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Opinión: «El latido del miedo». Por Juan José Silguero

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Autor: Juan José Silguero
21 de mayo de 2019

El latido del miedo

Por Juan José Silguero

    En las cosas humanas hay una marea, que, si se la toma a tiempo, conduce a la dicha y la fortuna. Para quien la deja pasar, el viaje de la vida se pierde en bajíos y desdichas.

   W. Shakespeare

   Nadie tiene ya tiempo para nadie.

   R. Bradbury

   Existe todavía, en algunas fábricas antiguas, una máquina capaz de generar a quien la maneja auténtico espanto por representar aquello que, consciente o inconscientemente, más temor y más inquietud nos inspira a todos, aquello que nos hace sentir finitos, vulnerables, un juguete en manos de nuestras particulares circunstancias.

   Es el laminador.

   El laminador es una máquina voraz, inasequible a la duda, implacable. Si cometes el menor error, no tendrá piedad; si te atrapa por el extremo que sea deberás darte por perdido: te devorará sin vacilar, te engullirá lentamente y continuará su inexorable ciclo tranquilamente, indiferente y atroz, inmune, como el itinerario inamovible de un transatlántico.

   Pues bien, la costumbre es una misma cosa.

   Aplaca todos los ánimos, apacigua todos los Vesubios, convierte lo extraordinario en ordinario, y lo ordinario en algo vulgar. Su latente regularidad presiona sobre el ser humano como ninguna otra cosa, lo erosiona lentamente, sin tregua y sin descanso, y sin ejercer violencia alguna.

   Nada resiste la perseverancia de la ola contra la roca…

   El hombre es la roca.

   La ola es el tiempo.

   La costumbre parece capaz de detener el tiempo cuando se le antoja, haciendo largas y pesadas las horas y dando lugar al aburrimiento. En cambio, vista en perspectiva, la impresión global será la de acortamiento, debido a que la memoria fija solo aquello que escapa del estrecho marco de lo cotidiano –los momentos extraordinarios–, conservando y aislando su contorno de la regular rutina.

   Los grandes periodos, acontecidos con monotonía, dan lugar a una aceleración del tiempo que espanta.

   Y al revés.

   Todo lo novedoso, todo lo emocionante parece hacer pasar las horas a enorme velocidad. Pero, contemplados en su conjunto, todos esos acontecimientos excepcionales nos darán más tarde la impresión de haber vivido un periodo de tiempo singularmente amplio y fecundo, debido a la abundancia de recuerdos inusuales.

   Y es que, a menudo, la memoria resulta comportarse de un modo voluble, caprichoso, y su insondable voluntad parece no tener demasiado que ver con nuestro libre albedrío. Hay ocasiones en las que puede grabar un suceso cualquiera con cincel de acero, mientras que otros hechos, en principio más trascendentes, se escurren de nuestra conciencia con la irritante facilidad de lo recién soñado, pocos minutos después de despertar.

   El resultado final es la idealización de los recuerdos.

   Pero ningún recuerdo sacia… por extraordinario que sea. Sino que deja tan insatisfecho como la descripción de una suculenta comida.

   Y aún sacia menos a quien ha comido poco.

   Por eso para los niños las navidades son un mundo, y el verano un universo. O lo que también sucede en los viajes, cuando uno se sorprende ante «la cantidad de cosas que ha hecho», y el tiempo parece dilatarse indefinidamente. Los recuerdos permanecen en el subconsciente de cada uno con un ritmo propio por así decir, variable, y tanto más personalizado cuanto mayor es la impresión de novedad. Los cambios, en efecto, juegan un papel esencial en nuestra capacidad de adaptación, pero también en nuestra percepción por cierto, renovando la necesidad de estímulos externos, «rejuveneciéndonos» ante la obligación de ofrecer una reacción, y fortaleciendo, en definitiva, nuestro natural instinto.

   El poso que finalmente queda es el extracto de lo extraordinario.

   Lo mismo sucede con la obra de arte.

   Los sentidos atrapan los sonidos, o las imágenes, del instrumento externo, pero adquieren vida en el interior del espectador dando lugar a la creación de un nuevo ser, tal y como sucede con el amor. Y quizás ese sea el mayor milagro de todos: que la obra de arte termina siempre de completarse por manos ajenas. Ese nuevo ser, aunque imperfecto, también late, también respira, aunque su latido y su respiración no puedan ser regulares por provenir del mismo lugar asimétrico que impone la naturaleza, el mismo que dicta, entre otros, el pulso estentóreo y secreto del viento y de las olas.

   La sangre y los nervios se los presta el humano que lo hace vibrar, así como su soplo inicial, pero su aspiración final no puede ser otra que la de cobrar vida propia.

   Sin esa aspiración, el piano no es más que un ataúd.

   Sin pulso, cualquier cosa está muerta.

   La obra de arte respira… Y, al igual que el ser humano, también ella aborrece todo lo que la controla y limita.

   ¿De dónde provendrá esa infatigable pretensión humana de abarcar lo inabarcable?

   El metrónomo es un invento terrible.

   Primero te juzga, luego te apremia, finalmente te desecha, y prosigue su camino sin ti. Hay un sabor a muerte en ese desahucio, en ese tren que se escapa… La máquina te confirma que desperdicias la vida. Es el latido de un sádico, haciendo visible la persecución de un psicópata.

   Y nada estresa como eso.

   Su inasequible inflexibilidad hace sentir rebajado de algún modo, acomplejado, en un estado de lamentable inferioridad. No obstante el metrónomo, ese mercenario del tiempo, no tiene consideración alguna, y se muestra tan arrogante e indolente como un gato. Es entonces cuando uno lo maldice, con esa inclinación ancestral que nos impele a insultar al enemigo, aun sospechando que el verdadero insulto va dirigido hacia uno mismo.

   Dicen que Einstein era un estudiante lento. Requería más tiempo que los demás para asimilar la materia, tardaba mucho en responder a las preguntas del profesor y apenas lograba retener nada de memoria. Pero cuando uno deambula por el mundo con mayor lentitud que los demás, también ve más cosas. Y tantas veces sucede que aquello que llamamos «genio» no es más que la consecuencia de un ritmo vital diferente. El verdadero conocimiento se desenvuelve con parsimonia, necesariamente, por tener que manejar su mayor o menor caudal de información de un modo reflexivo, significativo, como cuando algo cae al fondo del océano. Es obvio que el tránsito de información no es lo relevante, sino que la clave radica en su asimilación. Pero cuando los estímulos y las novedades son demasiado rápidos… sencillamente no da tiempo a interiorizarlos, ya que la agilidad es enemiga de la asimilación.

   Es por eso que las máquinas son ineficaces en su aplicación educativa, al crear un escenario fugaz e inestable en el que todo baila y nada permanece, por mucho que sus ágiles usuarios se crean portadores de una ingente cantidad de sabiduría.

   No son portadores, sino meros intermediarios.

   Y la diferencia es enorme.

   Esa velocidad da lugar, inevitablemente, a la dispersión, al eliminar esa hierba que tan imprescindible resulta al ser humano a la hora de digerir la información significativa y de la que ya hemos hablado, ese requisito ineludible, tan fastidioso como fecundo, que se relaciona con nuestro entusiasmo del mismo modo que la sombra se relaciona con la luz:

   El aburrimiento.

   La costumbre, en definitiva, debilita, oxida el organismo, impidiendo su natural impulso de adaptación y haciéndolo desembocar en el estancamiento. Pues hay un tipo de aburrimiento estéril, ocioso, que se dedica a quemar infructuosamente el tiempo, y otro fecundo y necesario, que es el barbecho en el que germinan las grandes cosas. El triunfo del primero sobre el segundo degenera en algo peor que el deterioro físico: la desidia moral. Y nada perjudica tanto el ánimo –es decir, el aprendizaje– como su resultante hastío.

   La capacidad de apreciar lo bello, aquello que más justifica nuestra efímera comparecencia en este mundo, también es una cuestión de ritmo; pero nunca de apremio, y menos aún del que dicta la máquina, por mucho que ése sea precisamente el correcto.

   Esa luz indirecta, esa secreta intuición humana establece que no hay nada más imperioso que perder el tiempo…

   Ni más necesario.

   ¿Y qué mayor pérdida de tiempo existe que la del arte?

   En cambio el hombre, en su eterna contradicción, siempre cree necesitar aquello que, en realidad, lo limita. La innecesaria (e imaginaria) prisión a la que se condena a sí mismo desemboca en la idea fija, el obstinado orbitar de la atención en torno al mismo lugar, que termina degenerando en la obsesión y la monomanía.

   Ese retorcido obcecamiento resulta tan hiriente para nuestra natural conciencia como un sacacorchos, penetrando un poco más con cada vuelta.

   Ese es el latido del miedo…

   Cuando el hombre envejece parece dormir cada vez menos, como si su proximidad con la muerte lo instase a no malgastar nada de su tiempo, igual que el que estira su dinero cuando le queda poco. El apremio que padece quien sospecha que no ha vivido tanto como debería siempre es insomne. Y es que el tiempo, la única carrera del mundo que se desarrolla hacia atrás, se está siempre acabando.

   El primero en llegar a la meta, pierde.

   La repetición de aquello que nos otorga una ficticia seguridad, y que el hábito convierte en una segunda naturaleza, conduce a esa apisonadora que llamamos «la fuerza de la costumbre».

   Pero resulta que algún día, un martes soleado como este mismo, en nuestro lecho de muerte, no nos lamentaremos de habernos perdido todas esas notas de paso de la vida, el itinerario tedioso y regular de las manecillas del reloj. Sino sus giros esenciales, sus modulaciones principales –sobre todo las imprevisibles, especialmente las inesperadas–, sus desordenados acentos, sus contrastes y sus cadencias, que, aislados del vulgar contorno de lo cotidiano, harán de nuestra vida algo excepcional, único, trascendente.

   Y es precisamente para eso para lo que estamos aquí cada uno de nosotros…

   Para hacer algo extraordinario.

Fotografía Metrónomo gigante de Praga: Prague City Tourism.

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