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Opinión: «El arte banal». Por Juan José Silguero

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Autor: Juan José Silguero
25 de julio de 2019

El arte banal

Por Juan José Silguero

   Es un tormento no estar en condiciones de reproducir con fidelidad lo que con tanta belleza siente uno interiormente. Es una insatisfacción como la que sentiría un mudo que, al tratar de comunicar sus sentimientos a la mujer amada, solo fuese capaz de emitir un monstruoso mugido.

     K. Stanislavski

   El jazz es peligroso porque apela a los instintos más bajos del oyente, algo característico de nuestro tiempo que solo puedo lamentar.

     B. Walter

   Dentro de la más o menos uniforme polémica que suele acompañar a cada uno de mis artículos, hay uno de ellos que, para mi sorpresa, desató una particular controversia, y tanto es así que más de dos años después lo sigo viendo regularmente compartido por melómanos y músicos de toda condición y pelaje, publicado en páginas especializadas dónde es atacado con indignación (gracias por su promoción, por cierto), y desatando iras, en definitiva, aunque, eso sí, escasos argumentos.

   Se trata de El espíritu del jazz, y, como digo, me sorprendió su polémica, sobre todo porque se trata de uno de mis escritos más amables y comedidos. Pero el embrutecimiento general es cada día más evidente, y resulta particularmente visible en esa creciente actitud miope que repudia todo aquello que no coincide con su gusto.

   Pues bien, me gustaría aprovechar el presente artículo para hacer acto de fe, descubrirme ante mis detractores, numerosos, y confesar que en aquella ocasión me quedé francamente corto.

   El jazz es una aberración, un sinsentido, perfectamente comparable, en su vacío e intrascendencia, con el pop o el rock, y respaldado únicamente por el heraldo más pueril y más soberbio de todos: el de la complejidad.

   Aquello más difícil de hacer pretende nuestra vanidad que también sea lo de mayor calidad. Solo que a la creación artística eso le da enteramente lo mismo. En el inescrutable mundo del arte, allí donde lo más sencillo puede ser lo más grande, y lo más grande lo más incomprendido; en ese estrambótico lugar en el que la lógica no existe y la dificultad no garantiza tamaño alguno de no existir una razón íntima y orgánica, un contenido profundo, reflexivo y revelador, una justificación interna… aquellos que se aferran únicamente a la complejidad y a la técnica lo único que revelan es complejo y mediocridad.

   En el jazz todo es frívolo, superfluo y egocéntrico sin excepción. Su forma, cuando la hay, es caprichosa y desproporcionada; sus ornamentos innecesarios; sus cambios ágiles a la fuerza, por no tener mucho más que ofrecer en realidad, lo que acostumbra a ser tomado por hondura y penetración, como aquellas almas de las que hablaba Nietzsche que agitan sus aguas para hacerlas parecer profundas…

   El jazz no es ni siquiera de poco fondo.

   Uno sale de un concierto de jazz con la misma impresión de sorda liberación del que se quita el casco de la moto tras un largo viaje. O del que abandona una piscina pública:

–Marco.

–¡Polo!

–Marco.

–¡Polo!

   Tomar por grande a aquel que simplemente es capaz de improvisar durante mucho tiempo es lo mismo que elogiar a quien se dedica a hablar durante horas y horas de cualquier cosa, aunque sea sin sentido alguno. Es como si a un escritor se lo valorase por meter palabra tras palabra hasta conformar un tocho, independientemente de su contenido. O como tomar a Ramoncín por Cicerón, solo porque se expresa con fluidez y sabe enlazar las palabras con elocuencia. No puede tener el mismo tamaño una conversación entretenida que una novela de Conrad, ni una improvisación de jazz que una fuga de Shostakovich, por mucho que los medios sean los mismos. Y cuanta menos conexión exista entre sus ideas musicales, más tamaño se le supondrá al «artista», con ese complejo tan generalizado (y tan español) que no contempla relación alguna entre destreza y significado, y que otorga grandeza a todo aquello que sencillamente no entiende.

   El improvisador es el charlatán de la música.

   ¿En qué lugar se halla su contenido profundo?

   No existe.

   Es todo palabrería, humo.

   La actitud del público hacia la música que frecuenta suele ser bastante reveladora. Están los seguidores del «heavy» haciendo el bestia en sus conciertos, como no puede ser de otra forma; los consumidores del flamenco, palmeando y golpeando la mesa con los nudillos, o bailando; y los acólitos del jazz, conversando, marcando el pulso con los pies… y tomando una copa.

   En la música clásica se guarda silencio.

   Un gran compositor te hará un traje de gitana con dos hilos y tres lunares. Dadle cuatro acordes y os devolverá una obra maestra. Un músico de jazz hará uso de todo el maldito círculo de quintas para ofrecer un producto final intrascendente y repetitivo.

   Y con el flamenco sucede más o menos lo mismo, por cierto. Pero eso sí, la máxima sagrada en ambos establece que lo más importante es «lo que uno siente». Aunque sea superfluo, aunque sea insignificante. Se da por hecho que lo que el artista va a sentir en ese preciso momento va a ser grande, más aún, determinante, ya sea por su natural talento, su «duende» o porque «lo lleva en la sangre», en perfecta conjunción con los demás músicos, a los que contagia, y a la vista de todo el mundo.

   Qué puerilidad, y qué tontería… fruto de una vanidad infinita.

   Resulta que a la aspiración más importante de todas, aquella que traslada al espectador de su casa a la sala de conciertos, y de la sala de conciertos al infinito, para afectarlo de por vida; la única, de hecho, que debería justificar la creación artística en cada compás y en cada párrafo… le importa poco como se siente uno en cada momento. En realidad no se trata tanto del sentimiento en sí como de la inteligibilidad del sentimiento, así como de todos sus elementos implicados: la síntesis y la elaboración del propio conocimiento, la dolorosa amputación de todo lo prescindible, el imposible esfuerzo por aferrar lo escurridizo… y algo más. Cualquier manifestación espontánea de la inspiración no es más que un embrión, una chispa divina, nada todavía. Se hace preciso elaborarla. En el mejor de los casos, y solo a costa de un trabajo titánico, perseverancia y mucha suerte, el resultado final, quizás, podría aspirar a ese regalo de los dioses que llamamos «obra de arte».

   Pero el «jazzman» está convencido de lo contrario, con su camisa de colores oscilando a un lado y al otro y su sombrero, sus pentatónicas, sus escalitas arriba y abajo, y su izquierda de palo.

   La variedad rítmica, la complejidad armónica, la riqueza imaginativa no garantizan la obra de arte. Cuando es gratuita la entorpecen y la impiden. El «buen gusto» (palabra fetiche del jazz) tampoco es suficiente, por cierto. Cualquier creación que no incluya un contenido profundo y meditado, que no posea una razón de ser urgente y necesaria, una aspiración orgánica… solo puede tener un valor ínfimo, circunstancial y fugaz, por muy complejos que sean sus medios.

   No todo es arte. No llaméis arte a aquello que simplemente comparte un soporte.

   La verdadera creación levita a otro nivel.

   Tampoco basta con «haber vivido mucho», ni surge espontáneamente ante un recorrido vital, ni ante unas experiencias traumáticas, ni ante la adicción a sustancias. Sino que es fruto, sobre todo, de una particular determinación, esa que se sobrepone siempre a la adversidad y marca el paso de los grandes hombres, esto es, de la humanidad entera.

   El jazz no es más que otro producto de consumo temporal, de entretenimiento, un producto de escaso valor artístico pero atrevimiento infinito. En cambio, sus adeptos se obcecan en ubicarlo a la misma altura que la clásica con una especie de infantil empeño, lo que resulta tan poco realista como aquello de comer cinco piezas de fruta al día, además de innecesario.

   A ese público orgulloso e ignorante, que se ufana en repudiar abiertamente la tontería que habita en «esa música para la que hay que entender», y al que tanto repatea el hecho de que, solo por eso, la música clásica se crea superior al resto… permítaseme decirle algo:

   No es que se lo crea.

   Es que lo es.

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