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Crítica: Riccardo Frizza dirige 'Rigoletto' en el Teatro del Liceo, con Carlos Álvarez, Leo Nucci, Javier Camarena, Antonino Siragusa, Desirée Rancatore y María José Moreno

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Autor: Raúl Chamorro Mena
28 de marzo de 2017

"EL MÁS GRANDE DRAMA DE LOS TIEMPOS"

   Por Raúl Chamorro Mena
Barcelona, 24 y 25-III-2017, Gran Teatre del Liceu. Rigoletto (Giuseppe Verdi). Carlos Álvarez/Leo Nucci (Rigoletto), Javier Camarena/Antonino Siragusa (Duca di Mantova), Desirée Rancatore/María José Moreno (Gilda), Ante Jerkunica/Enrico Iori (Sparafucile), Ketevan Kemoklidze/Ana Ibarra (Maddalena), Gemma Coma-Alabert (Giovanna), Gianfranco Montresor (Monterone), Toni Marsol (Marullo). Dirección Musical: Riccardo Frizza. Dirección de escena. Monique Wagemakers.

   Así se refería Giuseppe Verdi -en carta a Francesco Maria Piave-, a “Le Roi s’amuse”, el drama de Victor Hugo en el que se basa su inmortal ópera Rigoletto. El genial músico y hombre de teatro (como a él le gustaba autoreferirse), entusiasmado, añadía que Tribolet (el bufón que terminará siendo Rigoletto) era una creación digna de su venerado Shakespeare. Desde luego, que este fervor por el argumento escogido se plasmó en el resultado final,  una de las indiscutibles obras maestras de la historia del género operístico.

   Ausente desde la temporada 2004-2005, volvía al Liceu esta obra maestra del melodrama, que constituye la segunda ópera más representada de su historia, después de la también verdiana Aida.  

   No sólo los que llevamos viéndole sobre los escenarios, prácticamente, desde sus comienzos, sino el todo el mundo lírico en general, debe alegrarse de que el barítono malagueño Carlos Álvarez recupere su estado vocal primigenio y vaya retomando con normalidad su carrera artística. Si bien, aún algo mermado de pujanza y mordiente, el pasado viernes 24 pudo apreciarse muy recuperado, ese timbre nobilísimo, bello y personal del malagueño, que compuso un Rigoletto bien delineado, de impecable factura, con el buen gusto y acabado musical que siempre le han caracterizado y sin exceso alguno en la faceta interpretativa, en la que ha avanzado mucho, ganando muchos enteros en carga expresiva respecto a sus interpretaciones de Madrid 2001 y Oviedo 2004 presenciadas en su día por el que firma estas líneas. El día siguiente irrumpió en el recinto de la Rambla el fenómeno Leo Nucci, -en esta ocasión sin joroba- que ya había cantado su primer Rigoletto en el Liceu ¡¡¡en 1978!!!. Y como sucede siempre, en todos los teatros y ante los públicos de las más variadas latitudes, el veteranísimo e inagotable barítono triunfó abrumadoramente. Tan absurdo resultaría volver a enumerar aquí sus defectos como cantante, como lo es la ira montaraz con la que se muestran sus detractores ante el terco e insistente triunfo de quien, sin duda, es capaz de llegar a todas las audiencias. Y por algo será. La longevidad vocal –algo que debería apreciar todo buen aficionado- lograda por Nucci, con más de 500 funciones de Rigoletto a sus espaldas  y más de 40 años sobre los escenarios a sus 75 de edad; su oficio, sus tablas, la inmediatez y eficacia de su expresión dramática y esa capacidad para dominar los resortes teatrales, que formaba parte de la cotidianidad de la época en que debutó, cuando la OPERA aún se escribía con mayúsculas, volvieron a funcionar de manera infalible. El timbre muy desgastado en el centro, pero sin trémolo ni sonidos agrios, gana brillo arriba, donde el cantante se recrea aún en desahogados soles naturales y la bemoles agudos con brillo y expansión. Por supuesto, que hubo bis de la “vendetta”; por supuesto que el barítono italiano interpretó su Rigoletto al margen de la regia; por supuesto que caldeó el ambiente e impuso su voltaje teatral.

   A nadie debería extrañar que al público actual criado en la “edad de hojalata del canto” entre tanto cantante impersonal, divos aupados de la nada, trivialidad, monotonía y tediosas “labores globales”, le impacten las interpretaciones de un intérprete con personalidad y que procede de otro concepto de la ópera, desgraciadamente casi perdido.

   Hacía años que no veía en directo a la palermitana Desirèe Rancatore, soprano que debutó jovencísima y enseguida accedió a los más importantes teatros. En su andadura inicial pude escucharle en Viena como Olympia de Cuentos de Hoffmann, así como Lakmé en Oviedo –también su Konstanze en Madrid-  cuando era una soprano ligera con sobreagudo facílisimo y espectacular, aunque ya se apreciaba una tendencia a cantar más ancho y a abombar un centro escasamente nutrido. En la función barcelonesa de Rigoletto del Viernes 24 me encontré una soprano con el centro falseado, toda la emisión oscilante y un registro agudo esforzadísimo, abierto, desabrido y con el esmalte arañado. Los intentos de filar se quedaban en eso, en intentos, las notas picadas parecían un suplicio y la soprano transmitió incomodidad en todo momento. Una pena. En otras coordenadas muy distintas se instaló la espléndida Gilda que ofreció María José Moreno en la representación del Sábado día 25. Emisión fácil, firme y espontánea, timbre radiante, luminoso y sanísimo; agudos rutilantes, filados bien ejecutados en los que el sonido, pleno y alejado del falsete, se asienta nítido y proyectado en toda la enorme sala. La limpieza de los pichettati sumada a la sensibilidad y delicadeza de la cantante protagonizaron un magnífico y ovacionadísimo “Caro Nome”, así como el fraseo siempre refinado, la expresión dulce, candorosa y femenina fundamentaron su interpretación del conmovedor racconto “Tutte le feste al tempio”. Una Gilda brillante desde el punto de vista vocal e impecable en el expresivo-interpretativo. Una soprano siempre en alza, que cada vez que se la escucha se la encuentra más segura, más madura artísticamente y más consolidada como fraseadora e intérprete. No se entiende que no tenga una mayor presencia sobre los escenarios españoles.  

   El papel del Duque de Mantua exige un tenor de técnica muy bien asentada. Requiere, prácticamente, un virtuoso, que pueda afrontar su muy aguda tesitura, así como los requerimientos de fraseo depuradísimo  y reguladores dinámicos. Asimismo, la caracterización debe huir de tentaciones de mal gusto y modos plebeyos. Estamos ante un libertino, pero elegante y que en sus declaraciones de amor hacia Gilda emplea un lenguaje poético, de enamorado romántico, aunque en el fondo sea un embaucador. Un tanto decepcionante resultó el debut en el papel por parte del tenor mejicano Javier Camarena y es que una cosa es el belcanto y otra, Verdi. Justo de presencia sonora, escaso de cuerpo, de grano, con abundantes sonidos desapoyados y un agudo fácil, pero falto de verdadera penetración tímbrica. Su fraseo expansivo (quizás, demasiado) y no exento de buen gusto, pero falto de un punto de clase y una caracterización extrovertida, pero ayuna de porte aristocrático, remataron su actuación. Interpretó las dos estrofas de la cabaletta “Possente amor mi chiama” con desenvoltura y entusiasmo, culminándola con un re sobreagudo que se quedó en el escenario. Su mejor momento, en opinión de quien suscribe, llegó en el tercer acto con una desenfadada canzonetta “La donna é mobile” rematada por un buen si natural agudo. El timbre blanco y caprino del tenor Antonino Siragusa no es el más adecuado, desde luego, para el Duque de Mantua –ni para ningún tenor protagonista creado por Verdi- y en momentos como el complicadísimo aria “Parmi veder le lagrime” queda en especial evidencia, incapaz de llenar la frase Verdiana. Sin embargo, ese material vocal está bien colocado y correctamente apoyado, con el timbre concentrado y bien proyectado, a lo que hay que añadir un fraseo bien cuidado y compuesto por parte del tenor nacido en Messina, que también culminó la cabaletta “Possente amor mi chiama” con un Re natural 4, pero con más punta y expansión que el de su colega. Entre los dos intérpretes de Sparafucile destacó nítidamente el croata Ante Jerkunica con una voz de bajo plena, contundente y sonora frente a un flojísimo Enrico Iori, que sólo es bajo en los papeles. La tesitura de Maddalena no le permite lucir a Ketevan Kemoklidze las partes más guarnecidas y timbradas de su tesitura, resultándole demasiado grave, por lo que basó su encarnación de la hermana del sicario en una rotunda, exuberante y turbadora sensualidad. Por su parte, Ana Ibarra en la función del Sábado 25 se hizo más presente en el cuarteto del último acto y a pesar de sus irregularidades de emisión, completó una digna Maddalena, más “sobria” que la de su colega. Buena nota para los comprimarios, excepto ese importante baldón que supuso Gianfranco Montresor como Monterone, absolutamente inadmisible, y que arruinó un momento tan fundamental de la obra (como no se cansaba de subrayar el Maestro Verdi), como es la maldición que lanza al Duque y, especialmente, a Rigoletto en el primer cuadro. La dirección de Riccardo Frizza, algo pesante, puede calificarse de correcta y hasta pulcra. Acompañó, que no estimuló, al canto, en una labor impersonal, más bien anodina, monótona y falta de tensión teatral, con apenas el pequeño y fugaz paréntesis de la muy animada introducción al aria de Rigoletto “Cortigiani vil razza dannatta”. La producción de Monique Wagemakers, vista en Madrid en 2009, se sustenta en unos trajes suntuosos y una escenografía totalmente mediatizada por una enorme plataforma que se inclina, sube y baja, -ocasionando algunas incomonidades a los cantantes al igual que la larga y poco firme escalera en la que Gilda interpreta su gran aria-, pero resulta más bien intrascendente y banal, aunque no introduce “dramaturgias paralelas” y sirve para seguir la obra sin libro de instrucciones-, con apenas algún momento de cierta fuerza teatral como el reguero de sangre que deja Rigoletto al arrastrar en el supuesto saco (que en esta ocasión es una sábana enroscada) a Gilda herida en el final de la ópera. En conjunto, resultó superior la función del Sábado 25, más emotiva y teatral, y así lo certificó el público dedicándole una ovación más larga y entusiasta.

Fotos: A. Bofill

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