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Opinión: 'Narciso frente al espejo

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Autor: Juan José Silguero
20 de febrero de 2018

Narciso frente al espejo

  Puesto que el arte es el grito de socorro de quienes experimentan en sí mismos el destino de la humanidad, interiormente, en ellos, está contenido el movimiento del mundo. Hacia afuera se abre paso solo el eco: la obra de arte.

   A. Schönberg

   Soy un firme convencido de los valores de la fisiognomía. Los rasgos físicos revelan al hombre, tal y como la partitura refleja el contenido musical. La expresión interpreta –a su manera, eso sí– lo que habita en el interior de cada uno, y su obra final resulta inesperada para todos, incluso para su propio portador.

   En cierta ocasión, Oskar Kokoschka, el famoso pintor, le dijo a su modelo: “Los que a usted lo conocían bien no lo reconocerán; pero quienes no lo conocen lo reconocerán muy bien”.

   ¿Qué es la interpretación? Telequinesis, por supuesto. Afecta, sugestiona, mueve todo de lugar. Y ese movimiento deja su huella indeleble allí por donde pasa, igual que los acontecimientos climáticos modifican la faz de la tierra. Cada línea es un indicio, cada surco un matiz, cada gesto una revelación. En una encrucijada de arrugas se han dado cita todo tipo de pensamientos, y de vivencias. Y allí donde la tierra no ha sido maltratada y ajada… nada germina.

   ¿Qué buscaba Narciso en aquel reflejo? Quizás nada más que ese “fantasma inasible de la vida” al que se refería Melville. Ese espejismo… cuya huella se extingue tan rápido como su imagen sobre el agua.

   O quizás buscaba todavía más lejos. Allí, donde habita lo que tanto nos angustia a todos.

   El día que dejemos de mirar será el día en que se termine todo…

   Si queremos conocer si nuestro interlocutor nos dice la verdad escrutamos su rostro.

   Lo mismo sucede sobre el escenario.

   Pero mirar es solo el primer paso. La gran aspiración consiste en ver.

   En principio, esa inspección parece dirigirse al interior del hombre. Al fin y al cabo el rostro del artista no suele reflejar gran cosa. Todo es esfuerzo, afán, concentración. La crispación de su boca refleja la tensión heroica que habita en su interior, mientras que su mirada se prolonga hacia regiones habitualmente ignoradas por los ojos de carne, similar a la mirada del niño cuando se amamanta.

   Su estela, no obstante, entre el fulgor y la aleatoriedad, se proyecta frente al espectador como una luciérnaga extraviada y melancólica.

   Igualmente… el oyente se afana por verlo. Algo instintivo le advierte de su trascendencia. A fin de cuentas nos enamoramos siempre de un rostro, de una representación física, de una imagen. No se suele disfrutar contemplando lo feo, como no se disfruta saboreando una tiza.

   ¿Cómo no valorar la expresión del artista al que tanto se admira?

   En cambio, la belleza interior de éste rara vez se corresponde con su representación externa. Y hasta más de uno demuestra no tener el menor reparo en mostrar expresiones que más bien ofenden a la vista (ejemplo, Mitsuko Uchida). Poco importa. El mitómano se convencerá igualmente de estar contemplando una deidad.

   Pero resulta que, sobre el escenario, todo es estética sin excepción; o debería serlo. Pues allí donde uno acude a llenarse de belleza, el desagrado visual también tiene un peso. No se puede amar lo que obliga a cerrar los ojos, o, por lo menos, resulta mucho más complicado. Lo que cansa a la vista cansa también al espíritu.

   Y es aquí donde entran, a día de hoy, las minifalderas, los colores delirantes, los peluqueros epilépticos… todo ello tan innecesario para el cometido del verdadero arte como imprescindible para los empresarios que promueven toda esta pantomima, y que (imagina uno, inocentemente) deben estar convencidos de que un pájaro puede nacer en el aire, y seguir volando.

   No es así, por cierto, y el recorrido de estos “artistas” siempre es de corto alcance.

   Esto recibe un nombre: obsolescencia programada. O el arte de estafar al consumidor.

   Y tiene poco de inocente.

   Pero sus seguidores, por supuesto, tragan como lo que sencillamente son: ignorantes musicales. Ese público, de hecho, paga sumas increíbles para ir a ver representaciones de un nivel irrisorio, por motivos de tanto peso como la originalidad de sus atuendos o lo desacostumbrado de sus maneras (véase, por poner solo un ejemplo, aquellos que se dedican a departir amigablemente con los espectadores, algo muy en boga hoy en día). Por algún motivo desconocido, a ese público, cada vez más numeroso, le encanta ser convencido de que no es necesario tener nivel alguno para comprender la música de calidad, ni esforzarse lo más mínimo, ni dedicarle muchísimo tiempo. Sino que el fantoche descarado que tienen delante les va a transmitir directamente toda la inescrutable riqueza y los más recónditos misterios de la música culta, su inabarcable grandeza y sus sutiles encantos, sin esfuerzo y sin sufrimiento alguno, independientemente de su nivel intelectual, madurativo o vital, hayan desarrollado o no su sensibilidad y su inteligencia a través de los años y de las horas de dedicación… todo eso a lo que, precisamente los más grandes, dedican su vida entera, y de los que, entiendo, deben pensar directamente que son gilipollas.

   Es normal que ese público se atreva a exigir, además, que sea el artista el que se agache a su ridículo nivel a ilustrarlos.

   Para eso sirve la tradicional distancia entre el artista y su público, entre otras cosas, para mantener a cada uno en su sitio.

   O, por lo menos, servía.

   Y hasta tenía un nombre: respeto.

   Cada cual en su lugar, por favor. El artista, sobre el escenario, alumbrando.

   El espectador, calladito en su butaca. Y agradecido.

   De lo contrario, es mejor que se queden en su casita, con sus Einaudis y sus Yirumas, y convencidos de que “la música clásica es sublime”.

   Recuerdo al bueno de Richter proponiendo tocar detrás de un biombo… Cuando Pogorelich buscaba pelusas sobre el teclado en el Chopin de Varsovia, ¿qué pretendía sino un primer contacto físico con el instrumento? Una ventaja. Cualquier alumno de la vieja escuela rusa conoce este fantástico truco. Y hasta el propio Richter se obsesionaba con la tensión que acumulan casi inevitablemente los tobillos y el cuello.

   La tensión interna de Gould, en cambio, afloraba a la superficie mediante su famoso canturreo.

   Siempre hay una vía de escape para ese millón de voltios que aglutina el artista creador, y es importante que la haya. Aunque, en la mayoría de los casos, resulte tan inesperada como necesaria.

   Por todo ello… contemplad el gesto del verdadero artista sobre el escenario. Alguno queda todavía. Contemplad más allá de su concentración, de sus ojos bajos, de su sufrimiento… Quizás, si estáis atentos, incluso lleguéis a atisbar una pizca del incontrolable pánico que en realidad lo corroe, como si oscilara sobre un insondable abismo.

   ¿Y cuándo no oscila el hombre sobre un insondable abismo?

   No existe móvil tan inoportuno que coarte ese desasosiego; no hay tos que tamice esa impresión de histeria, ni que devuelva al oyente mundano, aunque sea fugazmente, esa impresión de normalidad que tanto añora.

   No, frente al artista.

   “Y si eres filósofo, lector, sentado en el bote ballenero no sentirás en tu corazón ni una pizca más de terror que frente al hogar, en el atardecer, con un atizador a tu lado en vez de un arpón”.

   Tampoco tú, espectador, por más que te escondas tras tus molestas toses y tu programa de mano.

   Así pues… presta atención. Abre bien los oídos, abre también los ojos, no te distraigas un momento: lo que ahora contemplas dejará de existir en apenas un par de horas.

   Su influjo, en cambio, te acompañará durante el resto de tu vida.

Fotografía: Warner Classics.

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