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Crítica: Michael Boder dirige «La muerte de Danton» [Dantons Tod] de Gottfried von Einem en la Ópera de Viena

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Autor: Raúl Chamorro Mena
3 de junio de 2019

La revolución devora a sus hijos

Por Raúl Chamorro Mena
Viena, 29-V-2019. Staatsoper. Dantons Tod-La muerte de Danton (Gottfried von Einem). Tomasz Konieczny (Georges Danton), Benjamin Bruns (Camille Desmoulins), Thomas Ebenstein (Robespierre), Olga Bezsmertna (Lucile), Peter Kellner (Saint-Just), Wolfgang Bankl (Simon), Michael Laurenz (Hérault de Séchelles), Clemens Unterreiner (Hermann). Orquesta y Coro de la Opera Estatal de Viena. Dirección musical: Michael Boder. Dirección de escena: Josef Ernst Köpplinger.

   Con ocasión de su 150 aniversario, la Opera de Viena, una de las más importantes y prestigiosas casas de ópera del orbe, ofrecía la oportunidad de ver en cuatro días consecutivos un imprescindible póker de representaciones de muy alto interés. Dantons Tod de Von Einem, Die frau ohne shatten de Strauss, Andrea Chénier de Giordano y Manon de Massenet.  


   En Gottfried von Einem (1918-1996) convivieron dos profundas personalidades, la de compositor y la de director artístico, siendo su contribución fundamental para el renacimiento del Festival de Salzburgo, una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial. En dicho marco se estrenó el 6 de agosto de 1947 su primera ópera, La muerte de Danton -que fue revisada por su autor en 1955- con libreto del propio compositor en colaboración con su maestro, el músico alemán Boris Blacher, basada en la obra teatral del mismo nombre de Georg Büchner (autor de la incompleta Woyzeck, en la que se basó la espléndida ópera de Alban Berg). El evento suponía una demostración del renacer cultural en la ocupada Austria, pues un elenco de relumbrón encabezado por Paul Schöffler, Maria Cebotari, Julius Patzak y Ludwig Weber, bajo la dirección de Ferenc Fricsay (existe grabación del estreno) dio vida a la primera ópera de un compositor vivo que se presentaba en el Festival de Salzburgo y que dio lugar a la tradición consistente en encargar una nueva ópera para su estreno cada año.

   Ciertamente, hay muy pocas composiciones para el teatro lírico que traten de lleno la revolución francesa. En Andrea Chénier de Giordano, por ejemplo, más bien es el marco de la trama y no aparece de manera directa ninguna de la figuras principales de la revolución (el poeta Chénier no lo fue). En el caso de La muerte de Danton, tenemos actores principales del evento histórico como Georges Danton, Camille Desmoulins, Maximilien Robespierre, Louis de Saint-Just… y cómo la revolución fue devorando a sus principales líderes, en este caso, el abogado Georges Danton, fundador del Club de los Cordeliers, personalidad carismática y esencial desde los comienzos del movimiento. Por encima de ellos, el protagonista de la ópera, como lo fue también en los acontecimientos históricos, es el pueblo, la masa manipulable, muchas veces voluble, caprichosa y cambiante y que fue encarnado admirablemente por el Coro de la Opera de Viena (dirigido por Martin Schebesta), sobresaliente tanto en el aspecto musical como en el escénico, terreno en el que demostró un compromiso total. Hay que hacer justa mención a la magnífica coreografía diseñada para los movimientos del coro por Ricarda Regina Ludigkeit. Igualmente, la Filarmónica de Viena, que estrenó esta ópera hace 72 años, alcanzó un alto nivel bajo la dirección de Michael Boder, si se quiere no especialmente inspirada y sin que pudiera controlar algún exceso de los metales, pero indudablemente eficaz y muy competente, con una tensión teatral firme y que supo brillar debidamente en los diversos interludios que contiene la obra. Espléndidas las maderas, excelsa la cuerda y buena paleta de colores (algo esencial en esta música tonal con influencias de Stravinsky y Prokofiev) la que surgió del foso para hacer debida justicia a la orquestación de Von Einem.

   El reparto estuvo encabezado por el barítono polaco Tomasc Konieczny de medios vocales rotundos, muy bien dotados en cuanto a caudal, pasta y extensión.


   El enfrentamiento del primer acto con Robespierre demuestra que conciden en lo fundamental, pero mientras Danton es un bon vivant partidario de disfrutar de los placeres de la vida, además de ser consciente que hay que parar la espiral sangrienta en la que ha devenido la revolución, Robespierre, inflexible, intransigente e incorruptible, piensa, con el apoyo de Sant-Just, que nada debe parar el movimiento y hay que acabar con cualquier elemento que lo obstaculice. Por ello, no duda en mandar arrestar a Danton y Desmoulins. Sin embargo, el mejor momento de Konieczny llegó en el segundo acto, en la escena del juicio, en la que se enfrenta a la masa, que ahora le vitupera y escarnece cuando antes le jaleaba, con una línea canora de tintes épicos, un tanto crispada y de gran dificultad, con una tesitura muy exigente. El barítono polaco pudo con ella, con un sonido recio y potente, con giros que recordaban a una especie de Alberich lanzando constantemente su maldición, imponiendo resistencia y rotundidad por encima de una línea de canto poco cuidada, más bien ruda. Entre los varios tenores intervinientes, destacó Benjamin Bruns en un humano y noble Desmoulins, que no puede asumir la idea de morir en la guillotina, por encima de Thomas Ebenstein, mejor –como sinuoso Robespierre- en lo interpretativo, que en lo vocal, al apechugar con un material árido y pobretón, Escaso relieve, asimismo, el Hérault de Séchelles del también tenor Michael Laurenz. Adecuadamente taimado y con buena presencia sonora el Saint-Just de Peter Kellner. Por su parte, la soprano ucraniana Olga Bezsmertna completó una muy estimable interpretación del corto, pero muy bello papel de Lucile (la esposa de Desmoulins) y que tiene a cargo la magnífica escena final de la obra. Desguarnecida en el grave, gana timbre de centro hacia el agudo, donde pudo escucharse un sonido de cierto atractivo, además de un cuidado fraseo.


   Muy interesante la producción de Josef Ernst Köpplinger (estrenada el pasado año con ocasión del centenario del compositor) sobre escenografía de Rainer Sinell, que nos presenta un escenario caótico, que simboliza, precisamente, el caos en el que ha caído la revolución. Innumerables elementos escénicos, muebles y accesorios, dispuestos de manera confusa y desordenada, camas patas arriba, prostitutas rozagantes, dos vigas que se cruzan en la parte superior del escenario… representan el desorden propio del momento histórico, en el que la masa sedienta de sangre arrolla cualquier figura individual por muy importante que sea. Muy bien planificada la escena del juicio y estupendo el momento en que el pueblo canta y baila La carmagnola (himno de los sans-culottes) y los condenados emergen como en una especie de isla rodeados por la multitud y responden con La Marsellesa. «Contra nosotros, la tiranía, alza su sangriento estandarte». Y hacía apenas dos años que había terminado el régimen nazi…

 

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