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Opinión: «El concierto psicológico». Por Juan José Silguero

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Autor: Juan José Silguero
15 de enero de 2019

El concierto psicológico

Por Juan José Silguero

   El arte sirve para lo mismo que una cerilla en el campo en mitad de la noche. Una cerilla no ilumina apenas nada, pero nos permite ver cuanta oscuridad hay alrededor.

     W. Faulkner

   La condición previa del valor es el miedo.

     T. Mann

   Un buen número de músicos profesionales muestran gran interés por calentar sus dedos hasta pocos minutos antes de su recital. Pero, incomprensiblemente, se olvidan de calentar algo bastante más importante: su propio estado creativo.

   Los grandes actores siempre llegan al teatro con mucho tiempo de antelación. Gustan de maquillarse sin prisas. Pero, sobre todo, gustan de introducirse gradualmente en su personaje, «calentando» así su innata disposición artística.

   En cambio, viven convencidos de que la clave de una interpretación veraz y convincente consiste precisamente en «no saberse demasiado bien su papel». Entonces sale algo más espontáneo… más urgente, más verdadero.

   La disposición psicológica y emocional del artista es mucho más importante que su preparación instrumental.

   Para la mayoría de alumnos, en cambio, la prioridad consiste en no fallar notas. A éstos acostumbro a preguntarles: «¿Y vosotros creéis que tiene gran importancia que un actor se equivoque en una palabra si es capaz de mantener a su público en vilo, con el corazón encogido? ¿De verdad os parece tan determinante, cuando uno lo contempla desde su butaca conteniendo el aliento, y pensando, con creciente convicción: «No creo que este tío esté actuando en absoluto?»

   No obstante, esa incomprensible capacidad del gran artista no escapa en ningún momento de la esfera de lo imaginativo y lo sugestivo, esto es, de lo irreal.

   Lógico será suponer que los elementos asociados a su interpretación pertenezcan a esa misma esfera.

   Imaginemos que trazamos una línea sobre el suelo con una tiza. Caminar sobre esa línea es fácil. Apenas necesitamos concentrarnos, podemos conversar mientras lo hacemos y hasta hacer el tonto.

   Supongamos ahora que elevamos cincuenta metros esa misma línea... y, de nuevo, tratamos de caminar sobre ella. Todo ha cambiado ya. La línea sigue siendo la misma, así como nuestra capacidad motora, de coordinación o de equilibrio. Pero todo resulta diferente, drásticamente condicionado por esa variación aparentemente inocua.

   La línea, en efecto, continúa siendo la misma… Pero ahora temblamos (lo que compromete aún más nuestro equilibrio), sudamos, y, aunque somos del todo incapaces de pensar en otra cosa que no sea en la línea (aún menos de conversar), sentimos nuestras extremidades y nuestra imaginación inexplicablemente atorados, oprimidos, rígidos, ajenos a nosotros mismos.

   Toda impresión de naturalidad ha desaparecido, y nos desenvolvemos con torpeza, como envarados.

   En el caso de la línea la diferencia es real, tangible, y se concreta en esos cincuenta metros de altura. Nuestro consecuente miedo a caer y matarnos está justificado, y hasta entra dentro de lo razonable.

   Pero a la hora de interpretar una obra sobre un escenario... la diferencia es solo imaginaria.

   La presencia del público no te eleva a ninguna altura (salvo figuradamente), y aún menos compromete tu vida. La caída no se prolongará más allá de una mala crítica –lo cual, si uno lo piensa un poco, tampoco es para tanto–, y el único magullado será nuestro orgullo y nuestro patético ego, es decir, aquello que más despreciamos.

   Así pues, ¿qué es lo que tanto nos aterra?

   Supongamos ahora que contemplamos a un escalador trepando su montaña. El escalador se siente bien, libre, feliz, ejerciendo su actividad favorita, que desarrolla con habilidad y soltura. Pero, de pronto, percibe que alguien le observa desde abajo. Entonces todo cambia. Inesperadamente, el escalador comienza a hacerse preguntas, unas preguntas que realmente no tienen nada que ver con su rutilante actividad: «¿Qué aspecto tendré?» «¿Cómo se me verá desde ahí abajo?» «¿Lo estaré haciendo bien?»

   La sensación de felicidad y de libertad desaparecen como por ensalmo, y son sustituidas por el desasosiego y la inseguridad.

   El escalador pronto comprende que desearía estar en cualquier otro lugar en vez de ese, y su capacidad de disfrute desaparece junto con su soltura.

   En ambos casos –el de la línea y el del escalador–, la única diferencia radica en el punto de vista de su protagonista, es decir el lugar al que éste desea dirigir su atención; un lugar que no depende más que de su libre albedrío.

   Un lugar que no guarda relación alguna con la actividad pasiva de quienes lo rodean.

   Aún recuerdo cuando comenzaba a dar conciertos… Yo me vaciaba por deleitar a los demás, agradar a mi público. Pero, cuanto más me esforzaba por gustar, más sentía cómo ese mismo público se me escapaba, se acomodaba bien en su butaca, y esperaba a ser estupendamente servido, como una persona importante. Igualmente yo me esforzaba, me esforzaba… tratando de dar lo mejor de mí, y me frustraba finalmente al comprender mi incapacidad de conseguir que el público se implicase lo más mínimo en mi interpretación, sintiendo con impotencia esa hiriente pasividad del amor no correspondido.

   Pronto sentí la necesidad de reorientar mi objetivo. La partitura me reclamaba cada vez con mayor intensidad, como la luz a la polilla, y mi círculo de atención se fue estrechando en torno a ella cada vez más y más. El resultado –perfectamente perceptible para cualquiera que ejerza esa suerte de hipnosis colectiva sobre los demás– fue que el público comenzó finalmente a interesarse por mi interpretación. Su agitación resultaba cada vez mayor (en función de la mía), y su curiosidad por ese «algo» que tanto me acaparaba y me perturbada a mí sobre el escenario se hacía evidente.

   Mi atención contagiaba la suya, mi entusiasmo fecundaba el suyo.

   «¿Qué le pasa a este hombre?» se preguntaban. «¿Por qué se agita de ese modo?» Pero, sobre todo, «¿Qué es lo que busca que tanto le interesa?»

   Su círculo de atención se estrechaba así junto con el mío, dejando de abarcar gradualmente las caras conocidas, los vestidos ajenos, las preocupaciones mundanas, para concentrarse en aquello que, al fin y al cabo, nos había reunido a todos allí, y que no aspiraba más que a lo extraordinario. La tortilla se daba la vuelta con una naturalidad maravillosa, y yo sentía que aquello estaba bien, que aquello estaba francamente bien, que justo así era como debía ser: todo el mundo pendiente del artista. Y el artista pendiente de la obra de arte.

   Un artista puede llegar a ser tan hipnótico y sugerente como uno pueda imaginar, pero, en última instancia, su actividad se regirá por su generosidad y su bonhomía. La calidad de su sonido podrá ser fruto de un arduo trabajo, pero su contenido artístico lo será siempre de su experiencia vital, de su inteligencia y de algo más.

   Y le pertenecerá por completo.

   Un artista realmente grande es capaz de hacer intuir al oyente un paraíso cercano y sublime... con uno solo de esos sonidos.

   Pero es el público el que ha de subordinarse al artista, y no al revés. Y aquellos que solo se interesan por el aplauso del público están mirando al arte por el extremo equivocado del telescopio.

   El intérprete puede llegar a sentirse tan aislado como los amantes, que siempre creen ser los únicos habitantes del mundo. Ese ensimismamiento, ese dulce olvido de todo lo demás constituye aquello que Stanislavski llamaba «soledad pública». Pero, a diferencia de los amantes, su verdadera naturaleza, su esencia íntima y hasta su razón de ser carecen de todo sentido alejados de su público, lo que no es sino otra muestra más de inmadurez, como las rabietas de los niños.

   Lo cierto es que no se puede decir que ese público le importe gran cosa… No mucho más que una caja de resonancia emocional; poco menos que un poderoso combustible...

   Pero es que no se trata de eso. Sino de que, igualmente, lo necesita como ninguna otra cosa.

   Aunque solo sea para poder prescindir de él.

   Que así sea. Ese amor del público hacia el artista no necesita ser correspondido para sentirse ampliamente compensado.

   Incluso aunque su recompensa provenga de la más patente indiferencia.

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