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Crítica: Daniel Barenboim dirige «Los maestros cantores de Núremberg» de Wagner en la Festtage 2019 de la Staatsoper de Berlín

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Autor: Pedro J. Lapeña Rey
25 de abril de 2019

Barenboim en su salsa

Por Pedro J. Lapeña Rey
Berlin. Staatsoper. 14-IV-2019. Los maestros cantores de Núremberg (Richard Wagner). Wolfgang Koch (Hans Sachs), Matti Salminen (Veit Pogner), Julia Kleiter (Eva), Klaus Florian Vogt (Walther von Stolzing), Siyabonga Maqungo (David), Katharina Kammerloher (Magdalena), Graham Clark (Kunz Vogelgesag), Martin Gantner (Sixtus Beckmesser), Adam Kutny (Konrad Nachtigall), Jürgen Linn (Fritz Kothner), Siegfried Jerusalem (Balthasar Zorn), Reiner Goldberg (Ulrich Eisslinger), Florian Hoffmann (Augustin Moser), Arttu Kataja (Hermann Ortel), Franz Mazura (Hans Schwarz), Olaf Bär (Hans Foltz), Erik Rosenius (un sereno). Orquesta y coro de la Staatsoper Berlin. Dirección Musical: Daniel Barenboim. Dirección de escena: Andrea Moses.

   La segunda jornada –tercera si incluimos el concierto que Daniel Barenboim dio con la Orquesta Filarmónica de Viena el viernes 12 en la Philharmonie–de la Festtage 2019 de la Staatsoper de Berlín fue movidita, con tres cambios en el reparto en las últimas 24 horas. A sus 74 años y prácticamente retirado desde hace tiempo, el veterano bajo finlandés Matti Salminen aceptó el reto de sustituir a Kwangchul Youn que canceló por enfermedad en el noble papel de Pogner, y el alemán Martin Gantner hacía lo propio con Johannes Martin Kränzle en el siempre complejo papel de Sixtus Beckmesser. Pero ya dice el dicho que «no hay dos sin tres», y la misma mañana del domingo 14, nos enterábamos que el tenor Burkhard Fritz que cantaba el Walther von Stolzing también había caído, y era Klaus Florian Vogt, que la tarde anterior había cantado el mismo papel en Salzburgo, el encargado de sustituirle.

   Con estas premisas, podría haber pasado cualquier cosa. Sin embargo, los hombres de escena hacen todo fácil y la representación discurrió por unos derroteros de gran nivel. A ello contribuyó sin duda que la producción de Andreas Moses fuera conocida –se  estrenó en el «exilio» del Teatro Schiller de Berlín en 2015, en el que por ejemplo participó Klaus Florian Vogt– , aunque era la primera vez que se hacía en el Unter den Linden y en una Festtage.


   La dirección de escena del Sr. Moses es acertada. La caracterización de los personajes es compleja y profunda, pero no pierde de vista que estamos ante una obra cómica y divertida, de gran naturalidad. Habrá a quien le guste más y a quien le guste menos, pero al revés de lo que decíamos del día anterior con respecto a las Bodas en el convento de Dmitri Tcherniakov aquí hay respeto a la obra y a lo que pretendía Wagner. La escenografía de Jan Pappelbaumes muy atractiva, con banderas alemanas por doquier, aunque por momentos parece que estamos más en Berlín que en Núremberg. El primer acto transcurre en lo que parece una sala del Parlamento alemán utilizada por varias compañías privadas pertenecientes a los Maestros. En el segundo nos vamos a un gran espacio abierto que nos recuerda a la Alexanderplatz, y donde el jardín de la casa de Hans Sachs tiene todos los visos de ser una pequeña plantación de marihuana. En los primeros cuadros del tercer acto, parece que Sachs se ha convertido en doctor de la «Universidad Humboldt», ya que se ven pocos zapatos y una enorme librería, que ocupa toda la pared. En el cuadro final, la fiesta de San Juan se celebra en una explanada delante del Berliner Schloss, el Palacio Real de Berlín, en estos momentos en fase de rehabilitación y que en un futuro próximo albergará varios museos. Eso sí, esta vez con banderas, globos, guirnaldas y brazaletes con la bandera tricolor alemana. Todo desaparece cuando Walther dice que no quiere ser maestro cantor, y entonces, el fondo del escenario se convierte en un enorme prado verde que bajo un cielo azul más velazqueño que berlinés, se convierte en el símbolo de la felicidad que está por llegar.


   Uno de los grandes atractivos de la producción fue disfrutar un reparto que podría haberse visto fácilmente veinte años atrás, tal fue la gran cantidad de veteranos que componían el grueso de los maestros cantores. Nada más y nada menos que Graham Clark (77 años), Siegfried Jerusalem (79), Reiner Goldberg (79), o los algo mas jóvenes Jürgen Linn u Olaf Bär. Pero aunmás increíble fue ver a un jovencito Franz Mazura, días antes de cumplir sus 95 primaveras, estar con una dignidad a prueba de bombas en un escenario. De ellos, solo Jürgen Linn pareció estar al límite. Los demás, disfrutaron y nos hicieron disfrutar en un primer y en un tercer acto realmente atractivos, donde destilaron comicidad y empaque, dando una nueva clase de lo que es estar en escena y ganarse al público con un simple movimiento de cintura o de cabeza.

   Dentro de los papeles principales hubo de todo. Al Hans Sachs de Wolfgang Koch le faltó una voz rotunda, que impactara, y la resistencia necesaria para salir indemne. Se reservó en parte en el primer acto, cantando mejor en el segundo. Pero la voz no es atractiva y su canto es bastante basto, poco noble. Escénicamente también parece un maestro cantor de tercera, frente a la prestancia de los demás. Hizo lo que pudo en el tercer acto, pero llegó agotado y sin fuelle al monologo final. Todo lo contrario que Martin Gantner, un magistral Beckmesser, con voz suficiente, con carisma en escena, que se fue ganando al público con cada frase.

   Klaus Florian Vogt llegó de Salzburgo y se puso el mono de trabajo. Dadas las circunstancias salió bastante airoso del trance. No vamos a insistir ni en su timbre blanquecino ni es su voz ligera y sin peso, que lo suelen invalidar como heldentenor. En un personaje como Stolzing lo soportas mejor que en otros papeles wagnerianos. En cualquier caso, los agudos volvieron a ser bastante tirantes, pero esta vez, nos quedaremos con un canto correcto y bien proyectado en los dos primeros actos, donde se reservó menos de lo que cabía esperar, para volcarse en un acto final donde le puso más pasión de lo habitual, y donde incluso su fraseo tuvo cierto interés. Sin duda, una de las mejores veces –o de las menos malas–que le he visto.

   Un casi retirado Matti Salminen todavía a día de hoy es capaz de decir «aquí estoy yo». El timbre es agostado, sí, pero su imponente presencia y su facilidad para  cincelar cada frase, fraseando noblemente, le sirvió para darnos un Pogner más que digno. Todo un lujo a estas alturas de vida. No podemos decir lo mismo de «su hija» Julia Kleiter. Su Eva fue pobre. Su voz es pequeña, de timbre impersonal y no tiene ninguna pegada. Es cierto que trata de dotar al personaje de lirismo cantando con gusto, y escénicamente se implica mucho y bien, pero se queda corta.

   La sorpresa positiva vino con el David del jovencísimo tenor sudafricano Siyabonga Maqungo. Por momentos, lo que salía de su garganta tenía más interésque el Walther. La voz de tenor lírico-ligero, de claridad inmaculada, es algo impersonal, y no muy grande, pero tiene su atractivo, la maneja muy bien, es capaz de proyectarla sin problemas por encima de la de sus compañeros, y aunque le queda camino por recorrer, ya frasea con intención y gusto. Habrá que seguir su evolución.

   Daniel Barenboim, hoy sí, estuvo en su salsa. Conocíamos sus Maestros cantores de aquellos cuatro añorados festivales de verano del Teatro Real entre 2000 y 2003, cuando pudimos verle y escucharle antológicas representaciones de Tristan, Fidelio y Elektra junto a los cuerpos estables de la Staatsoper. Recuerdo que la representación de los Maestros cantores, aun siendo interesante, no alcanzó esas cotas. Pero han pasado casi 20 años desde entonces, y en este caso han sido para bien. Y eso que el comienzo no auguró nada bueno. En la obertura impuso un ritmo bastante vivo e impulsivo, quizás más rápido del que esperaban los músicos, y aquello fue un pequeño caos, cada uno por su lado. Sin embargo, tras el coral inicial, todos se tranquilizaron, y aquello empezó a rodar muy bien. La música salía del foso con una calidez y una naturalidad apabullantes, y los cantantes estuvieron arropados de principio a fin. La orquesta fue un instrumento perfecto en las manos del argentino –obviamente estos músicos llevan mucho más a Wagner en la sangre que a Prokofiev– y no hubo giro o filigrana que aquel pidiera que estos no le dieran. La cuerda estuvo tan intensa como el día anterior, pero los metales estuvieron mucho mejor. En el segundo acto ganamos aún más en lirismo y en impulso dramático, pero lo mejor estaba por llegar. Un tercer acto glorioso, que impresionó desde el preludio, tocado con una claridad meridiana no exenta de un lirismo de quitar el hipo. Esplendorosa igualmente la preparación y todo el acompañamiento del quinteto, donde casi alcanzamos la gloria. Barenboim en estado puro.

   El público, consciente del gran nivel de la velada, respondió entusiasmado con aclamaciones  «urbi et orbe». Solo una reflexión final. El éxito fue muy similar en los dos días, es decir, que se «premió» por igual esta gran representación de los Meistersingers que la delirante de Bodas en el convento. A veces me pregunto si da igual que una función sea buena o mala. La respuesta popular, sobre todo cuando tenemos en el escenario a figuras mediáticas, tiende a ser de la misma.

Foto: Bernd Uhlig

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