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'Recordando a Rafael Orozco' en el 20 aniversario de su fallecimiento. Por F. Jaime Pantín

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Autor: F. Jaime Pantín
25 de abril de 2016

RECORDANDO A RAFAEL OROZCO

Por F. Jaime Pantín
Hoy se cumplen 20 años de la muerte del gran pianista español Rafael Orozco. Puede parecer poco o mucho tiempo, según se mire, pero 20 años es la edad media de mis alumnos y a casi ninguno le dice nada el nombre de quien debería figurar, por derecho propio, en la memoria colectiva de todo aspirante a pianista. Es triste pero explicable. En estos 20 años transcurridos, el mundo de la  música ha cambiado radicalmente. La mercadotecnia impone el culto a la imagen y la música entra por los ojos más que por los oídos, dejando escaso margen a la imaginación mientras que el público asume sin rechistar los modelos impuestos, aunque se trate de pianistas que a veces parecen sacados de un comic manga.

   La década de 1940 a 1950 fue realmente prodigiosa en cuanto a la aparición de talentos pianísticos. Entre Arturo Moreira Lima (1940) y Grigory Sokolov (1950) podemos encontrar nombres como Martha Argerich, Bruno Gelber, Daniel Baremboim, Maurizio Pollini, Richard Goode, Vladimir Krainev, Victoria Postnikova, Radu Lupu, Murray Perahia, Garrick Olsshonn, Mitsuko Uchida y, por supuesto, Rafael Orozco. Todos ellos- y unos cuantos más- eran pianistas de raza, grandes artistas profundamente individuales que ganaron importantes concursos internacionales entre los años 60 y 70, en un momento en el que este tipo de certámenes todavía mantenía todo su prestigio, resultando indispensables en el lanzamiento de una carrera internacional. Si observamos que el mismo año en que Orozco consigue el primer premio  en Leeds (1966) Sokolov ganaba el Tchaikovsky y que justo un año antes Martha Argerich triunfaba en el Chopin, nos podremos hacer una idea de cuál era el nivel del piano en ese momento.

   Como pianista, Rafael Orozco fue desde siempre una auténtica fuerza de la naturaleza. Quienes le conocieron en su época de estudiante hablan de un chico menudo de manos enormes y potencia descomunal. Un auténtico pura sangre del piano, poseedor de una de esas técnicas naturales que- siendo tan solo patrimonio de los auténticos superdotados- desafían frecuentemente los sagrados principios racionales de la pedagogía pianística para alcanzar niveles inimaginables para el resto de los pianistas. Muchas veces se le tachó de ser excesivamente mecánico o de tener un sonido poco refinado, pero lo cierto es que sencillamente tardó su tiempo en doblegar un temperamento volcánico y un mecanismo de fácil vertiginosidad. Cuando lo consiguió, se mostró como el extraordinario artista que ahora recordamos, un pianista que electrizaba al público con un estilo propio mezcla de virtuosismo olímpico, ardor romántico, entrega sin límite y entusiasmo contagioso. Se palpaba una energía esencial cuando aparecía en el escenario y comenzaba a tocar. Sus conciertos siempre eran un acontecimiento excitante y sus abundantes grabaciones muestran un nivel de calidad excepcional, desde sus tempranos Preludios chopinianos de 1968 a su fantástica Iberia  de 1992, versión honda y meditada en la que tras una impresionante exuberancia virtuosística subyace un sutil halo trágico que habría de resultar profético. Quien haya tenido el privilegio de escuchar en vivo esta Iberia sabrá de lo que hablo. En el camino, perlas como los Estudios y los Scherzi de Chopin, los Conciertos de Rachmaninov, la Sonata de Liszt o la Sonata op. 5 de Brahms, sin olvidar su última grabación con obras de Falla -con un Fantasía Baetica al mismo nivel que su Iberia- dan una idea de la grandeza de un pianista que nos dejó en su mejor momento artístico. No es posible saber lo que con más tiempo nos hubiera deparado un talento semejante pero sí tenemos el deber de  asumir su legado y perpetuar su recuerdo.

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