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CRÍTICA: 'MARINA' CAE EN BRAZOS DE ÓLIVER DÍAZ EN EL TEATRO DE LA ZARZUELA. Por Aurelio M. Seco

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Autor: Aurelio M. Seco
12 de abril de 2013
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Foto: Fernando Marcos
      EL ABRAZO DE MARINA

Madrid. 3/04/13. Teatro de la Zarzuela. Marina, Emilio Arrieta. Dirección musical. Óliver Díaz. Dirección de escena: Ignacio García
 
      La dirección musical de Óliver Díaz y la versión lírica ha sido lo  más llamativo de la función que, el pasado 3 de abril, pudimos ver en el Teatro de la Zarzuela de Madrid, entidad que hasta el 21 de este mes programa una de las producciones estrella de su actual temporada: Marina, ópera de Arrieta para la que se ha contado con una nueva edición crítica y tres espectaculares repartos para dos directores de orquesta muy diferentes, Cristóbal Soler, a la sazón director musical del teatro y Óliver Díaz, joven maestro redescubierto en Madrid para solaz regocijo del teatro de la calle Jovellanos.
       La Marina propuesta para esta ocasión no es una zarzuela aunque lo parezca, sino una ópera en tres actos que renuncia a los típicos diálogos hablados más propios de la ópera cómica. Resulta que en la búsqueda por encontrar la ópera española, Emilio Arrieta refundió en ópera, en 1871, su más conocida zarzuela para el Teatro Real de Madrid, con la ayuda de Miguel Ramos Carrión, que amplió a tres actos el libreto escrito por Francisco Camprodón para la versión zarzuelera. Tras su estreno en el Real no se la volvería a ver de esta guisa hasta la presente temporada, gracias a una edición crítica firmada por María Encina Cortizo, que junto a su esposo, Ramón Sobrino, recupera dos números musicales, un dúo y una sardana del segundo acto. El resultado es de trascendencia histórica, por la recuperación y por la calidad artística con la que se ha llevado a efecto. Si todavía hay quien considera que en España no tenemos buenos cantantes, debería echar un vistazo a cualquiera de los tres repartos que están interpretando esta producción. Tenemos entre manos una gran generación, eso es seguro.
      A la trayectoria de Óliver Díaz le ha pasado un poco lo que a Marina, obra que, como explica María Pilar Espín Templado en las notas al programa, se estrenó en 1855 en el Teatro Circo de Madrid, pero que tuvo que esperar a su verdadero éxito  años más tarde, después de venir "de provincias". De manera parecida, también Óliver Díaz -que ha hecho buena parte de su carrera desde el Jovellanos de Gijón, al frente de la Sinfónica Ciudad de Gijón-, ha tenido que recalar en Madrid para encontrar su verdadero camino artístico, el que en justicia se merece y que está sembrando con mano maestra en la capital; y no sólo en el Teatro de la Zarzuela, donde su batuta está brillando especialmente, sino también al frente de la Barbieri Symphony Orchestra, joven conjunto, freelance y de gran potencial que, por cierto, se pondrá a sus órdenes el 10 de mayo en el Baluarte de Pamplona para poner música a otra zarzuela, El Juramento de Gaztambide. Parece increíble que, en ocasiones, un simple paso geográfico marque tanto la diferencia en la carrera de un artista. No todo el mundo sabe que, no hace demasiado tiempo, el joven director español podría haber debutado en el Carnegie Hall de Nueva York, con un proyecto un tanto peculiar que le habría dado esa notoriedad que él ha querido poner siempre por detrás de la seriedad y rigor profesional con que realiza su trabajo. Es necesario dejar claro que estamos hablando de un músico que se ha hecho a sí mismo, y no de uno de esos tan apoyados maestrillos, orgullosos de poseer la titularidad de esta o aquella orquesta por obra y gracia de Dios sabe quién.
       Por sus propios méritos, Díaz se convirtió en  el primer músico español -y único hasta la fecha- seleccionado, admitido y premiado con la beca "Bruno Walter" de dirección de orquesta para estudiar en la neoyorkina Juilliard School of Music, uno de los centros musicales de referencia en el mundo. Este dato no se recuerda lo suficiente y nos parece fundamental y representativo de su talento. Esta beca le permitió trabajar con maestros como  Charles Dutoit, Yuri Temirkanov y, sobre todo, con Otto Werner Mueller, gran artista del que aprendió fundamentos importantes de la profesión. Seguramente, Óliver Díaz represente, hoy más que nunca, la esperanza del verdadero talento en una España demasiado acostumbrada a potenciar la superficialidad, la recomendación y el nepotismo. Ojalá no me equivoque si afirmo que, en poco tiempo, veremos a este magnífico artista escribir su nombre con letras mayúsculas en nuestros más prestigiosos teatros.
       Dirigió la función con un control absoluto de cada detalle. La casualidad ha hecho que, precisamente fuera Marina la obra con que debutó como director lírico, en Gijón, en el verano del 2003, también con la versión operística de la obra y, curiosamente, con otra edición crítica de María Encina Cortizo.
       Fue un placer asistir a la función madrileña por la intensidad y precisión con que fue llevada. Marina es una obra muy difícil de dirigir y acompañar. El propio Carlos Kleiber, una de las referencias de Díaz, afirmó en su momento que la opereta es el género más complicado de hacer, y con razón. Y sin embargo, sobre el escenario los cantantes parecían sentirse a gusto, libres para frasear y respirar sin los problemas tan frecuentes en este tipo de representaciones. Resultó significativo el efusivo abrazo que el director recibió de Sonia de Munck a final de la función. La soprano se lanzó, literalmente, en sus brazos. Nunca habíamos visto nada parecido, la verdad sea dicha. La Orquesta de la Comunidad de Madrid estuvo por encima de su rendimiento habitual, creemos que, precisamente, por el tacto con que fue tratada por el director. La versión resultó estimulante, aun aceptando que la orquesta debe mejorar muchos aspectos de su sonoridad y la calidad de algunas de sus secciones. Con todo, fue una versión fluida, llena de una energía, ritmo y vitalidad  reconfortantes  y una musicalidad ciertamente emotiva.
       Sonia de Munck fue una Marina bastante equilibrada. En escena resultó perfecta, por su físico y desenvoltura, que es natural y adecuada. Cantando, lo que más llamó la atención fue la belleza de su voz que, aunque técnicamente no resulte perfecta para estar de vuelta de las grandes dificultades líricas del papel, siempre resultó satisfactoria. Su potencial lírico es grande, y  todavía lo sería más si asegurase en el terreno técnico ciertos fundamentos que producen inseguridad, en ella y en el espectador. En cualquier caso, su actuación dejó muy buenos momentos interpretativos, que son los que más abundan en esta artista.
Foto: Fernando Marcos
       Por alguna razón, Simón Orfila parece haber asimilado algunos rasgos interpretativos del gran Leo Nucci, algo que no tiene por qué ser malo en absoluto. Aprender de los grandes es bueno, y más cuando se trabaja con un material vocal y cualidades técnicas tan depuradas como las del barítono español. Ya hemos dicho muchas veces que Orfila es uno de nuestros grandes intérpretes, por su modélica manera de emitir, por la belleza y notable volumen de su voz y porque cuando canta parece seguir los criterios de claridad, limpieza y seriedad interpretativa del gran Alfredo Kraus, que en esto es y será siempre la principal referencia de la Historia. Sería interesante, sin embargo, que no desdibujase por el camino de Nucci las virtudes de Kraus. Fue curioso observar que algunas "aes" casi se transformaban en "oes", una falta de claridad rara en este artista. La posición de sus brazos en escena sigue siendo algo rígida y a veces le evaden a uno de la situación dramática, pero como " nel teatro tutto e convenzionale" -que decía Cherubini en El dúo de la Africana- y al final lo que más importa es la voz y la musicalidad, Orfila firmó un excelente trabajo como Pascual, masculino, elegante y apasionado.
       Antonio Gandía fue un Jorge imponente. Nos encantó su trabajo porque, más allá de que no todo le saliese perfecto, su interpretación resultó profundamente emotiva. Gandía lució su bonita y esmaltada voz de tenor con solvencia, pero fue sin duda su musicalidad lo que más emocionó. Creemos que es un aspecto muy positivo de su perfil de cantante, que además no es nada fácil de encontrar hoy día.
      El barítono Luis Cansino nos sigue pareciendo un artista admirable. Es sorprendente su naturalidad a la hora actuar, casi tanto como su creatividad interpretando la partitura. Fue un Roque especialmente cómico, un aspecto que el público agradeció con numerosos aplausos. El vibrato excesivo de su voz y una ligera tendencia a engolarla parecen aspectos secundarios a la hora de valorar a un cantante que, cada vez que sale al escenario, aglutina todas las miradas por su creatividad, vis cómica y naturalidad escénica.
       También gustó y mucho el trabajo de Gerardo Bullón; tanto, que nos quedamos con ganas de oír su preciosa y gran voz de bajo en papeles de mayor enjundia. El resto del reparto estuvo acertado durante toda la función. El Coro del Teatro de la Zarzuela sin duda realizó un buen trabajo, escénico y lírico, y si el registro agudo de las sopranos no siempre sonó todo lo refinado que debiera, sin duda se debió más a la dificultad de la partitura que a la calidad del conjunto.
       Ignacio García propuso una puesta en escena demasiado oscura y convencional, incluso algo rígida si tenemos en cuenta el movimiento escénico; pero también coherente, elegante y, en fin, clásica. Su trabajo acompañó con gusto más que destacó, algo que no estuvo mal, pero que también dejó un tanto que desear. Sucedió algo parecido con el vestuario, demasiado gris para una ocasión de etiqueta.
      No podemos dejar pasar la oportunidad sin comentar un pequeño detalle que, creemos, convendría solucionar. No parece aceptable que un teatro tan importante como el de la Zarzuela, santo y seña del mejor teatro lírico en español, permita que en la grabación que avisa al público del comienzo de la función se dé un feo defecto de queísmo.
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