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Crítica: Patrick Summers dirige 'La favorita' de Donizetti en el Teatro del Liceo de Barcelona

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Autor: Xavier Borja Bucar
11 de junio de 2018

Bello canto

   Por Xavier Borja Bucar | @XaviBorjaBucar
Barcelona. Gran Teatro del Liceo. 8-VII-2018. Gaetano Donizetti: La favorite. Clémentine Margaine (Léonor de Guzman), Michael Spyres (Michael Spyres), Markus Werba (Alphonse XI), Ante Jerkunica (Balthazar), Miren Urbieta-Vega (Inés), Roger Padullés (Gaspar). Orquesta Sinfónica del Gran Teatro del Liceo. Dirección musical: Patrick Summers. Coro del Gran Teatro del Liceo. Dirección del coro: Conxita Garcia. Dirección escénica: Derek Gimpel.

   El Gran Teatro del Liceo ha recuperado, para dar cierre a esta temporada, la producción de La favorite presentada en 2002 y que firmó Ariel García Valdés. Una producción que el teatro ha recuperado un poco a hurtadillas, en la medida en que en la ficha técnica solo se indica el nombre de Derek Gimpel, omitiéndose a García Valdés, quien acaso haya repudiado –sabiamente– su montaje. En todo caso, exceptuando la actuación de una Dolora Zajick que para entonces todavía estaba en plena posesión de sus prodigiosas facultades vocales, lo cierto es que esta suerte de reposición supera con mucho el nivel musical de aquellas lejanas funciones de 2002, gracias a un elenco de vocal sin mácula.

   Perteneciente al periodo parisino de Donizetti, La favorite, estrenada en 1840, es una obra que adopta algunos atributos de la grand opéra francesa, aunque sin llegar a constituirse como tal, puesto que ni el tema histórico, ni los grandilocuentes concertantes que concluyen respectivamente el segundo y el tercer acto, ni siquiera dos ballets, disimulan el lamentable esquematismo de un libreto cuyo argumento, además, solo cuenta con cuatro personajes relevantes. Dejando, pues, a un lado las imposturas, La favorite es esencialmente un ejemplo de la tradición belcantista en el que se reúnen algunos de los defectos más intolerables de dicha tradición –como la nula trazabilidad dramática– con la costumbrada inspiración melódica, constituyendo una ópera que ha permanecido en el repertorio primordialmente como caballo de batalla para el lucimiento, sobre todo, de una larga lista de tenores ilustres.

   Si Michael Spyres merece formar parte de esa larga lista, el tiempo lo juzgará, pero, para quien escribe estas líneas, su actuación fue controvertida. El tenor estadounidense, que regresaba al teatro barcelonés tras su debut con Les contes d’Hoffmann en 2013, exhibió desde que entró en escena una voz de bello timbre y proyección generosa. En su aria inicial, “Un ange, une femme inconnue”, mostró una línea de canto verdaderamente exquisita, esto es, plenamente fiel al estilo, aunada con una dicción de claridad cristalina y un dominio de la respiración prodigioso. Sin embargo, el canto maravilloso de Spyres se vio empañado en cada una de sus ascensiones al agudo. En ese registro, la voz del tenor norteamericano se emblanqueció sistemáticamente a lo largo de toda la ópera, perdiendo su homogeneidad y trocando la belleza del registro central en un sonido más bien constreñido, nasal y –todavía más preocupante– completamente desprovisto de proyección, evidenciando un talón de Aquiles completamente inesperado en un cantante que reconocido –bien es cierto que entre varias otras virtudes– por poseer una extensión endiablada, de la que hace gala especialmente en el repertorio rossiniano. Por supuesto, hay quien dirá –y con razón– que no es justo supeditar el juicio de un cantante únicamente a la bondad o no de sus agudos; ahora bien, destacar justamente las encomiables virtudes del Fernand de Spyres no debe ser óbice para señalar lo que a todas luces constituye un defecto. A diferencia de lo que ocurre en Mozart o lo que sucederá más tarde en Wagner, la estructura discursiva típicamente belcantista –que persigue el lucimiento vocal– tiende hacia un clímax, hacia una culminación, y así el agudo generalmente dispuesto al final de las arias constituye el punto álgido. Por ello, deviene necesario en términos estilísticos que ese punto álgido no sea pálido, ni ensombrecido, sino, a ser posible, todo lo contrario. A tenor de esto, si Spyres ataca –como así fue– el do al final de su aria “Ange si pur” con una voz que pierde todo el esmalte y que no trasciende más allá del proscenio, cabe hablar, por supuesto, de una inadecuación a la mencionada lógica discursiva del belcanto, de un relato truncado por una deficiencia; y eso no nada tiene que ver con menospreciar los maravillosos aciertos de la actuación del tenor norteamericano. A partir de ahí, podemos plantearnos si el de Spyres es un gran Fernand –que, al margen del defecto, lo es– o si es posible a día de hoy hallar otro mejor en el cómputo global, pero si el público no respondió con un entusiasmo absoluto, bien fue una respuesta justificada.

   Poco pudo mejorar Clémentine Margaine en el que fue su debut en el Liceo. La joven mezzosoprano francesa mostró una voz de timbre cálido y textura mórbida, de emisión firme y proyección robusta, amplia en el registro central y penetrante en el agudo, si bien adoleció puntualmente de cierta inconsistencia en la zona más grave, lo que no revistió importancia. En definitiva, unos medios espléndidos que Margaine, con inteligencia, dominio del estilo y una presencia escénica intensa, puso al servicio del rol de Leonor, del que se adueñó en cada una de sus facetas. Si su interpretación de “O mon Fernand!” fue de una delicadeza conmovedora, en la cabaletta posterior, “Mon arrȇt descend du ciel”, Margaine mostró una bravura imponente, toda vez que en los concertantes que cierran el segundo y el tercer acto la mezzosoprano francesa exhibió una vibrante autoridad vocal. Autoridad que también se hizo patente, como era de esperar, en cada uno de los dúos con Spyres, si bien la cantante francesa dosificó sabiamente sus facultades en favor del equilibrio de las dos voces. Como mínimo reproche, cabe señalar algunas frases en los que la voz de Margaine sonó llana, desprovista de vibrato, aunque estas fueron tan puntuales que, en el marco de la espléndida actuación de la mezzosoprano francesa, no fueron más que anécdota.

   Markus Werba se hizo cargo del rol de Alphonse XI con una línea de canto extraordinaria. El barítono austríaco demostró saber amoldarse plenamente al estilo con un fraseo elegante y mediante una voz de timbre atractivo, aunque acaso demasiado lírica y carente de cierta rotundidad que el regio personaje exige; una insuficiencia, ésta, que fue especialmente patente en las escenas con Margaine, en las que la mezzosoprano necesitaba poco para taparlo. De todos modos, la de Werba fue, en términos generales, una actuación meritoria.

   El Balthazar de Ante Jerkunica fue imponente. El bajo croata exhibió una voz rotunda y de sobrada proyección, homogénea en todos los registros, y que, por ende, fue capaz de conferir a su personaje toda la autoridad que exige, como prior del monasterio. Su irrupción en la escena final del segundo acto fue sobrecogedora, y en líneas generales su actuación supuso la feliz noticia de un bajo capaz de afrontar con vigorosa solvencia los roles más enjundiosos del repertorio.

   Miren Urbieta-Vega aprovechó las posibilidades de un rol menor como el de Inés, la confidente de Leonor, para lucir una voz de timbre bello y proyección generosa junto a un cuidado fraseo. La joven soprano brilló, así, en su único momento solista, “Rayons doré, tiède zéphyre”, en el primer acto. Por su parte, el tenor Roger Padullés completó el reparto con un más que correcto Gaspar.

   Desde el foso, el director Patrick Summers firmó una interpretación que reunió aciertos con algunos defectos. Sin duda, fue evidente su intención de otorgar vigorosidad a la partitura donizettiana, si bien en algunos momentos incurrió en cierto abuso sonoro que no benefició a los cantantes, mientras que en otros no logró una buena concertación de todos los efectivos, especialmente en las escenas de participación coral, en las que se pudo escuchar algún que otro desajuste alarmante. Por otra parte, Summers se empeñó en presentar la partitura completa incluyendo los dos ballets que fueron dispuestos como interludios, lo que a todas luces fue un despropósito en términos teatrales. Los dos interludios musicales, sin danza y a telón bajado, supusieron un innecesario detenimiento de la continuidad dramática que, a buen seguro, crispó los nervios de más de uno de los asistentes.

   El coro, por su parte, evidenció otra vez que no pasa por un buen momento, algo evidenciado en desajustes como los mencionados más arriba. Acaso sea oportuna una renovación para que Conxita García pueda desempeñar su labor, siempre esforzada, en las mejores condiciones.

   La dirección escénica de Derek Gimpel (“aprés” Ariel García Valdés) es completamente anodina y poco o ningún comentario merece, mientras que la escenografía de Jean-Pierre Vergier es tan ridículamente acartonada como el propio libreto de la ópera, en lo que uno no sabe ya si catalogar como fallo o acierto, por coherencia. En todo caso, no constituyó ningún aporte a esta producción de La favotite que cierra la temporada liceísta. Una producción que, al margen de los defectos señalados, presenta no pocos alicientes, en la medida en que cuenta con un reparto capaz de otorgar pleno sentido al belcanto. Y eso, por supuesto, no es poco.

Foto: A. Bofill

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