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Crítica: Paavo Järvi dirige la 'Séptima sinfonía' de Mahler en La Scala de Milán

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Autor: Pablo Sánchez Quinteiro
27 de mayo de 2017

UN ALARDE DE VERSATILIDAD

   Por Pablo Sánchez Quinteiro | @psanquin
Milán. 18-V-2017. Paavo Järvi. Orquesta del Teatro alla Scala de Milán. "Séptima sinfonía" de Mahler.

   En un alarde de versatilidad, tanto por parte de la orquesta como del director, Paavo Järvi y la Orquesta del Teatro alla Scala intercalaron las representaciones de Don Giovanni con tres interpretaciones de una exigente pero atractiva partitura: la Séptima sinfonía de Gustav Mahler. Pocos directores están tan preparados física y mentalmente como Paavo Järvi para afrontar un reto de esta naturaleza.

   Es el director estonio ajeno a las sempiternas dudas que todavía ¡un siglo después de su estreno! genera esta partitura entre no pocos directores. Sin ir más lejos, se vienen a la memoria los casos en España de Josep Pons y Víctor Pablo Pérez, los cuales durante la realización de sus ciclos mahlerianos respectivos con la Nacional de España y la Sinfónica de Galicia, evitaron la dirección de esta partitura. Es bien distinta la postura de Järvi ante esta obra; de hecho llega a considerarla como su sinfonía mahleriana favorita en sus breves, pero lúcidas alocuciones, que acompañan a la grabación en Blu-ray de su ciclo Mahler con la orquesta Sinfónica de la Radio de Frankfurt.

   En la orquesta de la Scala, Paavo Järvi ha gozado de un instrumento fabuloso, que por cierto, atesora en las últimas décadas una notable experiencia mahleriana, y como prueba su reciente grabación con Daniel Barenboim de la Novena sinfonía o su emblemática interpretación de la Sexta en el retorno de Claudio Abbado a La Scala. Acostumbrada a tocar desde el fondo del foso, cuando la orquesta sale a la luz despliega una energía inmensa, ideal en muchos momentos para esta partitura. En los momentos más explosivos de la partitura, tanta energía desatada resultó excesiva para las refinadas cualidades acústicas del escenario y de la sala. Pero bienvenido sea tanto ímpetu en una partitura especialmente refractaria a interpretaciones rutinarias.

   A pesar de lo abstracto de su lenguaje, es fundamental en esta obra que el director crea y transmita a los músicos y al público una narrativa convincente. Y ese fue uno de los grandes méritos de Järvi. Para ello se apoyó en sus dos cualidades más reconocidas: la musicalidad y la claridad. Es oportuno recordar que era justamente la claridad el aspecto que el Gustav Mahler director de orquesta más valoraba.

   Y así se abrió el Langsam inicial, con un fraseo amplio, contenido, sobrio, en el que el trompa tenor se mostró especialmente inspirado en su difícil labor. A éste  le respondieron unas maderas incisivas  y unas cuerdas que ya en el primer tutti mostraron un brío y una calidez que sería una constante a lo largo de los ochenta minutos que duró la interpretación. Como era inevitable en Mahler, las marchas pronto hicieron su aparición. En concreto, en un pasaje de enrevesada indicación de tiempo en la partitura: Etwas weniger langsam aber immer gemessen (algo menos lento pero siempre contenido). Järvi lo abordó con el máximo carácter e imprimiendo con su gestualidad una marcialidad contagiosa, que desembocó en un Allegro con fuoco  auténticamente excitante. Fue igualmente característica la forma en que Järvi acentuó a lo largo de todo el movimiento los cambios de tiempo.

   A pesar de que globalmente la duración del movimiento fue ligeramente expansiva, en el bellísimo meno mosso central Järvi no hizo la menor concesión al sentimentalismo. Fue la suya una concepción serena, sobria y espiritual, pero no por ello menos sublime. Únicamente en el segundo golpe de los platos, se echó en falta ese mit Feuer –con fuego, que Mahler le pide al percusionista en la partitura. Probablemente esto se debió a razones acústicas pues el tratamiento que la orquesta hizo de esta sección fue abrumador, con unos metales que sorprendieron en su registro más intimista y unas cuerdas que subyugaron por la tersura de su color.

   Tras un interludio sombrío -incluso en términos mahlerianos- la interpretación volvió a fluir en el a tempo. Con un imponente Grandioso –una de las pocas ocasiones en que Mahler emplea esa indicación- la interpretación se convirtió en una lección de virtuosismo de la Orquesta de la Scala. Majestuosa e inspirada, ésta se plegó a la perfección a la narrativa de un Järvi clarividente que nos regaló una feroz coda la cual hizo literalmente retumbar las galerías de la Scala.

   Las dos Nachtmusik se beneficiaron especialmente de la acústica del teatro, realzándose infinidad de matices que en otro tipo de sala pasarían desapercibidos. En la primera de ellas los tempi fueron bastante canónicos, pero la interpretación estuvo llena de sorpresas. La primera, de entrada, la forma en que Järvi acentúa el diálogo entre las trompas –ubicada la segunda de ellas a la puerta del escenario. También merece ser significado como Järvi confiere a la marcha la máxima sutileza y expresividad. Ajena a cualquier carácter militar, ésta desemboca en un bellísimo pasaje de los cellos que da paso a un despliegue de alegría y vitalidad típico del Mahler más optimista. Tras él, Järvi da paso a un cierto ensimismamiento, tanto en el pasaje de los cencerros en la lejanía como en la subsiguiente marcha, mucho menos amenazadora en sus manos que en otras interpretaciones. Una virtuosística conclusión culminó una interpretación fascinante de este milagroso movimiento.

   La inspiración onírica del Scherzo le permite a Mahler explorar sonoridades que antes ningún compositor había ni siquiera insinuado y que en la actualidad son un auténtico filón para los directores ansiosos de sumergirse en las profundidades más expresionistas. Resultó por ello sorprendente la recreación de Järvi; muchísimo más contenida e intimista de lo habitual, dejando que la partitura hablase por sí sola, sin edulcorantes ni aditivos. Probablemente el público mahleriano debió sentirse sorprendido ante este enfoque, un tanto introvertido. Incluso uno de los clímax centrales del movimiento, -un fortissimo en el que Mahler le pide a la cuerda grave un pizzicato de ni más ni menos que ¡¡cinco “efes”!!- transcurrió sin grandes aspavientos.

   En el Andante amoroso, el movimiento más celebrado en el estreno de la obra, Järvi demostró una vez más cuan personal e intransferible es su visión de la misma. También es cierto que este movimiento, entre todos los sinfónicos mahlerianos, es el que ha sido sometido a enfoques más variados por parte de los directores del pasado y del presente. Inspirado sin duda por Alma, cada director ha proyectado su influjo de forma bien distinta. Järvi no mitiga la pasión pero nos muestra al mismo tiempo una cierta ansiedad. Una interesante ambigüedad se hacía por tanto presa de la interpretación. Únicamente en el Adagio central, evocador del mundo de Ich bin der Welt, Järvi deja a un lado las reticencias para recrearse en su belleza insondable. Pero esto no es más que  una especie de espejismo que se viene abajo en el inquietante clímax que precede a la coda, interpretada ésta de forma inspiradísima por los solistas de la Scala.

   El Allegro ordinario respondió a la perfección a lo que en los cuatro movimientos previos Järvi nos había mostrado. Un tour de forcé orquestal, al que la orquesta dio vida aportando toneladas de carácter y vigor, aspectos en los que esta agrupación nunca deja de asombrar. Pero al mismo tiempo, Järvi supo introducir un aspecto que ya planeaba en los movimientos previos: una inquietante ambigüedad. Como el propio director me comentaba en la entrevista posterior al concierto y que próximamente aparecerá en CODALARIO, en Mahler, como en Shostakovich, nunca hay verdaderos finales felices, siempre se esconde detrás de esas grandes catarsis orquestales la más grande de las tragedias.

   Me permito recordar la situación que se produjo en Praga en la culminación del ensayo general previo al estreno de la obra, tal como la cuenta William Ritter: “El espectacular estallido orquestal conclusivo fue recibido con un respetuoso silencio. Mahler dio unas breves indicaciones a los músicos, y con todavía el impacto físico de la música resonando en la sala, muy lentamente, con una expresión en su cara de infinita tristeza se acercó como hipnotizado a la mujer que amaba, expresando en su mirada algo de lo que sólo ellos dos sabían el significado. Aunque los músicos ya amagaban su retirada, nadie entre el público podía separar su mirada de la pareja. Alma, sintiéndose el centro de todas las miradas, parecía más preocupada por las apariencias que conmocionada por la obra, de tal modo que sólo pudo forzar una nerviosa sonrisa y una serie de miradas esquivas. Todo el público del ensayo percibió la existencia de un drama.”

   Y ese fue sin duda el gran acierto de Järvi: mostrar en medio de una colosal y ¡absolutamente feroz! interpretación de este Allegro ordinario, la existencia del drama interior del compositor. Nada más apropiado para un escenario teatral como en el que nos encontrábamos. No es una sorpresa que este casi se viniera abajo aplaudiendo una Séptima individual, única, rebosante de personalidad, pero no por sus manierismos o excesos, sino por el gran talento de Paavo Järvi para conseguir ir más allá de lo que las notas nos dicen ¡Esa gran máxima mahleriana!

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