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Opinión: 'El triturador de sueños'. Por Juan José Silguero

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Autor: Juan José Silguero
7 de marzo de 2018

   Por Juan José Silguero
Educar a un niño no es hacerle aprender algo que no sabía, sino hacer de él alguien que no existía.

   J. Ruskin

He sido un hombre afortunado en la vida: nada me fue fácil.

   S. Freud

   Existe una figura que se repite en nuestra sociedad con desmoralizante frecuencia. Una figura aparentemente respetable, bienintencionada incluso, pero, precisamente por eso, más peligrosa que cualquier otra, y que de hecho es responsable de boicotear año tras año los sueños de los cientos de alumnos de los que se nutre del modo más pérfido posible, esto es, mediante su manifiesto deseo de ayudarlos:

   Es el profesor impostor.

   Su extendida presencia supone una lacra, un cáncer invisible que hace ya mucho que degeneró en metástasis, al menos en España.

   Pero no hablo aquí de la mayor o menor capacidad empática de la que gozan ciertos docentes de forma innata, ni de su habilidad para mantener la atención de los alumnos en clase, ni de esa extraña ilusión que unos cuantos profesores vocacionales son capaces de generar hacia sus enseñanzas, haciendo que éstas sean recordadas (¡casi nada!) durante el resto de sus vidas. Sino de la verdadera impostura, la más elemental, aquella que se deriva de la simple y llana carencia de formación del docente.

   Y es que, en España, se ha convertido en habitual el hecho de que cualquier alumnito de escaso nivel se apresure a colgar en su puerta el cartel de “Profesor de música”; se dedique a dar clases extraescolares de guitarra o de piano en los colegios o en los institutos, o se ofrezca directamente a impartirla a nivel privado. Y lo más sorprendente de todo es que, en la mayoría de los casos, ese tramposo infiltrado no da abasto de alumnos, especialmente si se trata de un adulto con buena presencia y cobra caro.

   Es un estafador, un sinvergüenza, y además de la peor calaña, pues pocas cosas pueden existir más denigrantes que la de engañar a niños.

   En un principio uno podría presuponer que se trata de casos puntuales, aislados, y, por lo tanto, insignificantes. Pero no es así, y menos aún en un país en el que, como todo el mundo sabe, los jetas y los estafadores campan a sus anchas de forma histórica.

   Se aprovechan del enorme interés musical que, en cambio, aquí impera. Los conservatorios y las escuelas de música tienen mucha más demanda de la que pueden atender, las academias privadas gozan de una salud excelente… Todo el mundo quiere aprender música. Y es entonces cuando los padres apuntan a sus hijos con este personaje que tan a mano les viene. Y lo hacen con incomprensible confianza, con la misma resignada ignorancia con la que dejan sus vehículos en el taller mecánico; pagan religiosamente su recibo mensual no declarado, y los mantienen con él durante largos años, con esa terrible fidelidad que otorga la aciaga costumbre, y absolutamente ajenos al hecho de que cualquier diletante sin escrúpulos puede ofrecerse como profesor de música sin tener apenas conocimientos musicales.

   Pues no nos engañemos, de música, la más abstracta y subjetiva de las artes, el español medio tiene aún menos idea que de motores, lo que le sitúa en una posición de evidente vulnerabilidad.

   Es lo malo que tiene la ignorancia, que te estafa hasta el más tonto.

   Esta situación, que se describe en un momento, constituye una verdadera tragedia: aquella que trunca los sueños de miles de niños.

  Pero que no cunda el pánico. El panorama no es tan malo como parece.

   Es aún peor.

   Pues, por sorprendente que pueda parecer, esta grotesca situación no solo se da a nivel privado, sino que es frecuente encontrar a profesores en escuelas municipales, en colegios concertados, que llaman enseñar “Música”, o “Iniciación musical”, o “Música y movimiento” a tener a los niños bailando con el Cantajuegos, o tumbados en lonas “relajándose” con Mozart de fondo, o coloreando fichas de instrumentos. En la mayoría de estas escuelas ni siquiera es necesario disponer de instrumento propio, y las clases que debieran ser individuales las reciben grupos de numerosos alumnos al mismo tiempo.

   En otros casos aún más llamativos la materia se imparte mediante sistemas de enseñanza musical creados por ellos mismos y que, por supuesto, carecen de toda validez oficial, homologación o difusión. Éstos suelen incluir el aprendizaje de un lenguaje musical también propio (que solo existe en ese centro), conformado mediante símbolos inventados, cifras o colores. Esto último es muy popular, por cierto, y los alumnos acostumbran a llenar sus instrumentos con pegatinas azules, verdes, amarillas –sobre las teclas del piano, sobre el diapasón del violín–, que son las encargadas de representar las diferentes notas musicales. Las indicaciones de tempo o de dinámica, en cambio, se suelen indicar directamente mediante grafías inventadas.

   Lo más absurdo de todo es que seguramente les costaría bastante menos enseñar música de verdad. Pero vivimos en España, España, ese pintoresco país en el que lo populista se sitúa siempre por encima de lo legítimo y lo bien hecho, en el que cumplimentar cualquier trámite administrativo oficial puede llegar a ser más difícil que darse de baja en Orange, en el que el “no se puede ser más tonto”, como dijo alguien, muchos parecen tomárselo como un reto personal, y en el que el profesional serio se puede llegar a sentir frente a los recursos efectistas, los colorines y los charlatanes de feria tan desamparado como Spiderman en un descampado.

   No obstante, resulta que un buen día, después de muchos años de desplazamientos y de tiempo invertido por parte de padres y alumnos, de dinero gastado en mensualidades y en iridiscentes partituras, en instrumentos comprados con infinita ilusión… los alumnos descubrirán, desconcertados, que todo lo aprendido no les sirve absolutamente para nada, que el diploma de imprenta obtenido carece de la menor validez oficial, y que ni siquiera existen partituras “de las que él sabe leer” en ninguna tienda de música con las que poder seguir progresando con su instrumento, sino solo “del solfeo ese”.

   Esto es intolerable. En cambio, sucede todos los días.

   Pero, sobre todo, comprenderán que ya es demasiado tarde para ponerse a aprender de verdad.

   Ya no digamos para dedicarse a ello.

  Casi puedo escuchar a sus padres…

   ¿Cómo que demasiado tarde? ¡Si llevamos a nuestro hijo a música desde que tenía seis años!

   Empezar de cero con cierta edad, o mejor dicho, de menos cero, una carrera musical que consta de catorce años como mínimo, suele ser una montaña demasiado alta para la mayoría de estos alumnos.

   Si realizan las pruebas de acceso al conservatorio –ese lugar siempre denostado, pero donde resulta que se enseña música de verdad– les penalizarán por tener más edad que los demás. Sus supuestos conocimientos previos se convertirán en su peor enemigo, no les otorgará ninguna ventaja, pues ningún profesor desea coger a un mayorzón atestado de vicios y de defectos. Por un motivo muy sencillo: porque son francamente difíciles de erradicar, imposible en muchos casos, lo que termina acarreando verdaderos sufrimientos tanto al profesor como al alumno.

El despiadado mensaje que llega a estos chicos, auténticos enamorados de la música en muchos casos, es inexorable:

   “Ya vas tarde para esto de la música”.

   Y de lo que se enseña en los colegios casi mejor ni hablamos. Basta recordar que, después de tantos años de formación musical e innumerables horas invertidas, ni un solo alumno sale de allí sabiendo hacer un sol con un canuto.

   Quizás lo más trágico de todo sea que esta incalificable situación está condenada a perpetuarse en el tiempo. Pues son muchos los que “aprendieron” de esta forma y se niegan a aceptar su falta de preparación y su ignorancia, dedicándose a impartir clases de música con idéntica impunidad, e incluso con una elevada carga de rencor en muchos casos (al fin y al cabo el odio es un sentimiento tan legítimo como el amor… y es un combustible de la hostia). Así, la historia vuelve a empezar de nuevo, una y otra vez, en todos los rincones de España.

   Si el vaso no está limpio, lo que en él derrames se corrompe (Horacio).

   Abrid los ojos… estad atentos, no os despistéis un instante. Puede que un día os toque rendir cuentas con ese pequeño alumnito de mochila abultada al que tanto le gusta cantar, o rasguear la guitarra, o trastear con el piano, y que tanto depende de vuestra atención.

   No os confiéis, no bajéis la guardia ni un momento, no le decepcionéis…

   Porque hay decepciones que acompañan toda la vida.

Fotografía: linkedin.com/pulse/how-traditional-piano-lessons-cripple-our-children-hellene-hiner

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