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Opinión: '¡Un hombre al agua!'. Por Juan José Silguero

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Autor: Juan José Silguero
15 de noviembre de 2017

¡UN HOMBRE AL AGUA!

   Por Juan José Silguero
  
En un buque cualquiera, en alta mar, no existe un acontecimiento más importante, ni una declamación más imperiosa. Las máquinas se paran de inmediato –independientemente del tamaño de la nave–, las luces se encienden, la sirena retumba, y se alerta por el canal 16 a todas las demás naves; las guardias se interrumpen, la tripulación entera se moviliza y la búsqueda no cesa durante el tiempo que sea necesario.

   ¡Un hombre al agua!

   Toda la solidaridad, el sentido común y la supervivencia de la especie se encuentran en esta sencilla consigna marina.

   El gran trasatlántico de la Administración, en cambio, jamás se detiene…

   Un hombre al agua…

   Una instancia mal cumplimentada, un trámite administrativo fuera de plazo, un descuido legal cualquiera y la nave proseguirá su inexorable camino, con uno menos a bordo.

   Si un padre de familia, por ejemplo, incurre en semejante descuido, no habrá piedad para él. El gran leviatán no se detendrá, todo habrá concluido en pocos minutos. Lo mismo da que se trate de un error fácilmente subsanable, o que éste se circunscriba a un mero formulismo. Tal y como carece de relevancia que la familia entera de ese trabajador dependa de su salario. El trasatlántico no se inmutará lo más mínimo, y su integrante se ahogará ante la impasible mirada de la tripulación entera. Y nadie, pudiendo hacerlo, le lanzará un salvavidas.

   Sus rostros de piedra, como mucho, preguntarán:

   “¿Cómo se ha atrevido a caerse?”

   Y la perspectiva que le aguarda a ese náufrago es mucho peor que la de morir ahogado: la angustia, el remordimiento, el mero hecho de imaginar cómo estaría de no haber tropezado, la abominable impresión de haber fallado a su familia…

   Hay algo denigrante, casi vejatorio en el juicio despiadado y terminante hacia alguien que, sencillamente, cometió un error estúpido.

   Pero poco importa. Resbaló, cayó, eso es todo.

   Y desde el agua, el náufrago leerá el verdadero nombre de ese barco:

   “¡Lasciate ogni speranza!”

   Todo esto es trágico, y apela a la conciencia del hombre, lo que podríamos llamar su primer tamiz. Pero…

   ¿Qué sucede con el tamiz colectivo, ese que organiza los diferentes estratos sociales?

   No sabe de circunstancias personales, ni ha de saber, tal y como el semáforo ignora el paso del cojo. Las leyes, los decretos, los artículos, deben permanecer impasibles ante la apatía, el descuido o la mala suerte. No pueden adolecer de flexibilidad alguna, cualesquiera que sean las circunstancias, ni tampoco contemplar excepciones; ser negociables, o susceptibles de cuestiones personales. Porque lo inexorable es aún más necesario que lo accesorio, y, por cierto, más difícil de llevar a cabo, tal y como es más difícil ser justo que ser compasivo. Es terrible, inhumano, y, aún así, mejor que cualquier otra opción.

   A cambio, su objetividad garantiza la igualdad para todos, pues allí donde la conciencia vacila, la ley ha de saber a qué atenerse. No puede ceder, no debe tambalearse, porque, en caso contrario, no podría sostener el entramado social con un mínimo de fiabilidad, ese en torno al cual se entretejen las opciones personales de cada uno; aquello, en definitiva, que denominamos libertad.

   Un descuido dejará un ahogado, es cierto, pero es preferible un ahogado que miles de náufragos.

   En cambio, cuando hay excepciones, cuando el que medra, amedrenta o tergiversa se puede beneficiar de aquello a lo que el honesto, el retraído o el estúpido han de renunciar; cuando el avispado obtiene una recompensa a la que el lento no puede optar, y el moroso aprovecha lo que paga el honrado… todo se tambalea, por no haber mayor injusticia que la que no es igual para todos. La ecuanimidad no puede entender de medias tintas, porque, en tal caso, su eficacia y su propia razón de ser dejarían de tener el más mínimo sentido.

   ¡Qué sería de nosotros sin un orden establecido, aún sin un orden despiadado! Nos veríamos a expensas del acaso, de lo arbitrario, de aquello en lo que no es posible confiar.

   No deja de ser curioso: la base de cualquier conocimiento, de cualquier criterio siempre es la duda. En cambio, se tiende a considerar la permanencia de los gustos, la inmovilidad de los juicios, la firmeza de los valores como indudable reflejo de una integridad y una conciencia intachables, y de una honradez a prueba de bombas. Así, aquel que, año tras año, demuestra un mismo y firme criterio, unas convicciones inmutables y una invariable opinión sobre todas las cosas suele ser tomado por el más cabal de los hombres, indudable portador de los más sólidos principios y de unos valores morales absolutamente encomiables.

   Pero resulta que existe un tercer tamiz… y ese no sabe nada de equidad, justicia o conciencias ajenas. También es inexorable, en apariencia al menos, pero duda constantemente; descarta, y vuelve a empezar todo de nuevo, una y otra vez. Y no es posible entender sus misteriosos designios, tal y como los animales no pueden entender los actos humanos. Se trata de un “saber” supremo, celeste, como el cielo sobre nuestras cabezas. Un saber que no atañe a la organización social ni tampoco a la moral, pero que se proyecta mucho más allá de lo que el hombre puede recoger en un tratado de armonía, o en un real decreto. Algo indescifrable… pero generoso, con lo que no es posible negociar, por no subordinarse a nada de lo establecido. Y es capaz tanto de los más altos vuelos como de los actos más incomprensibles.

   En cambio, su verdad se intuye en todo momento… se conoce sin verse, se cree en ella, aún sin tener evidencia alguna sobre su rutilante existencia. Nos rodea, nos condiciona, y convierte la vida en un lugar casi tolerable.

   Es el arte… la inescrutable representación de la virtud que habita en todas las cosas.

   Y resulta que la misma esencia de esa virtud se sustenta precisamente en la flexibilidad del ser humano, en su capacidad de adaptación, en su capacidad de comprensión… y no en su estólida inmovilidad. Y la propia imaginación, y la inteligencia, y el desarrollo de la personalidad de cada uno, y el mero deseo de ser mejor no pueden depender más que de esa constante variación, de esa amplitud de miras que caracteriza siempre a las grandes conciencias.

   Al fin y al cabo la interpretación de un papel no es más que un punto de vista (véase la Iglesia disolviendo matrimonios ante los ojos de Dios, con informes certificados y compulsados de por medio). Y el nivel de civilización de una sociedad también se mide por su capacidad de adaptación, también se determina por su capacidad de clemencia.

   Aquí, el artista… aquel que no es capaz de entender ni un minuto de su existencia sin convertir en luz y en belleza cuanto le rodea; ese extraño ser que se obstina en hacer duradero, esencial, todo lo que toca, mediante la constante variación de perspectiva que caracteriza siempre al que duda –esa parte de nuestro ser que, al fin y al cabo, no depende del saber–; el mismo que comprende mejor que nadie que nunca se respira el mismo aire dos veces.

   Y es por ello que cuanto más automática, insensible e inexorable se vuelva la sociedad, cuanto más se desconecte de las circunstancias personales de cada uno, y más se perfeccione, cuanto más, en definitiva, se deshumanice, más necesario resultará el artista, como irreverente lazarillo de un laberinto en el que solo es posible andar perdido; rutilante guardián de la más intrincada de las prisiones.

   El verdadero artista siempre detendría ese barco.

   En cambio, los títeres manejados por los hilos burocráticos de los poderosos, la inmensa mayoría, continúa y continuará contemplándole como a un excéntrico y un inadaptado, un ser extraño y anómalo incapaz de integrarse en la maquinaria común.

   Que así sea.

   Son los mismos que mañana caerán al agua ante la impasible mirada del íntegro de los cojones, el de los principios inamovibles, el mismo que, sin tan siquiera saberlo, maneja el timón sobre la implacable corriente del tiempo en la que navegamos todos, y que no detendría ese barco ni aunque lo que cayese por la borda fuese la propia esperanza de todos los hombres.

   Por suerte, no es así. Y la integridad, la identidad, la dignidad del género humano continúa estando en manos de los artistas, como desde hace doscientos mil años.

   Que así sea.

   No existen manos más capaces.

Fotografía: Pelicula In the Heart of the Sea.

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