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Crítica: «Los pescadores de perlas» de Bizet en el Gran Teatro del Liceo de Barcelona

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Autor: Xavier Borja Bucar
23 de mayo de 2019

La rehabilitación de una obra obsoleta

Por Xavier Borja Bucar | @XaviBorjaBucar
Barcelona. Gran Teatro del Liceo. 20-V-2019. Georges Bizet: Les pêcheurs de perles. Olga Kulchynska (Léïla), DmitryKorchak (Nadir), Borja Quizá (Zurga), Fernando Radó (Nourabad). Orquesta Sinfónica y Coro del Gran Teatro del Liceo. Dirección musical: Yves Abel. Dirección coral: Conxita Garcia. Dirección escénica: Lotte de Beer.

   No pocas localidades vacías presentaba la sala del Gran Teatro del Liceo el pasado lunes, en ocasión de la función de segundo reparto de Les pêcheurs de perles. La ópera de Georges Bizet no fue reclamo para llenar el teatro y, si bien quien firma estas palabras no pierde ocasión para señalar la ausencia de una verdadera afición operística en Barcelona (es un hecho constatable que el teatro Las Ramblas se llena únicamente con los títulos más populares del repertorio), lo cierto es que esta obra bizetiana no ofrece demasiados alicientes, al margen de una orquestación de apreciable refinamiento y, sobre todo, la inspiración melódica que siempre caracterizó la música del compositor francés. A tenor de esto último, justo es apuntar que Les pêcheurs de perles pervive en el imaginario operístico colectivo gracias al aria de Nadir, «Je crois entendre encore», interpretada en recitales y/o grabada en estudio por una pléyade interminable de tenores, y al dúo de Nadir y Zurga, «Au fond du temple saint», pieza también asidua de recitales e incluso recurrente en ámbitos extra-operísticos como el cine o la televisión. Al margen, sin embargo, de estas dos partes, así como de otras bellas melodías como la de la cavatina de Léïla en el segundo acto, «Comme autrefois dans la nuit sombre», la ópera de Bizet constituye otro de tantos ejercicios de oquedad que conforman una parte nada desdeñable del repertorio operístico: la previsible trama de un triángulo amoroso –formado por Léïla, Nadir y Zurga– ambientado en un paraje exótico como es la isla de Ceilan (actual Sri Lanka), lo que, en última instancia, constituye un producto kitsch avant la lettre, desprovisto de cualquier credibilidad y carente del más mínimo atisbo de tensión dramática.


   Una nulidad teatral que la propuesta escénica de Lotte de Beer no hace sino corroborar y redimir a un mismo tiempo. La joven directora holandesa propone una recontextualización de la trama en la cual los tres personajes protagonistas son convertidos en participantes de un reality show inspirado en productos televisivos como Supervivientes y demás, y es esta una recontextualización en la que no se advierte ninguna aspereza, es decir, el libreto original encaja con absoluta naturalidad en el nuevo marco propuesto. El texto, los discursos, los diálogos jamás aparecen forzados, sino que se amoldan como un guante a la transposición de De Beer. Así, Nourabad, el gran sacerdote y cuarto personaje solista (aunque palmariamente secundario), es convertido en presentador del concurso televisivo, mientras que los miembros del coro aparecen identificados como ávidos espectadores en los respectivos salones de sus casas. Unos salones que a modo de panal de abejas –que inevitablemente remite a 13, Rue del Percebe– conforman el fondo del escenario. Salones que acogen a familias o gruposclaramente de diversa índole sociocultural y que, sin embargo, son congregados ante el televisor por una causa común, lo que constituye una evidente representación del poder homogeneizador de la cultura de masas.

   Lotte de Beer, mediante su propuesta de recontextualización, señala el vacuo efectismo del libreto original toda vez que lo dota de significado a través de una lectura irónica que lo confirma como material extrapolable al contenido de un programa de tele-realidad actual. En Apocalípticos e integrados, Umberto Eco apuntaba que «siendo el Kitsch un Ersatz [sucedáneo], fácilmente comestible, del arte, es lógico que se proponga como cebo ideal para un público perezoso que desea participar en los valores de lo bello, y convencerse a sí mismo de que los disfruta, sin verse precisado a perderse en esfuerzos innecesarios»; y talmente es lo que ocurre con un buen número de óperas que, como es el caso de Les pêcheurs de perles, no proponen sino un simulacro de experiencia estética. No obstante, también sucede que tales simulacros estéticos devienen obsoletos en la medida en que remiten a una referencialidad que puede tener efecto en un tiempo histórico, pero no en otro. Así, ni el orientalismo ensortijado ni el argumento folletinesco de la ópera de Bizet son atributos válidos para mantener en pie un simulacro estético ante un público actual: en lo que respecta al primer atributo, porque en nuestro mundo globalizado, cuya geografía está desvelada hasta el último centímetro cuadrado por Google Maps, la –tradicional– idea de exotismo ha sido desmantelada; en lo que atañe al segundo atributo, porque con la liberación sexual, la emancipación de la mujer y demás procesos, toda suerte de relato sentimental se ha visto y se ve cuestionado, ya sea en un contexto estético o en un contexto real (lo cual tiene implicaciones y consecuencias ciertamente abismales acerca de las cuales no es en absoluto pertinente que me detenga aquí).


   El montaje de Lotte de Beerre establece la comunicación entre Les pêcheurs de perles y el público en la medida en que relee el obsoleto simulacro estético implícito en la ópera de Bizet como un simulacro que sí es propio de nuestra contemporaneidad, como es el simulacro de realidad encarnado por el reality-show, que cataliza la inclinación de la sociedad de masas por vivir a través de o proyectada en la figura de un otro; un otro que, iluminado por los focos de la fama –como lo están los participantes de un concurso televisivo–, constituye una identidad –aunque efímera– reconocible y que, de ese modo, cumple la función de otorgar identidad al individuo anónimo–necesariamente sediento de significado– que conforma la sociedad de masas.

   En lo que atañe a las actuaciones, la función transcurrió por una suerte de monótona corrección. Borja Quizá se hizo cargo del rol de Zurga con una buena actitud escénica, pero evidenció nuevamente que su voz, por timbre, está más próxima a la de un tenor corto que a la de un verdadero barítono. Carente de un verdadero registro grave, la voz del cantante gallego se aclara y se ve forzada en las ascensiones al registro agudo, así como suena artificiosa en el central. Cierto es, por otra parte, que Quiza mostró una proyección apreciable y una línea que, en términos generales, fue correcta. No obstante, la indeterminación tímbrica merma la credibilidad de la actuación del cantante especialmente en papeles baritonales que requieren un cierto empaque, como es el de Zurga.

   Dmitry Korchak, ganador, en su momento, del Concurso de Canto Francesc Viñas, exhibió, como Nadir, una voz de timbre atractivo, de emisión correcta, aunque de proyección escasa. Ciertamente, el de Nadir es un rol para tenor lírico en toda regla, pero el canto de Korchak incurrió en exceso en acentos blandos, sin incisión. En su gran momento de lucimiento, «Je crois entendre encore», el tenor ruso se esforzó por mostrar una línea de canto cuidada, si bien con muy sutiles irregularidades de afinación y con cierto abuso del agudo afalsetado.

   La de Olga Kulchynska fue claramente la voz de mayor calidad de todo el reparto. La soprano ucraniana exhibió en el rol de Léïla un bello timbre lírico, carnoso y rico en armónicos, de proyección más que notable. Evidenció, sin embargo, algunos problemas de afinación puntuales en algún que otro momento de mayor compromiso técnico, como el en su aria «Comme autrefois dans la nuit sombre». Con todo, Kulchynska es una cantante a tener en cuenta, con unos medios vocales que, de solventarse algunas imprecisiones técnicas, hacen presagiar logros mayores.


   El bajo Fernando Radó se hizo cargo del rol de Nourabad, una parte claramente comprimaria compuesta prácticamente por frases aisladas que el cantante argentino resolvió sin problema. Escénicamente, Radó, en la piel del presentador del concurso, se desenvolvió con adecuado desparpajo.

   Triste mención aparte merece la actuación del coro. La formación estable del teatro parece, sin embargo, cada vez menos estable según se suceden las distintas producciones. Para esta ocasión, la formación dirigida por Conxita García sonó completamente descompensada, pobre y sin ninguna unidad. Bien es cierto que la escenografía no facilitaba la compenetración de las voces, pero eso no debiera ser óbice para un coro profesional como es del Gran Teatro del Liceo. Con todo, parece evidente que la formación necesita urgentemente una renovación y una consolidación que le devuelva un sonido unitario que no hace tanto todavía conservaba. Por su parte, la orquesta, bajo la dirección de Yves Abel, completó una actuación discreta. El director canadiense ofreció una lectura más bien insulsa, carente de tensión dramática, de la ya de por sí un tanto meliflua partitura bizetiana.

   Cabe, en conclusión, quedarse especialmente con el trabajo escénico Lotte de Beer, inusual ejemplo de propuesta escénica inteligente, verdaderamente capaz de actualizar e incluso de rehabilitar una obra como esta ópera de Bizet.

Foto: A. Bofill

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