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Opinión: 'Nunca le des la espalda a un pingüino'. Por Juan José Silguero

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Autor: Juan José Silguero
26 de diciembre de 2017

NUNCA LE DES LA ESPALDA A UN PINGÜINO

   Por Juan José Silguero
   En su justicia, el mar inmortal otorga a los hombres a los que indulta con desdeñosa piedad el pleno y ansiado privilegio de no descansar.

                    J. Conrad

   No a todos les han sacado los ojos; hay quien se complace en cerrarlos. Pero cuando se es una bestia… hay que esperar padecimientos.

                     M. Gorki

   Nueve de cada diez alumnos de conservatorio no escucha nada de música clásica. Esto quiere decir que tienen exactamente la misma idea de quien es Mahler que cualquier otro alumno ajeno al conservatorio, es decir, ni la más remota, desoladora estimación que se suma a las ya habituales: los alumnos no leen, no acuden a museos, teatros ni conciertos, y no muestran el menor interés en ningún tipo de actividad cultural.

   Nueve de cada diez alumnos… Se trata de una estimación generosa.

   Qué duda cabe de que las apasionantes audiciones propuestas en sus clases de lenguaje musical, de historia de la música, de armonía –con las mejores intenciones, claro está– contribuyen a consolidar aún más tan asombrosa estimación… tan trepidantes y acertadas como las obras literarias que le suelen proponer en los institutos, El Quijote, La Celestina y compañía, idóneas, sin duda, para quinceañeros que no se han acercado a un libro en su vida.

   Las mejores intenciones del mundo, alejadas de los intereses reales de los alumnos, no sirven absolutamente para nada.

   Pero resulta que un estudiante de música que no escucha música es tan absurdo e imposible como un aspirante a escritor que no lee…

   Más estimaciones generosas:

   Nueve de cada diez alumnos abandona sus estudios musicales en el conservatorio –esa guardería de lujo y barata– nada más finalizar el Grado Profesional. Esto significa que después de, al menos, diez años de desplazamientos al conservatorio una media de tres días por semana, largas horas de permanencia en sus clases (con la consecuente falta de atención en casa a las tareas escolares), innumerables horas de práctica instrumental… sin contar con el tiempo de dedicación a sus numerosas asignaturas teóricas, la inmensa mayoría de ellos no mantendrá posteriormente el más mínimo contacto profesional (ni de ningún otro tipo) con el mundo de la música.

   Esa inmensa mayoría, de hecho, ignora incluso que con el Título Profesional de Música no pueden opositar a Primaria ni a Secundaria, optar a una buena orquesta, ni mucho menos enseñar en conservatorios oficiales.

   En poco tiempo perderán también el nivel adquirido durante tantos largos años.

   Diez años de carrera… para mantener un simple hobby.

   La situación es tan absurda que ni siquiera se puede decir que estén allí “por afición”. Pues…

   ¿Qué afición es esa a la que la “música clásica” le aburre?

   Su inmadurez y su ignorancia resultan evidentes. Son los mismos que se marchan tan contentos a casa después de una audición por no haber fallado ninguna nota (aunque hayan tocado con una carencia absoluta de musicalidad), o que lo ignoran todo sobre el autor que interpretan, aún teniéndolo al alcance de uno solo de sus infinitos clics diarios.

   En clase no entienden nada. Te miran… pero sus ojos solo reflejan la pantallita de su móvil. Es inquietante, y muy deprimente.

   Todo esto no es sino una consecuencia más de ese triste intercambio que se produjo hace ya algún tiempo: el de lo elaborado por lo inmediato.

   El libro por el móvil.

   Se quejan de “falta de tiempo”… pero sí lo tienen para mantener cuenta en Facebook, Twitter e Instagram, y gestionarla; intercambiar millones de mensajitos (el tiempo promedio de dedicación al Whatsapp ronda las seis horas diarias), escuchar horas de música basura en sus móviles o hacerse virtuosos de los juegos en línea.

   Pero luego llegan a clase, semana tras semana, asegurando no haber tenido tiempo “ni de abrir el piano”, como esa pesadilla que todos los profesionales hemos tenido alguna vez en la que te encuentras sobre un escenario sin tener ni la más remota idea de lo que vas a tocar.

   Estos alumnos no merecen aprobar… pero yo disfrutaría más si pudiera suspender también a sus padres, a todos esos que tan pronto aprendieron que el modo más eficaz de desactivar al niño es darle una maquinita (los Ipads para bebés volverán a ser superventas estas navidades, encabezados por el más pérfido de todos: el “educativo”) sin tan siquiera cuestionarse de quién es el verdadero beneficio.

   A cambio, les sustrajeron el hábito de leer… y lo hicieron para siempre. Pues, al lado de la maquinita, el libro… ¡es tan aburrido!

   Y así se lo parecerá el resto de sus vidas.

   Gracias papis.

   El que no quiere leer no se diferencia del que no sabe leer, decía Twain. Leer es importante; es lo que nos diferencia de las adelfas. Pero, para un artista, también es esencial, tanto como escuchar buena música, asistir a conciertos o frecuentar los museos.

   Lo más gracioso de todo es que la mayoría de ellos (y especialmente sus padres) viven convencidos de los indudables aportes educativos de la maquinita. Estos alumnos se suelen mostrar invariablemente torpes en su acercamiento musical. Su imaginación escasea, su creatividad brilla por su ausencia. Es normal, llevan toda la vida utilizando algo que ya les da todo eso hecho. Al no verse en la necesidad, nunca tuvieron la oportunidad de desarrollarlo.

   En un periodo de tiempo relativamente breve, estos alumnos han pasado de ser “esponjas” a jubilados largo tiempo alejados de cualquier actividad intelectual.

   ¿Por qué responsable motivo?

   “Porque los demás niños lo tienen”.

   Los pingüinos acostumbran a empujar a sus compañeros al agua… Así, se aseguran de que el área es segura, libre de depredadores…

   También ellos están convencidos de hacerlo “con las mejores intenciones”.

   Algunos de estos alumnos se pasan las horas tocando, me aseguran sus padres. Los oyen practicando tras la puerta de su habitación, el instrumento suena… pero su cabeza se encuentra en otra parte. La ausencia de locomoción interna en un cuerpo activo es aún más terrible que la simple desidia, y mucho más perniciosa por cierto, por contribuir más que cualquier otra cosa al embotamiento de la percepción, la consecuente desmotivación y la perpetuación de todos los malos hábitos.

   Estos alumnos (siempre pasa) se terminan convirtiendo en perfectos extraños ante el movimiento de sus dedos.

   Ya no digamos respecto al movimiento de sus conciencias.

   Parece haber luz… pero no hay nadie en casa.

   Todos esos espacios intermedios que antes ocupaba el libro, o la partitura, o la imaginación; ese millón de granitos de arena diarios que termina conformando tan grandiosa montaña –descanso entre clases, ratos de espera en el médico, ociosos fines de semana, el clásico transporte público…– ahora lo ocupa el móvil. Y la creatividad, y la individualidad, y la madurez que lleva y que conlleva la reflexión… todo esto, y mucho más, pasa su factura. La topografía de los vagones ha cambiado mucho desde entonces. Pues, más allá de la evidente misantropía que las máquinas han supuesto (el afán por sentarse en la fila de asientos en la que no haya nadie resulta tan desolador como el “preferiría no hacerlo” de Bartleby… se puede decir que la sociedad de la hipercomunicación ha conseguido materializar finalmente su paradójico objetivo: que estemos más incomunicados que nunca), el tiempo prolongado de atención A UNA SOLA COSA, se ha extinguido.

   La concentración ha sido desplazada definitivamente por la dispersión.

   Casi nada.

   No deja de ser curioso: la transgresora juventud conformándose con una vida de bolsillo…

   Dejando a un lado los habituales índices de depresión y ansiedad asociados, el desarrollo integral hace ya mucho que se frenó para estos alumnos. Por algún motivo, la vida filtrada a través del vidrio –esa habitación angosta y carente de oxígeno– se vicia aún más, se corrompe y se echa finalmente a perder para transformarse en frivolidad, como esos turistas que regresan a sus casas con la tarjeta del móvil llena y las pupilas vacías.

   ¡Placet experiri!

   Es tan heréjico como cocinar en el microondas.

   A veces parece habitar en ellos algún tipo de malestar remoto… un vago matiz, un difuso cargo de sus conciencias… especialmente cuando pulula por allí el orgulloso portador de un libro. Pero no es más que un espejismo. Esa furtiva impresión enseguida es acomodada en algún pozo negro de su conciencia.

   Ese suicidio colectivo, ese “arrojar la toalla” me resulta tan desalentador como los lemmings saltando por el precipicio.

   La sustitución del libro por el móvil, el intercambio entre el mal llamado “tiempo libre” por la distracción perpetua, la falta de sintonía y de adaptación de las autoridades educativas con los intereses y el nivel de madurez REAL de los adolescentes (y la consiguiente impartición de la materia desde un enfoque completamente alejado de sus verdaderas motivaciones), la televisión, que siempre será el más fiel reflejo de la cultura de un país… todo esto, y mucho más, ha supuesto la definitiva devaluación de la formación global de estos alumnos, desembocando en la falta de horizonte artístico, el extravío moral y la más desesperante apatía.

   Es el triunfo de la ignorancia, el más trágico retroceso que puede experimentar una sociedad.

   Es el regreso a las tinieblas.

   Nueve de cada diez alumnos no sabe nada, nueve de cada diez alumnos no tiene interés por nada… La costumbre de estudiar a desgana sistemáticamente ha terminado por crear en ellos una terrible patología: el estudio como castigo, el aprendizaje como tormento.

   Este planteamiento aleja a los alumnos del placer del conocimiento. Y los aleja para toda la vida.

   Algún día habrá que expiar todo esto.

   Y la factura será abultada.

Fotografía: Fotografa del filme Happy Feet.

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