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Opinión: 'El artista trascendente'. Por Juan José Silguero

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Autor: Juan José Silguero
9 de enero de 2018

EL ARTISTA TRASCENDENTE

   Por Juan José Silguero
   El arte tiene esta grandeza particular: no tolera la mentira. Se puede mentir en el amor, en la política, en la medicina, se puede engañar a la gente e incluso a Dios, pero en el arte no se puede mentir.

           A. Chéjov

   Los malos artistas se admiran mutuamente. Llaman a esto grandeza de espíritu y carencia de prejuicios. Pero un artista verdaderamente grande no puede concebir la vida revelada o la belleza modelada en condiciones distintas de las escogidas por él.

          O. Wilde

   Hay un tipo de “artista” que prolifera en los últimos tiempos de un modo casi descontrolado, como las setas en otoño, mediante el abono más rápido y más efectivo que existe: el del dinero.

   Los nuevos tiempos son así, exigen inmediatez; la aceleración de las cosechas compensa en kilos la pérdida de sabor. A la mierda el barbecho. Los artistas ya no surgen: ahora se fabrican. Y, si no están maduros (nunca lo están), terminan de madurar en la cámara, y solucionado.

   El resultado, como es natural, solo puede ser un producto de ínfima calidad, y tan insípido como un tomate cultivado en noviembre.

   En el terreno musical esta aceleración se refleja en la velocidad de los dedos y la escasez de ideas propias, unas ideas que, las pocas veces que se dan, se desenvuelven con tanta lentitud y tantas precauciones como aquellos que aprendieron a conducir demasiado tarde.

   Y ni una sola de ellas se halla justificada de forma interna.

   Y es que, sobre el escenario, todas las acciones deben hacerse “para algo”. De lo contrario, se convierten en clichés. Y resulta que para un artista no existe nada peor ni más peligroso que el cliché, que no es sino la misma representación de la falsedad. Si cada una de las notas a interpretar no se halla justificada orgánicamente, si cada fraseo, articulación o inflexión dinámica no responde a un verdadero motivo interno, si cada acción, en suma, no adolece de la más acuciante necesidad, el resultado solo puede ser un sonido inculto, ocioso y estéril, ¡peor aún!, un sonido postizo, un sonido que finge ser quien no es, un sonido impostor, por muy vestido que se halle del más excelso virtuosismo.

   Y nada confunde como eso.

   Y es que la torrija es de tal magnitud que este tipo de “artistas” llega a desorientar incluso a los profesionales, a los críticos entendidos, a los tribunales reputados, quienes, incomprensiblemente, parecen olvidar que el dominio instrumental sin un trasfondo artístico no sirve absolutamente para nada.

   Dificultad no es lo mismo que calidad… y en el arte aún menos. Como no es lo mismo complicación que complejidad. Y ese es el motivo por el que el noventa y nueve por ciento de estos artistas (si no más) terminan por desaparecer.

   El creciente automatismo y el obsesivo perfeccionamiento de todos los medios sin duda tienen mucho que ver con todo esto. Un tal Horowitz decía: “En el mundo del arte, perfección es imperfección”. La obra de arte nunca es perfecta, ni siquiera redonda, por adolecer inevitablemente de todas esas “deficiencias” que conforman y caracterizan cualquier organismo vivo, tal y como en la propia naturaleza no existen las esferas perfectas ni la simetría exacta.

   Somos nosotros los que le damos esa cualidad ficticia.

   Se asemeja a esas personas que se lavan las manos compulsivamente, obsesionados con no se sabe qué tipo de perfección.

   Los programas informáticos son capaces de interpretar cualquier partitura con una precisión imposible de igualar por un humano, y todo el mundo conoce cual es el resultado: espantoso. Cualquier buen afinador de pianos es consciente de que, de llevar a cabo su compleja labor con una perfección matemática, el resultado final siempre es desastroso.

   Por algún motivo desconocido, el piano termina sonando peor que nunca.

   En cambio, y desde hace ya muchos años, los concursos los ganan los artistas “más perfectos”, las críticas de los conciertos se elaboran bajo el mismo prisma impoluto, y hasta las notas falsas, el más insignificante de los eslabones, son tomadas en consideración. De hecho, no parece existir mayor herejía que el que un músico muestre al menor desliz de dedos –esto es, su parte humana–, independientemente de que su interpretación carezca del menor interés estético.

   Y el criterio del público se conforma y se establece por este tipo de parámetros antiartísticos, antinaturales incluso.

   Cuando el adusto Sokolov comparece sobre el escenario, el público no sabe muy bien qué hacer con él. No sabe si trasciende o no lo que hace, no sabe si es tan grande como dicen…

   No sabe.

   “¿Por qué es tan parco este tío? ¿Por qué no se viene arriba, como los otros, con la orgía de aplausos que le preparamos? Pero, sobre todo, ¿por qué no sonríe?

   Los comentarios acostumbran a ser de este nivel.

   Es cierto que el hombre tampoco se esfuerza gran cosa en caer simpático… y aún menos en departir amigablemente con el público.

   Con un tal Richter (otro tío raro, sin duda) pasaba lo mismo.

   Digámoslo una vez más, las veces que haga falta: el verdadero artista se encuentra a otro nivel, a un nivel que se eleva muy por encima de la cotidiana vulgaridad.

   Y así es como debe ser.

   Pues… ¿Qué otro motivo debería llevar a alguien a un auditorio si no es el de presenciar algo extraordinario?

   Pero resulta que hoy que “todos somos iguales” lo extraordinario escasea tanto como un mecánico honrado. Además, no está nada bien visto, en virtud de unos parámetros que son medidos y teledirigidos milimétricamente hacia el más vulgar de los objetivos:

   Generar dinero.

   Hoy en día, un Cortot sería abucheado.

   Del mismo modo que genera más dinero que la “artista” de turno enseñe las piernas (uno nunca termina de tener claros los cambiantes criterios feministas al respecto), o que un vendemotos se dedique a contar sus penas sobre el escenario a un público paleto.

   Y la gente llora.

   Yo también lloraría.

   El verdadero artista, entre tanto, continúa dando tumbos por salas semivacías, tan asqueado como un misántropo en Facebook.

   Es marketing de andar por casa, o, lo que es lo mismo, el arte de engañar al consumidor. Los “artistas” pagan sumas importantes por figurar en las portadas de las revistas, los músicos mediocres llenan el Teatro Real… y a todo el mundo le parece normal.

   El mismo Richter decía: “Si el corazón está cerrado… no hay nada que hacer”. Y cancelaba el concierto.

   Integridad, lo llaman.

   Pero a los que interesa este circo –organizadores de conciertos, discográficas, revistas especializadas–, no quieren saber nada de todo esto, al menos en su inmensa mayoría.

   Y el circo depende de ellos.

   Dejando a un lado sus inevitables consecuencias, es una pena lo que el público se está perdiendo, y que, bien pensado, ha existido en todas las épocas menos en esta. Hay un componente de arrojo, de insolencia, y de algo más, absolutamente inexistente en los conciertos actuales; algo que tenía la virtud de convencer al oyente de estar presenciando algo irrepetible. A día de hoy, las “interpretaciones” se elaboran en laboratorios artificiales, ajenos al propio artista, y el concierto, como tal, cada vez tiene menos sentido. Además, ¿para qué ir al auditorio si va a sonar igual que el disco? La virtud principal del directo, ese “no saber qué va a pasar”, se ha extinguido, lo que a su vez provoca la desaparición del elemento más estimulante de todos, ese que conmociona y que perdura en el tiempo, el mismo que es capaz de convertirnos a todos inmediatamente en niños:

   La sorpresa.

   No importa lo que el artista toque; no importa el programa en cuestión. Un artista grande resulta irresistible aún interpretando el “Cumpleaños feliz”. Pero la desaparición de este componente anula el mayor motivo que puede llevar a una persona a cambiar la comodidad de su salón y de su equipo de música por el fastidio de los desplazamientos, las incomprensibles toses o los precios elevados:

   Lo inesperado, lo desconcertante, lo insólito. Aquello que precisamente hace que todo valga la pena.

   Los conciertos son cada día más previsibles y aburridos, y, por lo tanto, menos necesarios. La obsesiva perfección del medio en detrimento del contenido es lo que tiene, que al final no sirve para nada. Esto lo aprende uno de niño, cuando, si se pone excesivo empeño en cumplir las normas del juego, el resultado final siempre es aburrido.

   Pues no hay que olvidar que el arte no es sino eso mismo: un juego.

   Un juego genial.

   Y, como todos los juegos, dista mucho de ser perfecto.

   Al final es lo de siempre: dificultades, adversidad… ese sublime yunque en el que el artista trascendente debe forjar su carácter y su talento, las veces que haga falta.

   Pero es difícil hacerlo bajo la triste pupila de la indiferencia.

   El público será el beneficiado, como siempre pasa, todos nosotros… aunque la mayoría ni siquiera sea consciente de ello.

   Y así es como debe ser.

Fotografía: Roberto Ugolini.

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