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Crítica: Óliver Díaz dirige «Marianela» de Jaime Pahissa en el Teatro de la Zarzuela

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Autor: Raúl Chamorro Mena
30 de noviembre de 2020

Hermosa recuperación en la celebración Galdosiana

Por Raúl Chamorro Mena
Madrid, 27-XI-2020. Teatro de la Zarzuela. Marianela (Jaime Pahissa). Adriana González (Marianela), Alejandro Roy (Pablo), Paola Leguizamón (Florentina), Luis Cansino (Doctor Teodoro Golfín), Simón Orfila (El Patriarca de Aldeacorba), César Méndez Silvagnoli (El padre de Florentina), María José Suárez (Mariuca), Mario Villoria (Gasparuco). Coro Titular del Teatro de la Zarzela. Orquesta de la Comunidad de Madrid. Dirección musical: Óliver Díaz. Versíón concierto.

Con la programación de la ópera en tres actos Marianela (Barcelona, Gran Teatro del Liceo, 31 de Marzo de 1923) el Teatro de la Zarzuela se apunta dos tantos. Por un lado, rescata de un injusto olvido, propio, -es preciso insistir una vez más- de un país en el que la música, lamentablemente, importa muy poco, una obra muy interesante y llena de bellezas y a su autor, el también totalmente olvidado compositor barcelonés Jaume Pahissa. Por otro lado, el Teatro de la Calle Jovellanos se suma a la celebración del año Galdós dedicado, en el centenario de su fallecimiento, a ese Titán de las letras españolas que fue Don Benito Pérez Galdós.

   Sobre un libreto de los hermanos Álvarez Quintero, autores a su vez de la versión teatral de la novela Galdosiana, Pahissa, hombre de vasta cultura, demuestra con su ópera Marianela su enorme oficio, honda preparación musical y técnica como compositor. La influencia Wagneriana se pone de relieve fundamentalmente en la estructura, en el continuum musical y la ausencia de números musicales, que, por otro lado, ya se había impuesto definitivamente, en el teatro lírico europeo desde finales del Siglo XIX y principios del XX. Asimismo, la riquísima orquestación de la obra bebe de los postulados germánicos en general y wagnerianos en particular, aunque la cada vez mayor importancia de la faceta orquestal también se había impuesto progresivamente en la ópera. Sin embargo, la escucha de la obra nos evoca, por encima de todo, claras influencias straussianas e impresionistas (Debussy) junto a un tratamiento vocal italiano, con preponderancia del genuino sentido melódico y de la línea canora del canto italiano tradicional, pero también evidente presencia e influjo de la escuela verista-naturalista, especialmente en la temible escritura del tenor, Pablo, que recuerda a las mascagnianas Guglielmo Ratcliff o Il Piccolo Marat.

    Todo ello se encuentra ampliamente reflejado y comentado en el imprescindible artículo del programa de mano a cargo del profesor Emilio Casares Rodicio que contiene un profundo análisis de la gestación de la obra y su estructura musical.


   Ante todo se impone agradecer al maestro Óliver Díaz su impagable labor. En primer lugar, por exigir y lograr imponer una formación de al menos 50 músicos, pues hubiera sido un crimen recuperar esta obra, dotada de una orquestación tan rica e inspirada, con esa orquestina de café cantante o music hall que ha ocupado el foso tanto en La vida breve como en La del manojo de rosas. Eso sí, la separación entre músicos tuvo como consecuencia la eliminación de las cinco primeras filas del patio de butacas y que una orquesta con evidentes limitaciones sonara sin empaste alguno, sin color y con una cuerda excesivamente débil. Qué hubiera podido conseguir el maestro Díaz con un mayor número de ensayos, la plantilla orquestal prevista por el autor y sin las distancias que impone el protocolo anti-covid, es un lógico lamento del aficionado cabal, pero se impone que la alegría y optimismo que nos invade por haber podido escuchar en vivo – en plena pandemia- esta interesantísima ópera, se una al sentido de la justicia para valorar como se merece la magnífica dirección musical de Óliver Díaz. El asturiano sacó lo que pudo de la orquesta, si esta no le daba más, no fue porque no lo pidiera como pudo comprobarse, sin ir más lejos, en el maravilloso interludio del primer acto, de sustrato impresionista, evocador de la Naturaleza, de los sonidos y rumores del atardecer. Espléndida, asimismo, la forma en que Díaz hizo justicia al tejido orquestal, realmente inspirado y con abundantes ecos Straussianos, que Pahisa dispone en el momento crucial del segundo acto, cuando el Doctor Golfín retira la venda de los ojos de Pablo y la orquesta nos describe su excitación ante el don de la visión del que estaba privado hasta ese momento. La intensidad y progresión teatral estuvieron garantizados por la batuta, siempre atenta, además, a los cantantes, sosteniendo y estimulando el canto como pudo apreciarse en momentos cumbre de la partitura como el gran Dúo entre Nela y Pablo del acto primero, la plegaria de la protagonista en el segundo y las hermosas arias de Pablo y el Doctor Golfín, ambas del tercero. El coro situado en lontananza, casi en la Calle Alcalá, seguro y voluntarioso, pero sonó lejano e irremisiblemente mermado.


   Al elenco vocal se le podrán poner repartos de orden técnico, estilo o fraseo, pero no en cuanto a presencia sonora, que resultó generosa. La soprano guatemalteca Adriana González, avalada por su triunfo en la edición 2019 de Operalia, tanto en ópera como Zarzuela, encarnó a la protagonista Marianela, muchacha poco agraciada en el físico, pero de enorme belleza interior. González posee un material vocal de calidad por caudal, amplitud y redondez, por el metal de algunos sonidos, si bien el timbre no es nada bello y a la cantante le falta remate técnico, así como acentos y asentamiento en el fraseo. Su entrega y expresión sentida fueron innegables –ejemplo de ello fue su plegaria del acto segundo «¡Madre de Dios piadosa!- pero demasiadas notas en piano resultaron fallidas por falta de apoyo y posición, así como algunos ascensos terminaron en sonidos abiertos. Es muy joven y con terreno por delante para afianzar el respaldo técnico y profundizar en el fraseo. La escritura del papel de Pablo también recuerda a Richard Strauss y no sólo por la escasa piedad que tenía el genio bávaro hacia los tenores. Una parte de canto tenso, también de indudable sustrato verista-naturalista, pródiga en notas agudísimas, muchas de ellas atacadas con saltos interválicos y que recuerda, como ya se ha subrayado, algunos personajes tenoriles de óperas de Pietro Mascagni.

   Alejandro Roy defendió tan exigente escritura con entrega y gallardía, sin poder disimular la lógica incomodidad de muchos pasajes, pero sacando adelante de manera satisfactoria tan endiablada partitura. Superó las complicadas frases del fabuloso dúo con Nela del primer acto y, aunque no todos los agudos fueron de igual factura, cabría destacar el pletórico de «ardientemente», en la gran escena del acto segundo en que descubre la visión o el squillantissimo en la frase «Dios Todopoderoso! ¡La mataron mis ojos!» en el final de la obra. El barítono Luis Cansino con su timbre de apreciable sonoridad, aunque de emisión un tanto hueca, defendió el maravilloso personaje -tanto en la novela Galdosiana como en la ópera- del Doctor Teodoro Golfín. En el primer acto, Cansino sacó jugo al canto conversacional de su dúo con el patriarca, buscando siempre los acentos y la intención en cada palabra. Sin embargo, los grandes momentos músico-dramáticos del Doctor se encuentran en el último acto, tanto en su escena con Nela como, sobretodo, en su espléndida aria «¡Oh caridad! ¡Virtud cristiana!». Cansino supo traducir la enorme humanidad del personaje, que duda si su acción de dar la vista a Pablo, en principio hermosa, pueda no serlo tanto, porque confiere la vida a un ser humano, Pablo, para quitárselo a otro, Nela, enamorada de quién jamás podrá amarla cuando pueda ver y que morirá al no soportar su rechazo. El barítono madrileño interpretó el aria referida con la entrega y convicción de quien es consciente de estar ante un momento cumbre de la obra. Timbre caudaloso, aunque con cierto temblor, y expresión siempre sincera y directa fueron las armas de Simón Orfila como Patriarca de Aldeacorba, padre de Pablo, pero se echaron en falta una línea de canto más depurada, un fraseo más aquilatado y una mayor capacidad para extraer todo el hermoso lirismo de su bellísima romanza del primer acto «¿Por qué, Dios Santo, ven mis ojos?». Florentina, prima de Pablo, muchacha de gran belleza, primera persona que ve cuando se le retira el vendaje y confunde con Nela, pues la mente de Pablo ha relacionado esa belleza interior de la protagonista con la belleza externa, fue interpretada por la soprano colombiana Paola Leguizamón y no es un error mecaográfico, porque si bien se anuncia como mezzosoprano, su timbre es netamente sopranil, desguarnecido en el grave y con un registro agudo más bien destemplado. Correcto, pero no más allá el canto de Leguizamón, que en su discreta interpretación, no logró dotar de relieve al personaje.


   El único timbre sordo, opaco y de limitada proyección que pudo escucharse fue el de César Méndez Silvagnoli, que asumió el papel de padre de Florentina. Buena prestación de Mario Villoria, miembro del coro titular del teatro, en su naturalista y con clara impronta social intervención del primer acto, por lo que no se entiende y mucho menos al escuchar la pobre prestación de María José Suárez, por qué la intervención similar a cargo de la también minera Mariuca no la afrontó, a su vez, una componente del coro del Teatro de la Zarzuela. Al público le encantó la obra y aplaudió entusiasmado con vítores al elenco y al maestro Díaz, que se redoblaron cuando éste levantó la partitura de Marianela para que recibiera, como se merece, las ovaciones de la audiencia.

Foto: Javier del Real / Teatro de la Zarzuela

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