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Opinión: «El paraíso perdido». Por Juan José Silguero

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Autor: Juan José Silguero
14 de octubre de 2019

El paraíso perdido
Por Juan José Silguero

   El carecer de ilusiones es algo respetable, y exento de peligro, y provechoso, y triste. Y, sin embargo, también ustedes deben de haber conocido en sus mejores tiempos toda la intensidad de la vida, aquella luz de encantamiento creada por el choque de simples banalidades, tan estupenda como el brillo de las chispas arrancadas a una fría piedra, y, ¡ay!, de tan corta duración también.

     J. Conrad.

   Infeliz es aquel a quien los recuerdos de la infancia le traen solo miedo y tristeza.

     H. P. Lovecraft.

   Cuando los padres de Vladimir Horowitz acudieron a Kiev en busca de Felix Blumenfeld –maestro, a su vez, de Maria Yúdina, entre otros, y tío de Heinrich Neuhaus y Karol Szymanowski–, regresaron a casa con un valioso consejo:

   No solo ha de tocar. También tiene que leer, asistir al teatro, frecuentar los museos, adquirir toda la cultura que le sea posible. Y perseverar.

   Durante largos años, los años más importantes de hecho, los padres del joven Horowitz pusieron manos a la obra, con el resultado final que todos conocemos.

   Ha llovido un poco desde entonces.

   Hace apenas un par de días un buen amigo me enviaba la sorprendente publicidad de un nuevo máster:

   «El primer MBA que estudias como si estuvieras viendo una serie en Netflix».

   La cita es textual. Y la consigna también está clara, por ser la misma que impera en los últimos tiempos:

   No pienses; no te esfuerces. Eso es de idiotas. Tú eres más listo que eso.

   El intercambio del móvil por el libro, de la Play-Station por el oboe ha dado lugar al patológico desinterés del alumno hacia su propia formación, así como a la progresiva desaparición de ese esfuerzo legítimo que lo animaba, en tiempos, a tratar de aspirar a algo grande.

   Esto es terrible.

   Su perverso engaño radica en la rutilancia de su estímulo, y en esa capacidad que tiene de satisfacer de forma inmediata al usuario.

   Todos los niños son ansiosos.

   Ahora también los adultos.

   Pero resulta que la inmediatez se lleva por delante la hierba más importante de todas… la más determinante, a la hora de digerir e interiorizar el contenido de calidad:

   La paciencia.

   Ante el incesante bombardeo de lo entretenido, de lo ameno, la concentración se dispersa, y se desenvuelve en un espectro mucho más reducido; las ideas escasean, y los pensamientos se hacen de corto alcance, convirtiéndose enseguida en obcecaciones.

   Es cosa sabida por todos, la máquina y el ser humano son vasos comunicantes: la perfección de la primera hace estúpido al segundo.

   Los países que menos se desarrollan son aquellos en los que basta alargar el brazo para tomar un mango. La necesidad del estímulo intrínseco es imprescindible para el desarrollo de las personas. Pero éstas, al igual que las plantas, también necesitan de una conveniente poda de cuando en cuando para poder crecer.

   Esa poda solo puede llevarse a cabo por manos ajenas.

   Y se llama educación.

   Ahora bien, cuando el objetivo común se centra en allanar al alumno todo lo posible el camino… la poda no tiene lugar.

   Esa es la raíz del problema.

   Los alumnos alargan el brazo, o más bien el dedo, y tienen a su alcance a Shakespeare, a Delacroix, a Ligeti. Y nada desmotiva como eso. Se les pide un imposible: que se ilusionen por cazar, teniendo la despensa llena. Y así sucede, que a los diecisiete años ya están envejecidos. Son los «viejóvenes», que, ajenos a las adversidades, no han tenido la oportunidad de acceder a tan estrambótico lugar, ése que les impele a conocerse a sí mismos como ningún otro: sus posibilidades ignotas, sus capacidades reales… su verdadero potencial.

   El asedio de los estímulos, en suma, arrebata a los alumnos la joya más valiosa de todas, aquella que mejor justifica nuestro paso por este mundo:

   La ilusión.

   Y, pasada una cierta edad, lo hace para siempre.

   La ilusión se desgasta con el uso excesivo y vacío; se debilita, pierde su brillo, y, finalmente, desaparece.

   Se hace preciso dosificarla, protegerla en su estuche de terciopelo, reservarla para los momentos importantes.

   Todo lo grande es lento, y parte del mismo lugar para impactar, germinar y florecer en el interior del alumno, haciendo posible ese fruto rebosante de perfumes y de venenos que llamamos formación.

   Su naturaleza es efímera, escurridiza…

   Su influjo, en cambio, permanece para siempre.

   Es una aberración que un niño de doce años tenga libre acceso a esa desbordante despensa: móviles, internet, tablets, ipads, juegos online… No solo se les está impidiendo la oportunidad de sentir hambre; sino, sobre todo, se les está negando el acceso a ese complejo viaje cuyo itinerario, en realidad, ignoramos todos, pero que acontece bajo un cielo inmaculadamente azul, y un sol esplendoroso.

   El país de la ilusión.

   Y son sus propios progenitores los que les niegan ese acceso, triste es decirlo.

   El infierno está lleno de padres con buenas intenciones, y de programadores informáticos.

   Quitadles las maquinitas, hacedles ese regalo. Permitidles el acceso a ese artículo de lujo que es el aburrimiento, pues ese es el barbecho en el que germinan  las grandes cosas. El proceso es siempre más o menos el mismo: cuando el alumno se aburre es cuando escucha a Bach, o cuando toma un libro. Esto no sucederá de un día para otro, ni tampoco es infalible, pero en el caso de los niños híper-estimulados sencillamente no ocurre jamás.

   Los tiempos muertos siempre han sido la clave. Los desplazamientos en transporte público, los ratos libres entre clases, las interminables horas de espera en la sala del médico… son lugares ideales para leer, para escuchar música, para pensar. Antes, nueve de cada diez usuarios del metro llevaba su libro sobre las piernas. Ahora todos esos periodos los ocupa el móvil, lo que tiene unas consecuencias cuyo alcance, en realidad, aún no hemos hecho más que vislumbrar.

   «Quien no quiere leer no se diferencia de quien no sabe leer» decía Twain.

   El analfabetismo ha vuelto. Solo que ahora es voluntario.

   El resultado de todo esto es ya conocido por todos: los alumnos no escuchan música de calidad, los alumnos no van a los museos, los alumnos no se interesan por nada. Los encuentros musicales serios son solares –véase, con tristeza, las extraordinarias máster-class que se imparten en la Escuela Reina Sofía de Madrid, gratuitas para los oyentes, donde lo más granado del panorama musical desarrolla sus clases frente a butacas desiertas–; los auditorios son asilos, los teatros mausoleos.

   Pero la Play y los smartphones volverán a ser superventas estas Navidades; y el alumnito continuará entrando a su clase del conservatorio mirando el móvil hasta el último momento, dejándolo a un lado, con fastidio, solo para sacar su molesto instrumento, ese que le obligan a tocar.

   En realidad es una pena lo que los chicos se están perdiendo.

   Un concierto inolvidable, un libro que te cambia la vida…

   El curso pasado, la madre de un alumno de quince años al que estimo mucho me contaba:

   «El otro día me lo encuentro llorando frente al piano…

   –¿Qué te pasa? –le pregunto, asustada.

   –Nada… –me contesta, enjugándose furiosamente las lágrimas, pero sonriendo–. Es por el Rachmaninoff…».

   Para un docente vocacional, esas lágrimas valen más que decenas de programaciones didácticas.

   Todos los alumnos son titanes, colosos en potencia. Solo necesitan sentirse inspirados. Y el momento clave de conseguir esto es durante los años de estudiante. Pero eso no sucederá haciéndolos escuchar cantos gregorianos en las clases de música, u obligándoles a leer La Celestina. Es preciso partir de su lugar vital y no del nuestro. El alumno, en realidad, está deseando despertar; también él identifica la vulgaridad de lo que frecuenta. Pero se encuentra tan perdido como en todo lo demás.

   Solo necesita una chispa, un fogonazo…

   Es suficiente con que suceda una vez, para que el milagro acontezca.

   Esa impresión de descubrimiento, de deslumbramiento…

   Una vez encendido ese motor, ya no hay quien lo pare. Cada lágrima resplandece, y tiene batería propia.

   Su luz es incombustible…

   Basta con encenderlo una sola vez.

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