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Opinión: 'El alumno abducido'. Por Juan José Silguero

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Autor: Juan José Silguero
11 de diciembre de 2017

EL ALUMNO ABDUCIDO

   Por Juan José Silguero
  La misión del artista es penosa y grande al mismo tiempo. Cuando nace, una sagrada predestinación estampa en él su sello. No es él quien escoge su vocación, sino que su vocación lo escoge a él, impulsándole irresistiblemente hacia adelante. Por muy desfavorables que puedan ser las circunstancias –la oposición familiar, la hostilidad de la opinión pública, la triste angustia de la miseria y todo género de obstáculos, aparentemente insalvables–, su voluntad se mantiene firme y permanece invariablemente orientada hacia su objetivo: el arte, la reproducción sensorial de la esencia mística y divina del hombre y de la Naturaleza…

                   Franz Liszt

  Al iluminar la oscuridad se crea el color.

                    Goethe

   Hay un tipo de alumno que prácticamente vive en el conservatorio.

   Se lo encuentra uno a todas horas, gesticula y tararea por los pasillos, conoce mejor que nadie cada rincón y cada recurso que le brinda el centro, lee los panfletos, se interesa por todo, se alimenta del aire y se lava los dientes en el baño.

   Se sospecha que duerme bajo el piano, pero no hay evidencias.

   Reencarna en sí mismo la máxima de que “un trabajo duro es un trabajo mal hecho”, y, aunque deambula por allí como uno más, en verdad vive al margen del resto, en un mundo de elaboración propia del que extrae todo lo que necesita, y aún más.

   Cae simpático a todos… y los demás muestran hacia él la misma condescendencia cómplice y sonriente que hacia los enamorados.

   Su inocencia es realmente conmovedora.

   Es feliz, y hace felices a cuantos le escuchan.

   Es capaz de desentrañar una fuga a cuatro voces, pero vacila ante una cena de amigos. El público no es para él más que una caja de resonancia. Si uno se detiene a hablarle se encuentra con unos ojos ciegos, vacuos, imbuidos de una hermética confianza –la concentración ciega y lejana del que se encuentra absorbido por una pasión–. Esos ojos revelan que, incluso alejado de su instrumento, la incansable actividad de su espíritu no cesa.

   Como no muestra interés en nadie, los demás suelen estar muy interesados en él. Algunos hasta le admiran y, consecuentemente, le imitan, pero pierden el tiempo. Nadie tiene tanta jerarquía como el que decide reconcentrarse sobre sí mismo, y además lo hace de forma inconsciente.

   En las audiciones impresiona a todos, compañeros y maestros, y suelen estar abarrotadas. Lo extraordinario siempre tiene un enorme poder de convocatoria. No obstante, tras el telón, poco antes de salir, parece un león enjaulado. Y, cuando por fin comparece, se asemeja más bien a un resorte a punto de saltar. Su vestuario suele ser un desastre, y nada más gracioso que observar a alguna compañera componiéndolo justo antes de salir a escena. Nunca se ocupa de ese tipo de cosas.

   Se ocupa de crear belleza… e inspira a cuantos le contemplan.

   Sobre el escenario deambula como un niño de dos años al que dejasen de  pronto caminar solo. Lo hace con desenvoltura, incluso parece saber adónde se dirige. Uno se pregunta, ¿dónde va ese inconsciente, con tanta determinación?

   Ni él mismo lo sabe. Ni falta que le hace.

   Libertad, lo llaman.

   Un niño, sí… pero con un juguete acojonante.

   Es un lunático, un sonámbulo, pero hace soñar a quienes lo escuchan, cargando, con aparente displicencia, con una sensibilidad excesiva. No obstante, en su interior reina el desenfreno, el vértigo que padece aquel en quien entre su estado emocional más bajo y su euforia media un abismo desconocido, un escarpado precipicio en el que habitan toda clase de inusitadas criaturas. Y ningún temor es peor que el que no se conoce.

   Su monomaníaco objetivo no hace sino empeorar ese desequilibrio.

   Parece invulnerable. En cambio, no existe nadie más frágil.

   Es el artista…

   Los demás se extrañan ante sus supuestas extravagancias, pero nunca tanto como se extraña él ante todos esos autómatas que llaman “felicidad” a ese raro compuesto de centros comerciales y botellones, quedadas y barbacoas, las prioridades de los que, en definitiva, dedicarán los próximos cuarenta años de su vida a pagar una hipoteca.

   Es el artista, el artista… aquel para el que vivir consiste en transformar en luz y en belleza cuanto le rodea; el que no teme, porque sabe que no hay nada tan inminente como lo imposible, el que vive (como el niño, siempre como el niño) hipnotizado por los guantes blancos del mago, sin el menor interés en averiguar donde está el truco. El perpetuo inadaptado, la pieza defectuosa de ese tablero magnético por el que nos deslizamos todos, más o menos teledirigidos. El mismo que prefiere habitar en un mundo galáctico, saturado de color, de fantasía… aunque sea mentira.

   La mayoría de personas son de hierro. El artista es imán. Y su mera existencia ejerce sobre los demás una presión mayor que cualquier otra, por más que éstos le resulten a él perfectamente indiferentes.

   Pero cuando todos ellos, abarrotando los vagones de soledad pública por los que discurre sus vidas sin despegar su vista de sus pantallitas, se den cuenta de la futilidad de sus esfuerzos, será el artista, el rebelde silencioso, el inadaptado, el que les proporcione ese grado de atención que tanto gritan en sus redes sociales, y hasta ese atisbo de luz que apenas se atreven a susurrar. Es la misma que se esfumó en algún momento de su infancia, tan lejana ya, y que ya no esperaban volver a encontrar, como esa pelota de ilusión que una vez lanzaron con tanta fe y que nunca llegó ni siquiera a rozar el suelo.

   Fue la despreocupada mano del artista la que alcanzó esa pelota… para lanzarla de nuevo, una y otra vez, con todas sus fuerzas.

   ¿Se cansará algún día de jugar esa mano?

   Nunca. Mientras una sola chispa de ilusión ilumine su camino –como el horizonte al navegante, como la ambición al conquistador–, esa virtud que nadie ve, pero que alumbra los pasos de todos nosotros, permanecerá invariablemente orientada hacia su sublime objetivo, hacia su rutilante legado…

   La obra de arte.

Fotografía: Charles M. Schulz.

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