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CRÍTICA: JUVENTUDES MUSICALES UNE A MARIA JOÃO PIRES Y A TREVOR PINNOCK EN EL AUDITORIO NACIONAL. Por Gonzalo Lahoz

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Autor: Gonzalo Lahoz
12 de mayo de 2013
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Foto: Felix Broede

ZAPATERO A TUS ZAPATOS

Madrid. 08/05/2013. Auditorio Nacional. Juventudes Musicales. Maria João Pires, piano. Trevor Pinnock, dir. Kammerorchester Basel.

      Peculiar velada la que nos ofrecía el pasado ocho de mayo Juventudes Musicales en el Auditorio Nacional, uniendo a dos grandes músicos como son Maria João Pires y Trevor Pinnock, al frente este de la Kammerochester Basel. Por un lado la pianista se enfrentaba a una de sus partituras predilectas como es el Concierto nº 2 en fa menor op.21 de Chopin, mientras que el maestro inglés escogía nombres como Wagner y Schubert para completar la noche; nombres sin duda muy diferentes a los que nos tiene acostumbrados y desde luego bastante alejados de sus distintivas interpretaciones barrocas y pre-clasicistas. En el último momento tuvo a bien cambiar el previsto Schubert (con una Terecera Sinfonía) por Mozart y su Sinfonía nº 41 KV551 "Jupiter".
      Al abrir el concierto con el Idilio de Siegfried del Parsifal wagneriano, se entiende que la intención de Pinnock era buena, queriendo con ello recordar al compositor alemán en el doscientos aniversario de su nacimiento; buena, pero no del todo acertada. Todo el Idilio se erigió de forma ordenada aunque con desangelada tibieza, sin brillo y sin despertar el más mínimo interés y sin atisbo de color wagneriano, como si se tratara de una peculiar (una vez más) reconstrucción historicista. No fue, desde luego, el mejor recordatorio que se le puede hacer a Wagner. Este no es su repertorio, como tampoco lo es Chopin y, aunque es un maestro inteligente que sabe lo que quiere y que conoce sus beldades y limitaciones, su trabajo no resultó suficiente. Más hubiera valido, para disfrutarle con justicia, separarle de la cita con Pires y dedicarle un programa a su medida.
      Con éstas, fue con Mozart donde la Orquesta de Cámara de Basilea pudo demostrar su suntuoso color, remarcado en la cuerda grave e aunque descompensado con la sección de los violines, donde las frases no eran recogidas en su plenitud (si pasaba en Mozart, imagínense en Wagner). De todas las sinfonías del genio salzburgués, Pinnock fue a escoger la que más podía escapársele; con una lectura vacía de filosofía, sin atisbo de lo que en ella se anticipa ni de quien recogería el guante de Mozart, aunque no por ello rica en contrastes y repeticiones. Una bien servida interpretación que quedó algo deslucida tras la gran intervención de Pires y la sensación de hastío que ya empieza a pesar en el público madrileño cuando se programa, una vez más, la sempiterna "Jupiter".
      La concepción que en ocasiones se tiene de Frédéric Chopin como un genio enfermizo de extrema delicadeza y sutilidad sonora cobra siempre valor en las elegantes y sensibles manos de una artista como Maria João Pires, quien no necesita presentación; máxime cuando se trae entre manos al compositor polaco, sin duda una de sus especialidades. La ejecución de la portuguesa aúna a partes iguales la belleza más superficial de la melodía chopiniana con la profundidad del drama que encierran sus notas. Tal y como afirmaba Berlioz, con Chopin uno siente la tentación de levantarse y pegar la oreja al piano. No sólo la oreja, también el pecho y el alma, para sentir cómo es posible que un instrumento pueda respirar de semejante manera cuando es tocado con la sensibilidad de Pires, que gracias a un magistral fraseo y una nítida articulación de cada recoveco de la partitura que se trae entre manos, va construyendo a modo de cantabile el discurso de este, uno de los grandes conciertos para piano del repertorio. El discurso fluye, se eleva con sutileza y embriaga al oyente con una intimista lectura repleta de romántica ensoñación.
      El Chopin de Pires encuentra la tristeza como una forma más de felicidad, algo que muy pocos pueden llegar a comprender. Tal es el lirismo derrochado que uno termina casi olvidándose de la orquesta, quien por otra parte cumplió con su labor como mero acompañante gracias al lúcido hacer de Pinnock, que a pesar de encontrarse fuera de sus coordenadas habituales, comprendió que dada las circunstancias lo mejor sería ponerse al servicio de la pianista, cediéndola todo el protagonismo, tal y como por otra parte pretendió Chopin alejándose de las formas del concierto clásico. Schumann dejó dicho que había que descubrirse ante Chopin; desde luego, en manos como las de Pires, no queda más que quitarse el sombrero.

 

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