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Opinión: «Morfeo insomne». Por Juan José Silguero

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Autor: Juan José Silguero
19 de octubre de 2018

Morfeo insomne

   Por Juan José Silguero
El hábito de asistir a los conciertos y de dar conciertos, como institución social y como principal símbolo del mercantilismo musical, estará tan inactivo en el siglo XXI como, con suerte, el volcán Tristán da Cunha.

   G. Gould

   La pelota que lancé de niño aún no ha tocado el suelo.

   D. Thomas

   Los habitantes de las primeras civilizaciones no eran capaces de distinguir la realidad del sueño. La vida se proyectaba ante sus ojos como una sucesión de acontecimientos más o menos increíbles, mientras los hechos más triviales pasaban enseguida al olvido, como sucede siempre.

   Algunas tribus de la selva malaya continúan pintando de negro las caras de sus enemigos durante el sueño, convencidos de que, de ese modo, cuando el alma decida regresar al cuerpo podría no reconocer a su dueño, y extraviarse.

   Todo lo referente al inasible mundo de los sueños continúa girando en la esfera de lo absurdo y de lo abstracto, tal y como lo ha hecho siempre. Nadie sabe por qué necesitamos dormir; se desconoce el motivo por el que soñamos…

   Lo único que sabemos a ciencia cierta es que es esencial para la vida humana.

   Lo mismo sucede con el arte.

   Morfeo, hijo de Hipnos y de Nix (la noche) fue enviado por los dioses para revelar secretos a los mortales mediante los sueños.

   Bach también.

   Existe una pseudociencia que se llama “interpretación de los sueños”, como existe una supraciencia que se llama “interpretación musical”.

   Ninguna de las dos son demasiado respetables; ambas son esenciales…

   Y la veracidad artística, al igual que la veracidad del sueño, depende de la falta de consciencia.

   Algunos también lo llaman fe.

   Y así como el niño de corta edad, convencido de que todo lo que le sucede durante el reposo es cierto, deambula por unas fastuosas regiones que son ignoradas habitualmente por el hombre adulto, el artista devoto, en su delirante vuelo, se proyecta sobre unas regiones de fantasía que poco o nada tienen que ver con el vuelo imaginativo de cualquier otro, pero que, no por ficticias, resultan menos intensas, ni menos reales.

   Ningún adulto vuelve a dormir con el abandono con el que dormía de niño, con la fe con la que dormía de niño. Su voluntad se interpone; y, al fin y al cabo, ¿en qué consiste ese abandono sino en ausencia de voluntad?

   Y cuanto mayor sea el empeño del soñante por alcanzar su dulce cometido, menos lo logrará.

   La consciencia es una trampa. Hay un lirismo íntimo, un  secreto frágil y cautivador que solo acontece en esa semiinconsciencia, en esa penumbra efímera e inasible que se manifiesta con tanta sutileza como el niño cuando quiere dar a entender que no duerme. Esa inocencia, esa pureza, no tiene nada que ver con el cráter extinguido que asemejan la cabeza y el porte de ciertos artistas ya maduros. No se trabaja, no se perfecciona ni se pule, pero es precisamente lo que provoca una auténtica devoción en el público: su más incondicional fervor. Y, tal y como los amantes sólo se confiesan el uno al otro en la cama y a ciertas horas de la madrugada, el público entregado es capaz de creer cualquier cosa que el artista le proponga en un determinado momento, pero con una condición ineludible: que lo haga con sinceridad.

   Ignoro en qué lugar reside el secreto de este milagro, y creo que prefiero seguir ignorándolo, pero sé que, así como los receptores más sensibles y voluntariosos se perfeccionan y se optimizan con el tiempo, esta esencia íntima del artista permanece inalterable desde la cuna hasta el sepulcro, y es lo más valioso y lo más bello que posee el ser humano, la mayor evidencia –quizás la única– de la existencia de lo metafísico.

  Todo esto es lo que acontece frente al gran artista.

   ¿Está dormido? Se pregunta uno.

   No.

   ¿Vela?

   Tampoco.

   Toca. Nada más.

   Para el soñante, un ruido inesperado es un ultraje, una intolerable ofensa, y uno se despierta tan estresado como frente a una madre cuando comienza a contar hasta tres.

   Pero el artista no es consciente de ese ruido.

   Está surfeando.

   Y hay genialidad en ese saber dejarse llevar… en esa laxitud, en esa “flojera” que resulta común en todos los grandes. Es como si lograsen que el cuerpo se inmiscuyera lo menos posible en los momentos de mayor complejidad. Y, allí donde otros se vacían tratando de alzarse sobre la tabla, el artista honesto es capaz de tomar la ola con una naturalidad envidiable, en la que es, en realidad, la circunstancia más antinatural y paralizante de todas: la representación pública de sus más íntimos sentimientos.

   Es entonces cuando el público, apabullado ante semejante despliegue de sinceridad, se convence de que no es ficción lo que observa.

   Está en presencia del gran artista.

   Y así es: el artista no está actuando en absoluto.

   Esa prodigiosa, plástica capacidad de unos pocos de convertirse en Peter Pan a su antojo, es el privilegio del genio.

   ¿Cuándo aprendió a hacer algo tan inverosímil?

   Lo aprendió hace ya tiempo, más o menos desde que descubrió que aquel desaforado exceso interior que sentía, y que tanta risa provocaba en sus compañeros, se proyectaba con naturalidad en ese insólito mundo de maravillas sobrenaturales que no exige el pago previo de la muerte.

   El mismo impulso sugestivo e irresistible que nos balancea a todos de un lado al otro cuando la música suena…

   Es como el hipnotismo.

   Es la verdad del arte.

   Pero esa verdad comienza a carecer del nutrimento del que, hasta ahora, se había sustentado:

   La curiosidad.

   Ya no sucede nada emocionante en los conciertos. La sorpresa, lo inesperado, aquello que nos convierte a todos en niños ha desaparecido de nuestros auditorios. Sobre el escenario, todo gesto, toda acción, incluso toda intención debe hacerse para algo. Ha de haber una necesidad orgánica en ello, pues, en caso contrario, el resultado final siempre es artificial y manido, falso, en definitiva, y es “compensado” con los clichés habituales.

   ¿Por qué motivo todos interpretan igual que siempre las mismas obras de siempre?

  Por falta de sinceridad, por falta de probidad, y por abulia.

  El artista se ha convertido en una suerte de reproductor amaestrado. Ya no sucede nada nuevo en los conciertos. Ya no comparece lo extraordinario. Los profesionales han sustituido a los artistas. ¡Esto es terrible! A cambio, toda la atención, toda la concentración, todo el afán del “artista” se ha reducido a reproducir lo más fielmente posible cada fraseo, cada matiz, cada mínima inflexión diseñada en casa.

   Pero eso no es lo que inspira a las personas.

   El medio, perfeccionado hasta lo enfermizo, convertido en fin, como esas personas que se lavan las manos compulsivamente a cada minuto, se convierte en algo inservible, romo, como un arma sin filo.

   El impulso artístico es indescifrable, una fuerza de la naturaleza. Nadie sabe en realidad dónde reside su misterio. El famoso aforismo de Picasso sobre la conveniencia de que la inspiración le coja a uno trabajando no puede ser más cierto, pero siempre que ese trabajo gire en torno a la creación, y no a la monomanía.

   Y nada estorba tanto a la inspiración como el exceso de consciencia.

   Uno sigue acudiendo a los conciertos, pero cada vez se pregunta más: “Y… ¿para qué?”.

   La perfección del medio se ha hecho psicótica. Pero…

   ¿A quién le interesa eso?

   Cada vez a menos gente, entre la que me incluyo.

   El concierto público, como ya vaticinase un tal Gould (excéntrico, decían), toca a su fin.

   El progresivo y constante descenso de la asistencia juvenil no es más que un síntoma de tan penosa enfermedad, y es inversamente proporcional al progresivo y constante aumento de las calvas que invaden el patio de butacas (a nivel real como figurado).

   Esta situación conlleva unas consecuencias evidentes: cada vez hay menos oyentes apasionados.

   Cada vez hay menos lágrimas, y más bostezos.

   Richter decía que “si el corazón está cerrado, no se puede hacer nada”. Y cancelaba el concierto. Se trata, en mi parecer, de una actitud mucho más honesta que la de tantos "profesionales" actuales, con sus doscientos conciertos al año, empeñados en ofrecer recitales que son preferibles no ver.

   Y tú mismo lector, si alguna vez te sorprendes torciendo el gesto porque el artista de turno no realiza el crescendo que esperabas, quizás deberías preguntarte más bien por qué tu atención se encuentra centrada en algo tan banal.

   El anhelo por el conocimiento ha sido sustituido por el entretenimiento perpetuo; la innata curiosidad de cada uno expira ante el incesante bombardeo de lo inmediato y lo superfluo, esto es, de lo ordinario. El concierto público cada vez tiene menos sentido. Los clásicos ya no dan más de sí; los modernos son ignorados…

   Y un terrible manto de homogeneidad se extiende sobre el mundo de los artistas.

   Peter Pan se ha hecho adulto; Wendy peina canas...

   Los artistas se repiten una y otra vez, se clonan. Las obras de arte ya no son fruto del amor, sino de la tecnología…

   La ilusión se extingue.

   El sueño se acaba.

   Toca despertar.

Fotografía: Museo Goya/Colección Ibercaja.

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