Nuevo artículo de opinión de Juan José Silguero, que versa, una vez más, sobre la siempre compleja labor docente
Un artículo de José Silguero
Igual que la comida tomada sin apetito se torna indigesta, el estudio sin deseo gasta la memoria, por no retener las cosas ingeridas.
Leonardo da Vinci
El arte más importante del maestro es provocar la alegría en la acción creadora y el conocimiento.
Albert Einstein
El rey Sísifo fue condenado por Zeus a subir eternamente una inmensa piedra sobre una de las colinas que conforma el Hades, el temible inframundo griego. Cada vez que, con infinito esfuerzo, el desdichado Sísifo lograba alcanzar su cima, la piedra volvía a caer rodando hasta abajo del todo, y el proceso debía comenzar de nuevo, una y otra vez, para siempre.
Así, los profesores comenzamos cada año nuestro arduo ascenso, solo para que la piedra vuelva a caer de nuevo cada comienzo de curso.
Pero hay muchas formas diferentes de subir esa piedra.
Tantas como alumnos.
A lo largo de los años se ha consolidado la estúpida premisa de que la enseñanza ha de ser, por fuerza, un proceso más o menos angustioso para todos los implicados, un ascenso penoso y desmoralizante en el que cuestionarse mínimamente la razón de ser de sus procedimientos no solo es inútil, sino que solo sirve para debilitar las fuerzas de todos sus participantes. De este modo, las reglas del juego son asumidas con resignación, especialmente por parte de los alumnos, quienes no dejan de contemplar al alumno sumiso –aquel con menos iniciativa propia y más tragaderas– como el triunfador final del proceso, el más beneficiado de tan extraño itinerario.
En semejante escenario no es raro deducir que la motivación de los alumnos carece de toda importancia. No se contempla en ningún plan de estudios, no tiene la menor relevancia en ninguna programación didáctica, ni ocupa minutos de conversación en las reuniones de departamento o en los claustros de profesores. La deleznable frase «la letra con sangre entra», acuñada, sin duda, por algún psicópata frustrado, continúa siendo hoy en día tan vigente como hace doscientos años, y se sigue considerando el mejor profesor a aquel que más padecimientos garantiza a sus alumnos.
Hay dos tipos de maestros, como hay dos tipos de padres: los que asumen la enseñanza como una batalla a librar contra un ejército enemigo, o los que entienden que todos ellos son aliados en realidad, enérgicos soldados capaces de dejarse la piel en el campo de batalla, adecuadamente inspirados por su general. Los primeros transitan su día a día en un desmoralizante pantano que se ha dado en llamar «síndrome del profesor quemado»; en sus aguas estancadas los estudiantes los esquivan como lo que son: escollos peligrosos que uno aspira a perder de vista cuanto antes. Los segundos cuentan con el eterno agradecimiento de sus alumnos, lo manifiesten o no, y serán recordados por ellos durante el resto de sus vidas.
La motivación se encuentra indisolublemente unida a la alegría, de tal modo que, de hecho, son incapaces de convivir por separado.
Y la alegría puede con todo.
Pues hay algo más eficaz que obligar, que es inspirar. Pero aún existe un escalón más elevado que ese, y es el de persuadir a un chaval, a uno solo, de que lo que él hace es realmente valioso.
Las montañas que mueve la fe son insignificantes comparadas con las que mueve la alegría.
Contemplad de cerca a ese alumno, hasta ayer estudiante mediocre, uno más del montón acudiendo con resignación a su centro escolar, a su conservatorio, a su complejo deportivo. Un día tuvo una conversación casual con su estrafalario profesor, entre clase y clase, y, de pronto, todo cambió. Comenzó a reflejar una actitud que nadie había visto hasta entonces, un impulso irresistible lleno de determinación, constancia y alegría. De un día para otro no parece existir para él otra cosa en el mundo –así de espectacular llega a ser la influencia del profesor motivador–, y ese mismo chaval, que hasta la semana pasada acudía a clase como el condenado al patíbulo, ha dejado de ser consciente incluso del paso del tiempo.
Resplandece. Y ni siquiera lo sabe.
Ese chico ya no necesitará más charlas ni más palabras de coacción, razonamientos repletos de razón adulta o refuerzos positivos. Suspender o aprobar serán para él algo accesorio, un mero trámite. Está hechizado, y no puede pensar en otra cosa. Ayer trataba de orientarse al tacto, como todos los demás, sintiendo encontrarse en el interior de una habitación a oscuras. Ahora porta una linterna y se dedica a transitar un sendero paralelo y deslumbrante, un sendero completamente nuevo, con la infinita ilusión de haber encontrado aquello para lo que ha nacido.
Resplandece.
A ese alumno ya no habrá quien le pare. Los demás se echarán a un lado, con sus móviles en la mano, si no quieren ser atropellados.
Además, ese incendio se retroalimentará por sí solo, se expandirá hacia cotas desconocidas –nada alimenta su combustión como el ignorar el lugar al que puede llegar–, y será motivo de un sinnúmero de comienzos y fracasos de los que nadie tendrá constancia jamás, pero que servirán para forjar el arma más poderosa de todas: la de su voluntad.
Una chispa dio lugar a todo eso. Una idea.
Todos somos rebeldes, por naturaleza. Basta que traten de imponernos algo para que queramos hacer todo lo contrario, y, por ese motivo, ningún alumno puede prender por la fuerza. Se hace preciso inspirarlo; evaluar la cantidad de luz indirecta que requiere, dejar que la intuya, y echarse a un lado; provocar y alejarse, tal es la estrategia de la motivación, y, finalmente, confiarlo todo en sus manos.
Basar la enseñanza en el atosigamiento y el yugo de los exámenes no solo es ineficaz, también es perverso. Aquello que se puede contabilizar no vale tanto, y los que promueven este sistema lo saben mejor que nadie. Pero es mucho más sencillo poner un examen para todos que alentar a uno solo.
Compadeced a los castigados, a los perezosos, a los repetidores. Tuvieron malos profesores. Excavar en una mina de diamantes es fácil. Lo difícil es hacerlo en una de granito.
No hay malos alumnos, hay mineros poco perseverantes.
Pero vale la pena hacerlo. Ese estremecimiento interno, esa íntima certeza de haber iluminado una conciencia ajena, aunque sea brevemente, esa satisfacción de haber contribuido a algo tan grande… no puede compararse con nada. Es un privilegio, pero también una responsabilidad, convencer a un solo alumno de que su vida, de hecho, tiene todo el sentido del mundo.
Un maestro digno de ese nombre sentirá lo mismo.
Hacedlo, porque la recompensa es enorme. Iluminad vuestras aulas con alegría, desechad a cambio el ego y ese absurdo despliegue de poder que no sirve de nada a nadie; acompañad a vuestros alumnos como lo que son, buscadores llenos de dudas, necesitados de la discreta empatía de aquellos que transitaron ese sendero antes que ellos; alejaos del mal humor, la inquina, la mala hostia, y exigíos a vosotros mismos más que a ellos. Quizás, con un poco de suerte, logréis irradiar esa pasión refulgente que calienta hasta los huesos. Convertid vuestra misantropía en filantropía, y contagiad a los que podáis con el deseo de hacer lo mismo.
Porque precisamente para eso hemos venido todos a este mundo.
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