalmente convincente al borrachín inglés, marino ex compañero de correrías y aventuras corsarias de Juan de Eguía, pero de buen corazón. Su timbre sonoro y extenso lució apropiadamente una romanza tan espléndida, con sus ecos antillanos y tempo de tango, como «Despierta negro». Después de vérselo en escena ya cuatro veces, uno tiene la sensación de que Ruth González es Abel y que resulta muy complicado imaginar una encarnación tan creíble y veraz del adolescente soñador, enamorado tal intensa como inocentemente, de Marola. Este verano veía a Vicky Peña en el Teatro Romea de Barcelona una espléndida interpretación en Pedro Páramo, por lo que es un placer contemplar a esta primera actriz de teatro recrear el papel cómico, de característica, de Antigua y formar una tan hilarante como admirable pareja con el magnífico Chinchorro de Pep Molina. Bravísimos ambos y así lo reconoció el público. Sana comicidad la de Ángel Ruiz en su buen Ripalda. Gran éxito el de ambas funciones, que se ofrecieron con dos intervalos de 10 minutos, con un público que aplaudió entregado prácticamente todos los números musicales, y generosamente al final.

Fotos: Elena del Real / Teatro de la Zarzuela
Foto María José Moreno: Javier del Real / Teatro de la Zarzuela

Rodrigo Esteves y Sofía Esparza en «La tabernera del puerto»
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