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Crítica: Domingo, protagonista en el'Macbeth' del Palau de les Arts

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Autor: Raúl Chamorro Mena
2 de diciembre de 2015

ETERNO DOMINGO

Por Raúl Chamorro Mena
5-12-15. Valencia, Palau de Les Arts. Macbeth (Giuseppe Verdi). Plácido Domingo (Macbeth), Ekaterina Semenchuk, (Lady Macbeth), Giorgio Berrugi (Macduff), Alexander Vinogradov (Banquo), Fabián Lara (Malcolm). Dirección musical. Henrik Nánási. Dirección de escena: Peter Stein, reposición a cargo de Carlo Bellamio.


   Macbeth constituye la primera ópera del maestro Verdi sobre un texto de su venerado William Shakespeare. Una “colaboración” que ofrecerá para la eternidad obras maestras como Otello y Falstaff, además de este Macbeth que se puede y debe calificar con ese término sin ningún tipo de reserva, pero también alguna frustración como ese Rey Lear tantas veces contemplado pero que nunca llegó a cristalizar.

   La obra, situada en plenos años de galera, supone un paso de gigante en el anhelo verdiano de alcanzar la llamada verdad dramática, en ese camino por liberarse de las convenciones vigentes con el fin de lograr que todo se supedite a la fuerza y verosimilitud dramática, al efecto teatral.  “En esta ocasión, deberá usted servir antes al literato que al músico” (¡nada menos!) le manifestó a Felice Varesi, barítono del estreno Florentino en 1847. El maestro siempre sintió gran predilección por esta obra y prueba de ello es que aprovechando una interpretación parisina en 1865 para la que tenía que escribir el preceptivo ballet y un coro final, realizó una revisión más amplia de la composición.

   En estos casos, cuando existen diferentes versiones de una obra, asistimos la mayoría de las veces a una “mezcolanza” de las mismas de dudoso rigor musicológico.  En esta ocasión, para Valencia se interpretó la versión de 1865, sin ballet y sin marcha final, finalizando la obra con la interpretación del solo Mal per me por parte del barítono, fragmento que corresponde a la versión florentina originaria y que había sido suprimido en 1865. Ciertamente, desde el punto de vista de la fuerza dramática buscada por Verdi, es un final mucho más efectivo, si bien, cuando se disponen de unos cuerpos estables del nivel de los valencianos, se lamenta la ausencia del brillantísimo coro final, así como del ballet. A diferencia de Riccardo Muti, que interpreta la versión de 1865 (que podemos considerar la “oficial” y más representada), Claudio Abbado incluía el “Mal per me che m’affidai”, pero no renunciaba a la marcha final. Por citar aquí los dos grandes músicos italianos que son las referencias indiscutibles en la interpretación de esta partitura.

   Efectivamente y a pesar de los recortes presupuestarios, el Palau de Les Arts conserva un coro y una orquesta deslumbrantes. Especialmente esta última mantiene un nivel de rango internacional y totalmente inalcanzable en territorio nacional. La dirección musical del húngaro Henrik Nánási fue técnicamente impecable, organizada, bien concertada, destacando la claridad y el esplendor orquestal de la magnífica agrupación que sonó radiante y compacta. Sin embargo, en el repertorio verdiano, las tímbricas, el colorido orquestal, el volumen y el brillo, siempre importantes y que se agradecen, por supuesto, no son lo fundamental. Lo son el pulso y la progresión teatral, el sentido del ritmo, los contrastes, la creación de atmósferas y el acompañamiento y el estímulo al canto. Faltó un tanto de todo ello en la interpretación de Nànàsi. No se puede decir, por supuesto, que no hubiera tensión, pero faltó ese punto de voltaje y de genuino nervio verdiano, además de aristas y matices. Un trabajo, por tanto, apreciable, pero no excelente.  Espléndido el coro. Empastado, con un sonido brillante, potente, pero maleable y mórbido.

   El incombustible e incansable Plácido Domingo ofreció otro de los retratos baritonales que está afrontando en esta fase de su trayectoria artística. Que el madrileño encarna un mito de la ópera es algo indiscutible. Ahora bien, la asunción no excepcional sino sistemática por el otrora tenor de papeles de barítono produce reacciones contradictorias. Se dice que no es admisible que un cantante que ya no puede interpretar papeles de su cuerda se monte apoyado en la posición (bien ganada, por supuesto) que le confiere su importante carrera y su legión de fans, una segunda carrera de barítono.

   Hay verdad en ello. Otros, especialmente sus innumerables fans, defienden las admirables energía y vitalidad que conserva el artista a punto de cumplir los 75 años, así como que su carisma, personalidad y su aún buen estado vocal todavía le permiten ofrecer actuaciones de calidad en un campo, el barítono verdiano, donde el panorama no es muy ilusionante. También hay verdad en ello. Lo cierto es, que su interpretación de Macbeth fue irregular, además de concurrir el hecho de que, al no ser un barítono ni sonar como tal, desnaturaliza en gran parte el personaje.

   El timbre aún suena soprendentemente íntegro y totalmente reconocible, pero el sonido ha perdido pujanza, expansión y presencia. La falta de aire provoca momentos de incomodidad, en que transmite fatiga, esfuerzo y que no pueda rematar las exigentes frases verdianas, aunque la escritura del papel, con muchos momentos de declamado, le favorece en ese sentido. Asimismo, Domingo, por descontado, sabio y pleno de oficio, sabe dosificarse para llegar en buen estado al último acto y poder sacar muy aceptablemente el difícil cantabile “Pietà rispetto amore” que exige fraseo amplio y legato sostenido, además de culminar muy bien con el ya referido “Mal per me” que fue su mejor momento de la noche, al lograr un final de gran carga emotiva.

   La mejor de elenco fue la rusa Ekaterina Semenchuk, una especie de soprano Falcon que se anuncia, sin embargo, como mezzosoprano y que ya interpretó en Valencia la Azucena de Il trovatore a las órdenes de Zubin Mehta. Con sus carencias, con esa emisión gutural tan propia de su procedencia,  lo mejor que puede decirse es que salió airosa en un papel tan temible, tan sumamente exigente en lo vocal y en lo dramático. A falta de solidez en el registro grave, es en la zona alta donde el sonido fluye fácil y rutilante, si bien más bien de natura que con el apropiado remate técnico. Esto último pudo comprobarse en dos momentos puntuales y especialmente arduos de su particella. La escala que culmina en si natural agudo al final de la magnífica aria “La luce langue”, que la cantante cortó a la mitad para tomar aire y resultando totalmente fallida la nota aguda citada y el re bemol sobreagudo en filado (optativo) que culmina la prodigiosa escena del sonambulismo del último acto, que se quedó en intento. Asimismo, la agilidad abundantemente requerida, especialmente en la cabaletta “Oh tutti sorgete” y el brindis del segundo acto resultó muy problemática. Su línea canora irreprochable, el fraseo compuesto, aunque falto de mayor incisividad, de acentos más fieros. En el aspecto interpretativo, a falta de un mayor carisma, garra y carácter volcánico, destacó una entrega genérica si quieren, pero sincera y sin artificios.

   El tenor en esta ópera tiene un papel secundario, aunque dispone de una gema, el aria “Ah la paterna mano”. Giorgio Berrugi mostró grato timbre y línea canora de genuina raigambre italiana, a pesar de resultar demasiado lírico y falto de robustez para el papel.  El bajo Alexander Vinogradov, a falta de un canto de mayor variedad  y sutilezas, al menos exhibió un material de cierta presencia y rotundidad.

   Poco se puede decir de la producción de Peter Stein procedente de Salzburgo y Roma, porque no tiene nada y sorprende que provenga de esos lares. Lo mejor, que respeta la indicación temporal del libreto y permite que cualquiera pueda seguir la obra sin sobresaltos, ni libro de instrucciones, pero la dirección de actores brilla por su ausencia y las dos escenas de las brujas (las auténticas protagonistas de la ópera según Verdi) brindaron momentos embarazosos con un movimiento escénico circular que oscilaba entre lo sonrojante y lo propio de una función amateur o de colegio.

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