Nuevo artículo de opinión firmado por Juan José Silguero, una reflexión sobre la educación obligatoria y la dicotomía con la educación musical regalada
Piezas defectuosas
Un artículo de Juan José Silguero
El que no marca el paso es que oye otro tambor.
K. Kesey
Pasan allí ocho, nueve, diez horas al día, cinco días a la semana, año tras año tras año; según salen, dedican la tarde entera a hacer tareas, trabajos o practicando cosas importantísimas para el devenir de sus vidas, por ejemplo polinomios. Con trece años, catorce años, quince años, cuando la vitalidad es incontenible, cuando la sangre hierve, han de permanecer recluidos en sus habitaciones durante tardes enteras, dedicando su energía y su mejor edad a las ecuaciones y la literatura renacentista. No pueden leer por placer, pues no hay tiempo para eso, pero sí han de hacerlo de forma obligada, libros especialmente seleccionados y adecuados para su experiencia vital y sus intereses, digamos, por ejemplo, La celestina. Y no basta con leerlos sin más, sino que han de diseccionarlos de arriba abajo, destriparlos y plasmarlos en un trabajo que nadie leerá nunca. En ese pintoresco día a día todo orbita en torno al examen, y la consigna establecida es que hay que meter la materia en la cabeza como sea, con calzador si es preciso, vomitarlo en la hora señalada y no recordar nada del asunto dos días después.
Para un chaval cuyas aspiraciones sean otras, para alguien que pretenda ser músico, deportista o actor, el colegio es una cárcel, un penoso suplicio que padecer durante largos años, los más relevantes, por cierto, a la hora de desarrollar aquello que siente con más fuerza.
Esas aspiraciones son tan legítimas y dignas de respeto como las que puedan tener en el colegio, por cierto. Pero el suplicio es obligatorio, e incompatible con su pasión, y el mundo entero se aliará para que ese chico cumpla su condena por un delito que no ha cometido.
Pasará por el filtro de la mediocridad, por supuesto que lo hará, dejará a un lado su verdadera vocación, reducida a hobby, y dedicará lo mejor de su vida a familiarizarse con las virtudes del complemento directo.
Y aún así, relegando lo que de verdad le llena a un segundo plano, solo encontrará oposición e impedimentos, una resistencia sólida y unánime, socialmente organizada y consensuada por todos. Nadie tendrá en cuenta que ese mismo chaval, que no hace nada en clase, sea capaz de permanecer ocho horas entrenando o practicando con un instrumento determinado. Lo condenarán sin piedad a las galeras del pupitre y las tardes en la habitación, con la tácita aprobación de sus propios padres por cierto, convertidos, así, en sus propios enemigos. Tampoco se molestarán en contemplar más allá de su propia experiencia. Lo que ellos hicieron, y sobre todo, lo que se supone que han de hacer en función de unos parámetros estandarizados, es la única referencia válida.
El resto son fantasías de los chavales.
Es injusto no distinguir, pero también es estúpido. No es lo mismo faltar a clase para ir a practicar con un instrumento que para ir a fumar porros al parque. El colegio se rige por la máxima de igualar a todos, y no contempla excepciones. Se atiende a la diversidad cuando esta muestra carencias, nunca cuando presenta alternativas diferentes a lo que ellos ofrecen. Entonces se toma por pieza defectuosa, y se deshecha. Y nadie se molesta en favorecer su lugar adecuado, por mucho que la pieza lo esté proclamando a gritos.
Para todos esos padres que se les llena la boca afirmando que «el cole es lo primero», un chico que aspira a algo diferente no deja de ser un engorro, un estúpido problema. Y a esas alturas ya están muy acostumbrados a solventar las tonterías de sus hijos. Y hay otro motivo de peso: suena mucho mejor decir «mi hijo es abogado» que «mi hijo es músico», por muchos abogados que haya trabajando en el Telepizza o en el Primark.
Con el respaldo de los padres, los profesores serán los encargados de garantizar el asedio, los primeros por ignorancia y por cobardía, los segundos por ego y por dinero. Para cualquier profesor la materia que imparte es la más importante de todas, sin excepción. ¿Por qué? Porque es muy triste ser intrascendente; muy difícil de asumir no ser nadie. El ego se rebela a golpes. Y qué mejor sparring que los niños.
Su soberbia y su complejo serán aplaudidos unánimemente. Al fin y al cabo, ¿quién se atrevería a criticar al profesor exigente?
Unos han nacido para ser integrados en la gran rueda social, la mayoría; otros lo han hecho para alumbrar el sendero por el que discurrimos todos. Unos portan ladrillos, otros una linterna. Ambos son valiosos, y necesarios. Pero los de los ladrillos no soportan a los que no van cargados, y en España aún menos.
No existe mayor motor que el de la alegría, ni cometido más elevado que el de provocarla en los alumnos, especialmente en los que sienten haber encontrado aquello para lo que han nacido.
Intercambiad ese oro por el fango que promueven los que no aportan nada, los que se vanaglorian de acribillar a los chavales, aquellos cuyo horizonte se reduce a dar paseos dignos por los pasillos, a escucharse a sí mismos hablar en sus clases y en sus reuniones de departamento, y son completamente ignorados fuera de esas cuatro paredes.
Un hurra para todos esos cretinos.
Sus obstáculos serán el mayor impulso para esos chicos. Sus palos en las ruedas, sus pértigas. Su mediocridad tiene un propósito mucho más elevado del que ellos mismos se figuran:
Para ascender a un trono es preciso pisar antes sobre burdos escalones.
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