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[C]rítica: Lothar Koenigs dirige «La flauta de mágica» de Mozart en el Palacio de las Artes «Reina Sofía» de Valencia

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Autor: José Amador Morales
21 de diciembre de 2018

Ni fábula infantil, ni oratorio masónico

Por José Amador Morales
Valencia. Palau Les Arts. 15-XII-2018. Wolfgang Amadeus Mozart: Die Zauberflöte (La flauta mágica). Dmitry Korchak (Tamino), Mariangela Sicilia (Pamina), Tetiana Zhuravel (Reina de la Noche), Mark Stone (Papageno), Wilhelm Schwinghammer (Sarastro), Moisés Marín (Monostatos), Júlia Farrés-Llongueras (Papagena), Camila Titinger (Primera Dama), Olga Syniakova (Segunda Dama), Marta Di Stefano (Tercera Dama), Dejan Vatchkov (Orador/Primer sacerdote), Vicent Romero (Segundo sacerdote/Primer armado), Richard Wiegold (Segundo armado), Lucas Tino David Rebato (Primer muchacho), Kiran Sundip Patel (Segundo muchacho), Dionysios Sevastakis (Tercer muchacho). Coro de la Generalitat Valenciana. Orquesta de la Comunidad Valenciana. Lothar Koenigs, dirección musical. Graham Vick, dirección escénica. Nueva coproducción del Palau Les Arts de Valencia y el Festival de Macerata.

   El inicio de la temporada oficial de abono del Palau Les Arts ha tenido lugar con la puesta en escena de Die Zauberflöte. Hasta seis funciones ha puesto a la venta la institución valenciana y, desde luego, el éxito de público ha sido extraordinario tal y como pudimos comprobar en la representación que comentamos, la última del ciclo. Si bien a nadie se le escapa la popularidad del título, al igual que posible interés que haya suscitado el revuelo, también mediático, originado tras el día del estreno con motivo de la puesta en escena como más adelante se tratará, no cabe duda de que no ha sido fácil ver un lleno tan contundente en el principal coliseo lírico de Valencia en las citas líricas.  


   A nivel musical, probablemente la dirección de Lothar Koenigs se ha revelado como el máximo exponente artístico de esta propuesta. No en vano, supo aprovechar al máximo las excelencias de la Orquesta de la Comunidad Valenciana, de timbre brillante y articulación flexible, para ofrecer una lectura ligera tanto en lo agógico como en lo armónico. Sin embargo, ello no supuso la renuncia de un protagonismo orquestal que le correspondió por derecho propio ni el abandono de una riqueza en el color y en el ritmo que favoreció en gran medida la agilidad dramática. El director alemán, a su manera, supo reivindicarse (también, por extensión, toda la música de Mozart) al abandonar el podio en el comienzo del segundo acto debido a la disputa que se originó entre varios espectadores: de hecho, gracias a ello, al salir nuevamente Koenigs sí pudo continuar la representación sin más incidentes, síntoma de que el respetable había captado el alcance significativo de dicho gesto.

   Hubo una suerte de homogeneidad dentro del tono, en general mediocre, de las voces congregadas. Tal vez sólo la Pamina de Mariangela Sicilia se elevó un punto por encima de la media. Y ello gracias a la entidad de su instrumento, en principio en exceso ancho pero precisamente por ello con grandes posibilidades expresivas, como lo demostró en una conmovedora «Ach, ich fühl's», de fraseo sutilmente cincelado y de lejos lo mejor de la noche. Su compañero Tamino fue un Dmitry Korchak vocalmente desbordado, con evidentes carencias técnicas que le llevaron a mostrar un sonido estrangulado en el registro agudo y un fraseo basto y pobre, como demostró en «Dies Bildnis ist bezaubernd schön» en las antípodas de un canto mozartiano depurado. Mark Stone compuso el clásico Papageno que se mete al público en el bolsillo en base a una actuación escénica resuelta y natural, a despecho de unos medios vocales ciertamente discretos. Y Tetiana Zhuravel ofreció una actuación muy irregular como una Reina de la Noche que, en esta producción, no es precisamente la mala de la película. Si en su primera escena, la voz apareció estridente, tremolante y no siempre afinada, en cambio resolvió con sorprendente comodidad y seguridad la siempre decisiva «Der Hölle Rache» que, lógicamente, encantó al público. El Sarastro de Wilhelm Schwinghammer, a pesar de una voz no rotunda y demasiado clara, convenció sin embargo por la adecuada caracterización vocal y actoral. Dentro de la corrección general del resto del reparto, convencieron más los tres muchachos que las damas, un punto faltas de conexión.


   La controverdida producción de Graham Vick, quinta que diseña sobre el mismo título, descarta las dos vías habituales de acercamiento a esta obra de Mozar: una más fabulística y otra de corte más conceptual. En cambio, actualiza la acción en un contexto netamente europeo con una sociedad dividida entre los que tienen acceso a cierto poder y riqueza (una suerte de secta de privilegiados que aglutina a banqueros, militares, religiosos de todo tipo, etc, liderada por Sarastro) y los que no (masa vinculada a distintos procesos de reivindicación social). En escena, de manera omnipresente aparece la sede del Euro, de la empresa Apple y San Pedro de Roma como símbolos evidentes de poder que al final caen en un efecto dominó. Las protestas que un sector del público mostró al comienzo del segundo acto en esta función fueron producto de un rechazo a la mera idea de «concepto escénico» en una ciudad poco habituada a ello (recordemos las escenografías asépticas de Lucrezia Borgia, Don Carlo o Il Corsaro por citar ejemplos recientes que se han puesto en escena en el Palau Les Arts). Pero también, y sobre todo, un rechazo por parte de aquellos cuya sensibilidad ideológica no admite el uso de determinadas consignas, pancartas o simbolismos sociopolíticos en lo que consideran su terreno. Los gritos de «zafarrancho podemita» o «pastiche sociata» que escuchamos en la revuelta provocada por cinco o seis espectadores al comienzo del segundo acto son prueba de ello, bien que contestados por otro sector del público, revelando un disgusto más político que artístico.  

   La propuesta de Vick contiene errores de bulto y vacíos evidentes (la confusión de los diálogos en español y en alemán por ejemplo) con escenas y conexiones demasiado abiertas, pero carece de efectos de mal gusto o antimusicales. Por otra parte, tal vez su principal acierto sea una dirección de actores muy por encima de lo acostumbrado (la comparación en este sentido con la producción de Turandot que estos mismos días está  siendo representada en el Teatro Real de Madrid sería sonrojante para esta última) y, fundamentalmente, la diversión que provocó en gran parte de un público que aguantó hasta el final para aclamar con entusiasmo a los protagonistas.

Foto: Mikel Ponce y Miguel Lorenzo

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