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Opinión: «El espíritu del mal». Por Juan José Silguero

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Autor: Juan José Silguero
27 de marzo de 2019

El espíritu del mal

Por Juan José Silguero

   Satán, con sus ángeles tendidos en el lago ardiente, fulminado y atónito, vuelve en sí después de algún tiempo, como resurgiendo de la confusión, y llamando al que, más cercano en jerarquía y dignidad, yace a su lado, hablan de su lamentable caída.

   Satán despierta a todas las legiones, que hasta entonces se hallaban echadas y confundidas de igual manera. Se levanta, se numeran y se colocan en orden de batalla…

     J. Milton

   Recientemente, en el incomparable marco del Palacio de la Merced de Córdoba, el Ministro de Cultura Don José Guirao hacía entrega de la prestigiosa Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes, durante un solemne acto presidido por los mismísimos Reyes de España, Don Felipe VI y Doña Letizia.

   El día anterior había tenido lugar el Acto de Bienvenida y la ya clásica Cena de Honor en el Restaurante «Bodegas Campos», ubicado en el mismo casco histórico de la ciudad –declarada, a su vez, Patrimonio de la Humanidad por la Unesco–, y que reunía a algunos de los más ilustres personajes y dirigentes de la cultura, las artes y la política española con motivo de tan singular evento.

   La web de la Casa Real se hacía eco igualmente de este importante acontecimiento, expresando enfáticamente su reconocimiento hacia aquellos artistas que «han fomentado notoriamente la enseñanza, el desarrollo y difusión del arte o la conservación del patrimonio artístico nacional».

   ¿Qué personaje excepcional, eslabón destacado en el terreno de las artes de un modo eminente, tal y como se establece en las propias bases del premio, fue objeto de tan prestigioso galardón y tan extraordinarios honores?

   Los Hombres-G.

   Chiquito de la Calzada (a título póstumo), Lolita o José Luis Perales fueron algunos de los otros orgullosos galardonados.

   Cada vez resulta más difícil distinguir las noticias reales de las de «El mundo today»…

   Esta medalla de oro –que, por cierto, aparece atestada de normas y Reales Decretos en el BOE, y que otrora fuera concedida a Dalí o Miró, Segovia o Mompou, Kraus o Berganza, y hasta al mismísimo Alberti– conlleva como anexo expreso el tratamiento de Excelencia o Excelentísimo o Excelentísima o Excelentísimo Señor o Excelentísima Señora.

   Aquí sí, en la diferenciación de género y génera todas las luces aparecen encendidas.

   Poco más tarde, el insigne creador colombiano Maluma, destacado exponente de esa suerte de aborto musical que se ha dado en llamar «reggaetón», recogía el primer premio al «Compositor del año» que entrega la Sociedad Americana de Compositores, Autores y Editores (ASCAP), en su vigésimo séptima entrega, y durante un protocolario acto de similares características.

   Todo esto, y mucho más, que parece no abarcar más allá de un condescendiente y avergonzado meneo de cabeza por parte de solo unos pocos, en realidad es trágico.

   Porque detrás del acoso escolar, de la violencia de género, de la corrupción, de la desigualdad (la seria, no la ridícula), de la xenofobia… lo que hay es ignorancia.

   Y detrás de la ignorancia se encuentra el mal.

   La ignorancia, de hecho, es la misma esencia del mal. Su configuración miserable, enclenque, mancilla inevitablemente todo lo que toca, afecta a todos los sustratos que conforman ese complejo entramado que llamamos «sociedad», ennegreciéndolos, y condiciona, en suma, el devenir de todos, prolongándose mucho más allá del simple «entretenimiento» al que cree aspirar el que solo se dedica a consumir música comercial, o televisión basura.

   Su abandono afecta al colectivo, su desidia nos contamina a todos. La simple indolencia, aparentemente inocua, degenera en vicio por simple inercia. El vicio degenera en odio… y, finalmente, en brutalidad.

   La conciencia es la brújula: todo lo que cae fuera de su alcance se extravía. Pero la conciencia no cae del cielo; se hace preciso construirla. Y esa construcción, que es la meta más alta a la que puede aspirar el ser humano, comienza por el maestro de escuela.

   ¿En qué sentido?

   En uno y en todos. La mejora del individuo hace mejor al colectivo. Ese es realmente el primer paso, y también el más importante: el de los cimientos.

   Pero no basta solo con saberlo.

   Hay que poner manos a la obra.

   Casi todos los vicios comienzan en la vagancia de los primeros años, fatídico momento en que la conciencia de cada uno se encuentra aún en estado «embrionario» podríamos decir, virgen, incapaz de distinguir incluso el bien del mal. Y es por eso que los niños son los más vulnerables de todos.

   Hasta que se los educa.

   Todo lo que hay en nosotros de salvaje, de desmesurado, proviene de la ignorancia… Erradicadla, y eliminaréis simultáneamente el germen del crimen.

   El malvado solo es miope.

   ¡Inundadlo de luz!

   Pero cuando el mayor ignorante es ministro de cultura de un país… la cosa se complica.

   La masa solo quiere divertirse, es preciso decirlo. También ellos son niños. No les entra en la cabeza que no todo tiene que ser divertido; lo trascendente aún menos. A mi hija de cinco años le pasa exactamente lo mismo. Penetrar en los últimos cuartetos de Beethoven no es divertido, sino sublime; familiarizarse con la milagrosa obra de Mann no es ameno…

   Para quien se niega a «aburrirse», es decir, para la inmensa mayoría, lo sublime está vedado. Y esa es la razón por la que el acceso a la verdadera cultura siempre será restringido. Es la propia cultura la que establece esa restricción –no los músicos «elitistas», no los escritores «serios»– en función de un peaje tan justo como costoso, y que muchos pretenden ahorrarse:

   El del esfuerzo.

   Pero es que quien acepta ese peaje no aspira únicamente al placer. Aspira, sobre todo, a perfeccionarse. Cuesta mucho trabajo hacerse mejor. Y ese noble empeño, que destila sabiduría en cada paso, apela directamente al amor, ya que ninguna cosa puede ser amada –ni odiada, como proclamaba un tal Leonardo da Vinci– si antes no se tiene conocimiento de ella. Y si hay algo que conlleva el amor es el poderoso impulso de «querer ser mejor» –más noble, más bueno, mejor– para ser merecedor del objeto amado, para estar a su altura.

   No se ama mientras se menosprecia.

   ¿Qué saldrá de tan sublime determinación?

   El mañana.

   Libertad no es arbitrariedad. Seríamos monstruos si cediésemos ante nuestros desenfrenados impulsos. El instinto vital, desprovisto de disciplina, puede llegar a ser abyecto, homicida…

   La maldad solo es perezosa.

   Por todo ello, se hace preciso decirlo una vez más, las veces que haga falta: la cultura de verdad no habita en el circo; no se emite por televisión, no es divertida, y no se adquiere gratuitamente. Extraer toda la riqueza de El Quijote supone un trabajo arduo; familiarizarse con Mahler es un curro…

   ¿Os molesta trabajar?

   Pues bien, no haréis otra cosa. Solo que en vez de frutos recogeréis tempestades.

   La magnanimidad no viene de serie; la probidad se desarrolla…

   En cambio, la ignorancia tiene una fortaleza que es el orgullo, y muchos dedican su vida a defenderla con soberbia; y ponen tantos más centinelas cuanto mayor es su ignorancia.

   Hay ocasiones en las que el progreso parece reflejar un aspecto encantador, aparentemente accesible, y que hasta se parece un poco a un atajo: es intrépido. Pero la verdadera audacia, la trascendente, aquella que mueve montañas y gobiernos solo puede provenir de la ciencia, de las letras, de las artes, de la educación.

   Alejado del conocimiento, el atrevimiento no es más que estupidez, bestialidad.

   Todos estos peligros nos rodean… dentro y fuera, pues también habitan en cada uno de nosotros.

   ¿Qué hacer para combatirlos?

   Luz, luz a raudales.

   La mirada del artista está hecha de relámpagos. La conciencia tiene un ideal, y toca un instrumento, y también pinta cuadros. Como logra ese tosco caleidoscopio de madera que toca, o esa tela que garabatea, presionar tanto sobre el alma humana es un misterio. Lo vulgar es popular porque se encuentra al alcance de cualquiera, especialmente del perezoso. Es el camino fácil, pero también es el camino feo; e intrascendente. La bondad posee criterios estéticos…

   Los monstruos son siempre deformes, asimétricos.

   El artista es el embajador de la cultura, por supuesto que lo es.

   Pero no es el único.

   Hay un juez en Granada que condena a sus delincuentes adolescentes analfabetos a aprender a leer y escribir en menos de seis meses. Aquellos que lo logran, se libran de la multa. O de la cárcel.

   Esto es deslumbrante, raya en lo sublime.

   En cierta ocasión, tras una de sus polémicas sentencias, sus palabras exactas fueron: «No se puede castigar con una pena a alguien que no ha tenido jamás la más mínima formación. La sociedad no le puede exigir una responsabilidad penal a quien es víctima de la propia sociedad».

   Hace unos ciento cincuenta años, un tal Víctor Hugo venía a decir más o menos lo mismo, aunque con otras palabras: «Si un alma sumida en las tinieblas comete un pecado, el culpado no es en realidad el que peca, sino el que no disipa las tinieblas».

   Todos nos necesitamos… La educación de una sociedad, es decir, su conciencia, apela a todos y cada uno de sus miembros.

   Es una absoluta vergüenza que el Ministerio de Cultura de un país supuestamente desarrollado otorgue un premio de prestigio a semejantes personajes…

   Concedido.

   Pero aún lo es más ser consciente de ello, y mirar hacia otro lado.

   Educación, cultura… Esos topos no resisten la luz del sol.

   El espíritu del mal es la ignorancia. Su consolidación supone el triunfo de lo tenebroso, de lo abominable. Pero la última palabra, la decisiva, nos pertenece a todos.

   Y de ella depende el porvenir.

   No asumamos lo grotesco; no dejemos de escandalizarnos ante lo execrable…

   Disipar las tinieblas, tal es el noble objetivo.

   Y nadie tan capacitado para hacerlo como el artista.

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