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[C]rítica: Riccardo Chailly dirige la «Sexta sinfonía» de Mahler con la Filarmónica de la Scala para Ibermúsica

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Autor: Raúl Chamorro Mena
28 de enero de 2019

Mahler Scaligero


Por Raúl Chamorro Mena
Madrid. 24-I-2019. Auditorio Nacional. Ciclo Ibermúsica. Sinfonía núm. 6 “Trágica” (Gustav Mahler). Filarmonica della Scala. Director: Riccardo Chailly.

   La orquesta del Teatro alla Scala, además de su labor propia como titular del foso del templo operístico milanés, viene afrontando -ya desde el último tercio del siglo XIX- una temporada de conciertos sinfónicos, impulsada por nombres míticos como Franco Faccio y Cleofonte Campanini y luego continuada por Arturo Toscanini y los demás maestros que han detentado la titularidad durante el siglo XX, Serafin, De Sabata, Giulini, Abbado, Muti y ahora, Chailly. En 1982 Claudio Abbado funda la Filarmonica della Scala con músicos de la orquesta titular para abordar la temporada sinfónica del Teatro alla Scala y las giras.


   La orquesta es buena, de las mejores de foso e insuperable en ópera italiana, pero tiene sus limitaciones, especialmente para un determinado repertorio que no es el suyo más afín. Además, hemos de tener en cuenta otros aspectos. Entre la época de Muti y la llegada de Chailly, un maestro riguroso donde los haya, ha pasado mucho tiempo. Por todo ello, la orquesta en amplísima formación y que se trajo hasta su podio forrado con terciopelo rojo, demostró carencias, especialmente en cuento a pulimiento tímbrico y paleta de colores, así como una cuerda –particularmente la aguda- algo falta de cuerpo y sonoridad, además de inseguridades, cierta estridencia y tendencia al fallo en los metales.

   La Sexta sinfonía de Mahler, estrenada en Essen en 1906 bajo la dirección del  autor, es una obra monumental, en la que encontramos muy acentuados los contrastes Mahlerianos, así como sus aparentes contradicciones. Por una parte, una sinfonía «debe reflejar el Mundo», pero también expresa las inquietudes y cuitas internas del autor. Se acaba con las formas tradicionales, pero parecen seguir presentes. Marchas, evocaciones a lieder, temas que se enuncian y no se desarrollan, momentos humorísticos, burlescos, otros angustiosos, otros aparentemente alegres y la desolación, el tremendo sobrecogimiento que se imponen, en definitiva, con esos golpes de martillo (en este caso, dos, como dejó el autor en su última revisión de 1908, aunque algunos directores mantienen los tres originarios) y el impresionante acorde final en fortissimo orquestal rematado por un pizzicato, que le deja a uno sin habla. Y por encima de todo, que una obra creada en un momento de bienestar personal concluya de esa manera tan pesimista y estremecedora («desesperanza y noche oscura del alma» en palabras de Bruno Walter), que le hace acreedora del apelativo de «La trágica». Incluso, dentro de su idea de que de una sinfonía debe contener de todo, en este caso, el elemento vocal presente en segunda, tercera, cuarta y octava, parece ser sustituido por una sorprendente, abundante y variadísima percusión, que incluye cencerros, campanas tubulares, xilófono y el tremendo martillo que interviene en el último movimiento. La Sinfonía se interpretó en el orden concebido por el autor y que hoy día nadie discute es con el andante moderato como segundo movimiento por delante del scherzo.


   Chailly, que tiene grabada la integral de las sinfonías de Mahler con la orquesta del Concertgebouw, supo sacar adelante tan colosal creación, con un apropiado concepto global de la misma y su indudable capacidad de construcción, poniendo de relieve todas las aristas, toda la complejidad de la obra, aunque, bien es verdad, no siempre le acompañó la ejecución orquestal y su habitual rigor no pudo evitar algunos deslices.

   El primer movimiento comenzó con un adecuado pulso rítmico en la marcha, en la que la cuerda grave sonó con el suficiente mordiente. Asimismo, muy esmerada resultó la transición al tema que se decía dedicado a Alma, impecablemente «cantado» por la orquesta, aunque a partir de ahí pareció diluirse el resto del movimiento. Muy hermoso, el segundo capítulo, en el que Chailly delineó con gran belleza y apasionado lirismo el bellísimo andante, como corresponde a una orquesta italiana. En el cáustico y mordaz scherzo, la orquesta no fue capaz de abordar los espinosos cambios de ritmo, además de faltar limpieza y claridad. En el cuarto, Chailly supo levantar el monumento sonoro correspondiente, la orquesta sonó con el suficiente vigor, pero un tanto ayuna de refinamiento y transparencia. Asimismo, el músico milanés expuso con la adecuada atmósfera y carga emotiva ese caos que lleva al sobrecogedor final, que dejó al auditorio en total silencio hasta que algunos bravos irrumpieron justo antes de que Chailly bajara los brazos. A destacar que, por primera vez en esta temporada, no sonó ni un móvil durante el concierto. Esperemos sea una buena señal de cara a los venideros.

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