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¿Podemos vivir los amantes de la ópera frente al televisor?

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Autor: Pedro J. Lapeña Rey
6 de abril de 2020

¿Podemos vivir los amantes de la ópera frente al televisor?

Un artículo de Pedro J. Lapeña Rey
En momentos de crisis como éste, en los que parece que el mundo que conocemos se desploma por momentos -una ojeada a El mundo de ayer, la extraordinaria obra autobiográfica de Stefan Zweig en la que describe de manera magistral el momento histórico del resquebrajamiento del Imperio Austro Húngaro en el primer tercio del S.XX, seguro que nos ayuda a entenderlo- todos tratamos de encontrar algo de esperanza, una luz al final del túnel. En el caso español, escrutamos todo lo que ocurre y ha ocurrido en China e Italia en estas semanas pasadas, porque vemos como inexorablemente repetimos lo que ellos han vivido con alguna semana de antelación. Así que, cuando el martes leímos aquí en CODALARIO las declaraciones de Walter Ricciardi marcando la posible apertura social y económica en el país transalpino a partir del 4 de mayo, algunos intentamos empezar a ver esa luz. Sin embargo, la ya segura cancelación de los Festivales de Bayreuth o Edimburgo, y las que sin duda se anunciarán en los próximos días, nos van indicando lo mucho que aún queda para poder volver a nuestra vida anterior, si es que en algún momento lo logramos, al menos como lo hemos vivido hasta la fecha.

   Para la larga temporada de reclusión que nos queda por delante, los melómanos nos hemos encontrado con la ayuda de teatros, orquestas o fundaciones que ponen a nuestra disposición una parte importante de sus fondos visuales. En estos días, entre otras muchas opciones, hemos podido ver producciones del MET, de la Opera de Viena o de las dos de Berlín de gran nivel. Evidentemente no es lo mismo que estar sentado en un teatro, pero nos ayuda y mucho a sobrellevar la reclusión.


   No hay un patrón estándar de lo que busca una persona cuando se acerca a un teatro de ópera. Lo normal es que provengan del mundo de la música, de la voz o del teatro. Aunque evidentemente todos disfrutamos con la obra de arte total, unos se centran más en la cuestión vocal, describiendo la calidad y el nivel técnico de una voz y su adecuación al personaje interpretado; otros se centran más en la parte teatral, en el análisis psicológico de los personajes, en los movimientos de masas y últimamente en ver cómo dar sentido a una idea que en muchas ocasiones tiene poco o nada que ver con lo que el compositor y el libretistas escribieron; mientras para otros, en fin, lo importante es que la versión musical le dé sentido a la obra, y que la orquesta funcione a un nivel excepcional que lleve en volandas a los cantantes. El que en un momento dado, se le dé más importancia a un aspecto o a otro, explica en parte por qué en su día los reyes de la ópera fueran los cantantes, por qué luego tomaran el testigo los directores de orquesta, y por qué hoy en día sean los reyes del mambo los directores de escena.

   Cuando trasladas la experiencia de un teatro al salón de una casa y al televisor/equipo de música, hay cosas que ganan y otras que pierden. La voz es claramente una de las perdedoras. En una grabación puedes perfectamente ver si una voz es de calidad, si tiene personalidad, si transmite o si es capaz de enfrentarse a la tesitura del personaje. Pero las grabaciones enmascaran el volumen de una voz, e igualan a todos por abajo. Cuantas sorpresas nos llevamos en un teatro cuando oímos una voz que en grabación sonaba muy bien, y que en las tablas se muestra realmente insuficiente.

   Tampoco las orquestas suenan en la pantalla igual que en el teatro o que en una sala de conciertos. En este sentido no está de más recordar como hace ya muchos años, el inolvidable Sergiu Celibidache justificaba su negativa a hacer grabaciones discográficas porque éstas, por buenas que fueran, no eran capaces de registrar mas allá del 30% de lo que salía de los instrumentos. Se dice que en el pecado se lleva la penitencia, y no quiero pensar lo que el bueno del rumano hubiera hecho a su hijo cuando éste decidió autorizar multitud de grabaciones de su padre que nunca habían visto la luz, y llenar con ello sus bolsillos.


   Por el contrario, en materia teatral, lo que vemos en la pantalla sí se asemeja más a la que vemos en el teatro. Es más, en general salimos ganando. Las cámaras nos acercan al escenario y nos ofrecen detalles imposibles de observar desde la mayoría de las localidades, por lo que no es de extrañar que mucha gente denomine «la ópera de los pobres» a las famosas transmisiones del MET. Esta forma de ver las representaciones ha hecho mucho por popularizar el género, pero no todo es positivo. Hay evidencias de que es una de las razones que están detrás de la bajada de asistencia al coliseo neoyorquino en las últimas temporadas.

   Con estas premisas, las retransmisiones en cine o en televisión han ganado adeptos día a día, sobre todo, las del gran repertorio. En ellas, si los cantantes son malos, da igual porque el micrófono ayuda. Si se trata de grandes figuras, también mejor porque éstos raramente se acercan a los escenarios de nuestro país. Si la orquesta es buena, perfecto. Si no, es cuestión del balance de la grabación el hacer que no se note tanto. Y además, vemos todo como si estuviéramos en la primera fila del patio de butacas. La Carmen de Bizet con Elīna Garanča, Roberto Alagna y  Yannick Nézet-Séguin; El trovador de Verdi con Anna Netrebko, Dolora Zajick, o Dmitri Hvorostovsky, en lo que fue su último papel antes de que el cáncer se lo llevara por delante, o casi todas las ópera de Wagner que el MET ha emitido a través de su página web la semana pasada, han sido claros ejemplos, como también lo han sido el  Falstaff de Verdi de Carlos Álvarez, Simon Keenlyside y James Conlon en la web de la Opera de Viena, o el Rosenkavalier de Camilla Nylund, Nadine Sierra y Zubin Mehta en la de la Staatsoper de Berlín.

   Sin embargo, hay otras óperas en las que es muy difícil que una grabación se acerque si quiera a lo que puedes experimentar en un teatro. Son en general, obras duras, de un enorme dramatismo, de las que te dejan al borde del infarto. En fin, de las que a su término te dejan literalmente planchado, hundido en la butaca y a veces con dificultad para reponerte. Aquí podemos incluir las obras más dramáticas de Richard Strauss -Salomé, Elektra o La mujer sin sombra- y una buena parte del corpus del S.XX, donde la orquesta tiene un papel preponderante.

   De las opciones que hemos tenido estos días, he elegido fragmentos concretos de tres de ellas, más una cuarta disponible en dvd, para comprobar si viéndolas en la pequeña pantalla, se puede alcanzar la tensión que te producen en el teatro.


   La primera ha sido Jenufa del checo Leos Janacek, y más concretamente su segundo acto. Toda una legión de aficionados madrileños nos hicimos militantes janacekianos en febrero de 1993 cuando Natalia Romanova, Jan Blinkhof y una inconmensurable Leonie Rysanek pusieron boca abajo el Teatro de la Zarzuela, mientras nuestros corazones se quedaron al borde del infarto, y nuestras gargantas roncas de tanto gritar. Una sensación equidistante entre lo que debe ser alcanzar el éxtasis con las manos y que Mike Tyson te obsequie con un puñetazo en el estómago. Desde entonces, he visto otras 10 Jenufas en vivo y aunque no he vuelto a llegar a aquello, sí he estado cerca en 6 o 7 ocasiones. La consigna es clara. Si al acabar el 2º acto no entras en trance, no es una Jenufa para enmarcar.

   El pasado 20 de marzo, la Deustche Oper de Berlin nos ofreció su producción dirigida escénicamente por Christof Loy y musicalmente por Donald Runnicles en una grabación de 2014, con Michaela Kaune y Jennifer Larmore como las dos protagonistas femeninas. Sin ser Christof Loy uno de mis reggiseur favoritos, aquí acierta de pleno recreando con una casa minimalista el ambiente de angustia vital y de control social de una pequeña villa morava, que es perfectamente similar a lo que podríamos en esos años en pueblos similares de Alemania, Bélgica o España. También plausible la dirección de Donald Runnicles, conjugando con sabiduría y destreza la exquisita orquestación de Janacek, la riqueza de sus danzas populares, y la violencia que requieren las partes más dramáticas. La Jenufa de Michaela Kaune y la Sacristana de Jennifer Larmore están a muy buen nivel en líneas generales, pero en el momento clave del 2º acto no terminan de explotar.

   La segunda ópera ha sido Diálogo de Carmelitas, la cima operística del francés Francis Poulenc. Una obra en parte desconcertante, pero musical y dramáticamente cautivadora, subyugante, con una orquestación rica y apabullante por momentos, plena de una orfebrería tímbrica en la que la percusión juega un papel estelar. Hay varias escenas de las que te dejan con el corazón en un puño, pero hay dos que destacan por encima de todas: la agonía de la madre priora, Madame de Croissy con la que finaliza el primer acto, y la escena final, un obstinato intenso, tremendo, colosal en el que el coro de monjas entona el Salve Regina mientras una a una van subiendo al cadalso. Los golpes de percusión de la guillotina te siguen martirizando los oídos horas después de haber salido del teatro.


   Una inoportuna reunión de trabajo me impidió «debutar» esta ópera en la Maestranza de Sevilla en abril de 2003, por lo que tuve que esperar un año mas, al otoño de 2004 para ver la tradicional puesta en escena de Francesca Zambello para la Opera de París, con una fabulosa dirección orquestal de Kent Nagano. Pero si hay una producción que ha hecho justicia a esta obra, ha sido sin duda la que en 1997 el canadiense Robert Carsen hizo para la Opera de Ámsterdam, que tras recorrer medio mundo -creo recordar que han sido 14 teatros diferentes- llegó al Teatro Real en junio de 2006, con una de las mejores prestaciones orquestales de aquellos años a las órdenes del añorado Jesús López Cobos.

   El rol del Madam de Croissy es un bombón para cantantes dramáticas que alcanzan la parte otoñal de su carrera. Corto, pero de una intensidad fuera de lo común, es un momento clave para poner el teatro a tus pies. Felicity Palmer en París fue una Croissy de libro, pero lo de Raina Kabaivanska en Madrid, con más de 70 años a esas alturas, en lo que fue su último papel en Madrid, fue de otro nivel. Afortunadamente, Youtube ha guardado el momento para el que quiera recrearse de nuevo.

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   Dawn Upshaw y una excelente Eva-Maria Westbroek fueron Blanche de la Force y Madame Lidoine en París, mientras que aquí en Madrid lo fueron respectivamente Andrea Rost -excelente- y Gwyne Geyer. También fue de destacar en ambos casos a una joven Patricia Petibon en el papel de Sor Constance, que con los años se ha convertido en una de las mejores Blanche de la Force.

   El lunes 30 de marzo, el MET nos ha ofrecido la vieja producción de John Dexter, estrenada en 1977 con Régine Crespin, Maria Ewing y Shirley Verrett, dirigida por Michel Plasson. A pesar de los más de 40 años que la contemplan, sigue siendo perfectamente vigente con su combinación casi perfecta entre la grandiosidad que pide el MET, y el recogimiento que pide la obra. La grabación, de la temporada pasada y emitida en su día por los cines, nos trae a una intensa y descollante Karita Mattila como Madame de Croissy, una angelical y quizás demasiado recogida Isabel Leonard como Blanche, y a una intensa Adrianne Pieczonka, que borda a la siempre compleja Madame Lidoine.  La dirección musical de Yannick Nézet-Séguin es de primer nivel, con infinidad de matices y con un discurso musical casi onírico.

   También durante unos días, la web del Teatro de los Campos Elíseos ha puesto en abierto la producción de Olivier Py de 2013, con Patricia Petibon, Sophie Koch, Véronique Gens, o Sandrine Piau, pero dada la oferta tan amplia disponible estos días, cuando he ido a verla ya no estaba disponible. Otra vez será.

   La tercera obra ha sido La mujer sin sombra de Richard Strauss, para muchos la cima de sus óperas a pesar de su complejidad y del enrevesado libreto de Hugo von Hofmannsthal. El 2 de abril, la web de la Opera de Viena nos ha acercado esta obra amada y odiada a partes iguales, en la histórica producción del centenario de su estreno, y del sesquicentenario de la Wiener Staatsoper. Un reparto de lujo con Nina Stemme, Camilla Nylund, Evelyn Herlitzius, Stephen Gould y Wolfgang Koch en los papeles principales, y la dirección musical de Christian Thielemann aseguraban un gran nivel musical que se complementó con una atractiva producción de Vincent Huguet -uno de los últimos discípulos de Patrice Chéreau-, de impecable factura tanto en la caracterización de personajes como en su dirección escénica.


   Pero como ya preveía, es difícil que estas obras alcancen en la pequeña pantalla la intensidad y el atractivo que tienen en teatro. Y no lo hacen. Es decir, pasas una buena tarde, pero te quedas lejos de lo que sentirías en el teatro. Es sobre todo el caso de Jenufa y de La mujer sin sombra. En ambas, la parte escénica está bien servida, pero musicalmente tenemos que dar la razón, como en tantas otras cosas, a Sergiu Celibidache. Ni en ese segundo acto de Jenufa, ni en la práctica totalidad de la obra straussiana, llegamos a atisbar lo que se ha debido ver en el teatro. Y eso que al menos en La mujer sin sombra sí que se nota con claridad como Wolfgang Koch es el cantante que más sufre en escena, como sin duda debió ser en su día en Viena.

   Afortunadamente, el problema no es tan evidente en Diálogo de Carmelitas, quizás porque, aunque también perdemos bastante por el camino, el lenguaje musical de Poulenc, más dado a las sutilezas tímbricas que a la opulencia orquestal, no pierde tanto en al grabarse.

   En cualquier caso, la situación actual es la que es, y ahora mismo, y me temo que por bastante tiempo, es lo que toca. Tratando de adelantarme a los acontecimientos, me he acercado también a la grabación videográfica de La pasajera, de Mosei Weinberg, de su estreno en el Festival de Bregenz de 2010. La vi en varias ocasiones desde su salida al mercado en el verano de 2011, y no dejaba de subyugarme. Por fin, el 1 de marzo de 2015 pude verla en vivo en la Ópera en Frankfurt. Aquel fue uno de esos días mágicos, en que sales convencido de que NADA, NADA es similar a lo que uno experimenta en un teatro de ópera. Fuimos un grupo de 4 aficionados de Madrid, y nos quedamos al borde del colapso, con el corazón en un puño, y literalmente sin habla. Tardamos más de media hora en ser capaces de articular palabra, y eso que entre los 4 superamos las 2000 funciones de ópera. La sensación fue similar el año siguiente en la Ópera de Florida, en una función que comenté aquí en CODALARIO.


   Después de aquello, no había vuelto a ver el dvd. Ahora, convencido de que la larga espera que llevamos para verla estrenada en Madrid va a continuar, lo he vuelto a hacer. El estreno en el Teatro Real está previsto para el 8 de junio, pero los ensayos deben comenzar al menos un mes antes, y tal y como están las cosas, no creo que lleguemos a tiempo. Ojalá me equivoque.

   De todos modos, estamos en la situación que estamos, y es una suerte que tengamos la «complicidad» de los teatros (cada día la oferta crece), para seguir disfrutando, aunque sea desde casa, de nuestra pasión común.  

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